En ese trozo de la geografía habanera comprendida desde la Calle Línea hasta la Avenida del Malecón, todavía los vecinos sacan colchones, ropas, muebles y otros objetos dañados por la penetración del mar que hace dos semanas provocara el poderoso huracán Irma, y los ponen a orear al sol.
En cualquier parque, cuartería y esquina del Vedado, con un entramado de edificios y casonas señoriales con diseños que van desde el Art Decó, Neoclasismo al hormigón armado construido antes que Fidel Castro transmutara el arte arquitectónico en proyectos chatos y vulgares, sus residentes cuentan historias con esa exageración típica de los cubanos.
“Te juro que cuando el agua entró al garaje de mi edificio los autos estaban flotando. Sentía como si alguien tocara en la pared de mi cuarto, y eran los carros, que como trompos locos estaban a la deriva”, asegura Ignacio, jubilado de 76 años, mientras hace cola para adquirir una ración de arroz amarillo con perros calientes por 5 pesos (0,20 centavos de dólar).
En varios quiscos improvisados por el Estado destinados a ayudar a los afectados por el meteoro Irma, se venden paquetes de galletas de sal a 25 pesos, latas sardinas a 18 y barras de guayaba a 7.
“La gente que tiene dinero no compra esa comida, pues ya en toda la zona hay luz eléctrica y gas de la calle. Esa ‘jama’ es para los más pobres, los que antes y después del ciclón vivimos si un quilo. El gobierno no acaba de comprender que las familias que no tienen dinero, que son muchísimas, aunque te vendan la comida barata no pueden comprarla. Esa comida debieran ofrecerla gratis. Nosotros no tenemos la culpa de ser pobre”, dice Luis Manuel, un señor de manos callosas que se dedica a recolectar latas vacías de refrescos y cervezas y luego venderlas como materia prima.
No todos los que residen en El Vedado tienen un alto estatus social, ganan buenos salarios o reciben dólares de sus parientes al otro lado del Estrecho de la Florida. Al igual que Miramar y otras barriadas de la clase media que había en La Habana antes de 1959, El Vedado también se ha marginalizado, muchas casas corren peligro de derrumbe y numerosas residencias majestuosas se han transformados en sórdidos tugurios donde en precarias condiciones habitan cientos de familias.
El patio de la antigua casona donde residió la poetisa Dulce María Loynaz, en la Calle 14 entre Línea y Calzada, se ha convertido en un solar con innumerables cuartuchos de madera y tejas armados por la urgencia de la necesidad.
En los alrededores de la Embajada de Estados Unidos, donde el huracán se ensañó con el edificio, colindan ciudadelas y sótanos de edificios reconvertidos en apartamentos que las penetraciones del mar anegaron de agua hasta el techo.
Magda, madre soltera de tres hijos, quien vende clandestinamente aseos, ropas o memorias flash que llegan a La Habana en maletas de las ‘mulas’, cree que la mala suerte la persigue.
“No sé la razón, pero el destino se ensaña conmigo. Lucho para mantener a mis hijos, soy una persona honesta, no robo y no chivateo a nadie. Y tengo una mala fortuna que no la brinca un chivo. Llevo medio siglo tratando de vivir como Dios manda e intentando salir de la pobreza. Pero no hay manera. Ahora el gobierno se apea con la noticia de que va a vender los materiales de la construcción a mitad de precio. Son tontos o se hacen. ¿No se dan cuenta que aquéllos que vivimos mal no es porque seamos masoquistas, es que nuestros ingresos no nos permiten vivir mejor? A la gente, como yo, que se le cae el techo en su cabeza la única manera de reparar sus casas es que el Estado corra con todos los gastos”, dice Magda enfadada.
A lo largo y ancho del país existe un debate franco sobre cuál debiera ser la estrategia en materia de viviendas que permitan enfrentar de los desastres naturales. Algunos piensan que se deben crear pólizas de seguro a precios asequibles, otros opinan que proyectistas e ingenieros debieran diseñar viviendas más resistentes al paso de los huracanes.
“Es un circulo vicioso. Cada año el Estado te vende tejas y materiales de la construcción de mala calidad, y al año siguiente, cuando entra un nuevo ciclón, el viento te vuelve a destruir el techo o la casa. ¿Por qué no hacen los techos de placa? No hace falta ser un genio para ver que el ciclón siempre afecta a los más pobres. Ninguna casa de Siboney o Miramar, donde residen los pinchos, sufrió afectaciones por Irma”, acota Eulogio, vecino de un solar en El Vedado.
Dos semanas después que el meteoro Irma devastara a su paso miles de viviendas, escuelas, hoteles, cosechas, granjas avícolas e instituciones estatales, los pobladores de los municipios más afectados están a punto de estallar.
Un pescador, de paso por La Habana, que vive en la localidad de Isabela de Sagua, 331 kilómetros al este de la capital, indica que “el ciclón Irma prácticamente borró del mapa a mi pueblo. El 90 por ciento de las viviendas sufrieron afectaciones parciales o derrumbes totales. Demorará años podernos recuperar. Si el ciclón María hubiera pasado por Cuba, detrás tendría que venir Jesús y orar por nosotros”.
Cincuenta y ocho años después de que un huracán llamado Fidel Castro estableciera el comunismo en la Isla, sepultando la libertad de prensa, el multipartidismo y convirtiendo la democracia en palabrería hueca, los ciclones son el adversario a derrotar. Afectan a Cuba, el Caribe y a Estados Unidos, el enemigo número de uno de los hermanos Castro. Cada vez son más poderosos y más destructivos. El ingenio humano, que fue capaz de poner un hombre en la luna, crear internet y erradicar epidemias mortales, no ha encontrado métodos efectivos que disminuyan sus daños.
Mientras la autocracia verde olivo siga repartiendo tejas y materiales que solo alcancen para reparar afectaciones menores, y mientras siga construyendo poco más de ocho mil casas sólidas anuales, la furia de los huracanes fácilmente devastarán los pueblos a su paso. Y los pobres, como siempre, serán los más afectados.
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