Por Ramon Colas.
Las imágenes de Miguel Mario Díaz-Canel Bermúdez, sentado en solitario frente a una selecta y silenciosa muchedumbre de adeptos, recuerdan aquellos momentos de la antigüedad donde los faraones se dejaban acompañar sólo de su poder. El sucesor de Raúl Castro, así le dicen por ahí, seguro de sí mismo, interpreta su propio guion de manera ejemplar. Es locuaz, virtud apropiada para un cuadro de la revolución, y usa un lenguaje con cierto enredo, pero no complejo. El tinglado se asoma en las frases largas, resueltas con la facilidad con que los revolucionarios explican las cosas más absurdas. Su postura, distante de los viejos castrista en las formas, pero no en contenido, se asienta en las convicciones. Esa infalibilidad con que se explica, nos presenta a un tipo frio y duro, cuya dureza lo lleva a justificar la censura como un acto necesario y normal. A señalar los culpables de nuevos tipos de agresiones y los caminos emprendido por el Imperio del Norte para evitarle la sucesión al poder. Describe, porque lo sabe todo, por donde van los tiros que les tiran y a cuando grado se refríen los proyectos para derrocarles. Con este señor se crearon muchas expectativas, allá y acá, como siempre ocurre, cuando fue visto al lado de Raúl con tanto poder como para desbancar a los viejos comandantes de la revolución. Pero no, ahí está haciendo su mejor papel que es interpretar y aplicar lo aprendido en la escuela de los hermanos Castro.
¡Pobre Cuba, caray!
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