Por Jorge Ángel Pérez.
Suelo, con cierta frecuencia, mirar las fotos que me tomó mi padre desde que vine al mundo. Tal afición se hace más evidente cuando está por llegar mi cumpleaños. Adoro mirar a quienes celebraron mi primer vagido y comprobar sus felicidades. Me encanta esa imagen que papá capturó de mi abuelo Armando la primera vez que me tuvo delante, y también el beso en la frente de mi abuela Ángela o cierto instante en el que aparezco aferrado al pecho materno. Sin dudas entré a la vida en medio de un jolgorio. Supongo que fui un bebé feliz.
Mucho ha llovido desde aquel agosto de 1963, pero incontables son las veces que fijé la mirada en esas imágenes en las que hasta creo descubrir la felicidad del fotógrafo que siempre estuvo tras el lente para fijar luego la imagen de su hijo, incluso a riesgo de no aparecer en esa iconografía que él armara.
Mientras trazo estas líneas tengo a la vista las fotos que me hicieron en la ceremonia de bautismo en la iglesia de San Pedro Nolasco, allá en Encrucijada, y también la invitación, esa en la que un niño cae del cielo mientras es recibido por cuatro ángeles que, haciendo una canal con una tela blanquísima, lo reciben en la tierra, en esta isla supongo, aunque en el reverso de la invitación se deja leer todavía: “Printed in Italy”.
Ahora, mientras escribo, intento explicarme a qué lugar fue a parar ese niño tan feliz, ese que ya cumplió 54. Y para explicar esa infelicidad recurro también a esas fotos que son la historia de mi vida, y quizá parte de la del país. En una de ellas aparezco con una pañoleta, mitad azul y mitad blanca, anudada al cuello, mientras mi breve mano derecha atraviesa la frente de abajo a arriba y, curiosamente, de derecha a izquierda.
En esa imagen mi boca está abierta y parece decir algo…; y yo sé que en ese instante chillé aquel lema que decía: “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”. Eso dije, cuando solo habían pasado seis años de mi bautismo, seis añitos y ya estaba negando a Dios, aun cuando no supiera lo que era Dios, y mucho menos lo que era aquel Che que murió cuando yo solo tenía cuatro años, y al que podría suponer, si estuviera vivo, muy disgustado al enterarse de que no sacaría de mí a un “hombre nuevo”.
Sin dudas Guevara habría visto en mí su fracaso. Guevara habría pensado que de un muchachito endeble y larguirucho no podría sacar nada. Un muchacho como yo no le iba a servir para las gestas en África, ni siquiera para las largas jornadas de trabajo voluntario. Lo habría notado él, y todos los que intentaron “revolucionar” nuestra historia, si se hubieran detenido en las imágenes que reveló mi padre, las que ahora volví a ver.
Hay una que muestra la alegría de mi tío Fabián. En una de ellas aparece muy feliz, cerveza en mano; según mi padre el tío celebraba el triunfo de los barbudos, pero las otras son verdaderamente desconcertantes, muy tristes. Para esos días ya había decido largarse del país con su esposa e hija, y pagaba la osadía haciendo trabajos forzados en una granja. Luego se fue al norte, con lágrimas en los ojos.
Esas fotos son testimonio de una nación que se iba desangrando, son alegato de odio y divisiones. Esas fotos que conservó no son icónicas. En esas fotos no aparece Fidel con una paloma sobre un hombro, ni el Che haciendo trabajo voluntario, pero si están Emilito y Luisita, mis vecinos, casi mis hermanos, y hasta parecemos felices…, pero mi padre no apretó el obturador, quizá por miedo, cuando a toda esa familia le cayeron a huevazos porque cometieron la osadía de decidirse por un barco que los llevara a Miami, y jamás han vuelto. La ausencia de esas fotos, el temor a hacerlas, también es evidencia de lo que estaba sucediendo.
Mi padre nunca abrió el lente ni apretó el obturador para dejar testimonio de aquellos días; si hubiera tomado una imagen de esa “chusma diligente”, no dudo que ahora guardaría yo un tesoro. Ahora podría mostrar la euforia de algunos agresores que ya no están en la isla, y que decidieron hacer lo mismo que la familia Gallardo. Yo era un jovencito entonces, pero recuerdo bien el temor de mis vecinos, y la mano agresiva de aquella enfermera a la que llamaban Mayo, esa misma mano que se llevó luego a la Florida.
Pobre el país que hace que una enfermera quiera dañar a quienes debe cuidar. Mi padre murió hace más de treinta años y no hubo más fotos. Él no captó las imágenes de los tantos éxodos que siguieron al Mariel, no hubo balsas endebles, no hubo muertos en el mar. Mi padre no vio mucho, no apretó siempre el obturador, y quizá por eso yo, que no tengo talento para la fotografía, escribo. Quizá escribo para recuperar la felicidad de esos primeros años, y porque no creo en el azar que devuelva la felicidad perdida.
Escribo para hablar de las frustraciones e insatisfacciones de los cubanos, para dejar claro que la búsqueda de la felicidad nada tiene que ver con la quietud ni con el egocentrismo y el enclaustramiento. Por eso escribo…, y seguiré escribiendo. Y de vez en cuando miro las fotos que hizo mi padre, y reconozco que nuestra verdadera historia no aparece en los manuales.
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