“Nací con el período especial en 1990. Veinte años después, mis padres me dijeron la verdad: mi nacimiento les hizo llorar”, dice Ricardo, hoy graduado universitario.
Lo puedo entender. También en mi casa pasamos momentos difíciles cuando mi hermana dio a luz en pleno ‘período especial en tiempos de paz’. Así de rimbombante era el nombre oficial de una de las etapas más negras padecidas en 59 años por el pueblo cubano -y que ya es mucho decir.
Dice un refrán que los niños vienen al mundo con un pan debajo del brazo. Pero en los 90, tener un hijo en Cuba significaba lo contrario: perder un brazo, si no los dos, para conseguir un pedazo de pan.
Esa guerra sin tronar de cañones da para escribir varios tomos. En 2018 mencionarle el período especial a un cubano es meterle el miedo en el cuerpo.
La primera vez que tuve idea del ‘período especial’ fue en el verano de 1989. Al inaugurar una fábrica de fusiles AKM, en Camagüey, Fidel Castro hizo mención de lo que se nos venía encima. Luego, en un acto con mujeres en el teatro Karl Marx, en Miramar, medio en broma medio en serio, le dijo a las presentes: “Guarden bien las ropas, en años venideros las van a necesitar”.
La gente en la isla nunca vivió de manera sobrada. Siempre escaseaba algo. Además de faltar las libertades individuales (que los nacidos después de la revolución no percibíamos) a cada uno de sus ciudadanos Papá Estado le garantizaba una vida pobre, pero digna. Gracias a la tubería de petróleo desde Moscú.
Antes de esa guerra silenciosa, podíamos comprar dos pantalones al año, tres camisas y un par de zapatos, con una libreta llamada de ‘productos industriales’. Se pagaba en pesos, la moneda nacional.
La cartilla de racionamiento era más abundante. No para tirar cohetes, pero menos raquítica que en años posteriores. Había alimentos en venta libre. En las lecherías, por la madrugada, dejaban las cajas con litros de leche fresca, yogurt, queso proceso y de crema, y a nadie le pasaba por la cabeza cogérselos.
Eso fue en los 70 y 80. Entonces no podíamos imaginar la ‘sorpresa”‘que el socialismo verde olivo nos tenía reservada. Fue terrible. La gente bajó de peso como si a diario fuera a una sauna. Siempre teníamos hambre. Se hacía medio día de cola para comprar una pizza que en vez de queso llevaba papa hervida.
Los ancianos famélicos y desdentados se agolpaban en los cafetines para tomar una infusión hecha con cáscaras de naranja o toronja. Y los animales ya pueden imaginar. Aparecieron engendros alimenticios. De los laboratorios estatales a la carrera sacaron picadillo de soya, masa cárnica, pasta de oca y ‘fricandel’ entre otros inventos que sabían a rayo.
El dólar estaba prohibido y los pocos artículos de valor, la gente los vendía para comprar alimentos. Cuando en julio de 1993 despenalizaron el dólar, mi madre vendió su colección de discos de música brasileña por 39 dólares.
Otros vendieron los muebles o los cambiaron por un cerdo, que lo escondían en la bañadera de la casa. Se puso de moda criar pollos en terrazas y azoteas. Muchos gatos fueron a parar a las ollas, en sustitución de los conejos.
Aparecieron enfermedades exóticas como polineuritus, neuritis óptica y beriberi. En las calles, más de uno cayó como mosca, por deficiencias en su locomoción. El transporte público desapareció y en su lugar surgieron carretones tirados por caballos, que todavía funcionan en pueblos del interior. Los tractores fueron sustituidos por yuntas de bueyes.
La bicicleta se convirtió en el vehículo oficial de la población. Los jerarcas, claro, continuaban moviéndose en coche. Se habló seriamente de la Opción Cero, un estado de sitio donde tropas del ejército repartirían comida por los barrios.
Lo que evitó que la gente empezara masivamente a morirse de hambre, y termináramos convirtiéndonos en la Corea del Norte del Caribe, fueron las medidas adoptadas por Fidel Castro. Alejadas de la filosofía socialista, de corte liberal y economía de mercado, se permitió tener pequeños negocios. Se legalizó la tenencia de divisas.
Dio resultado. Cientos de ciudadanos pudieron salir adelante y el gobierno guardó en sus arcas millones de dólares. Pero en 2009 surgió una crisis real que afectó a todo el planeta. Con la caída de los precios del petróleo, la situación interna y el despilfarro, Hugo Chávez, el nuevo aliado, sopló un mensaje a los Castro: me estoy quedando corto de plata. Los hermanos de Birán recogieron el guante. Y comenzaron a ofrecer el mismo discurso que durante décadas han vendido a los cubanos. Hay que ahorrar. Y abrirle un agujero al cinturón. Otro más.
Y así seguimos. En medio de un temporal. Sin paraguas. Con una economía que hace agua. Y unos socios extranjeros que miran con desconfianza al régimen, por lo absurdo de su legislación de inversiones y lo tramposo que suelen ser en sus tratos. Con miles de cubanos yéndose del país o tratando de irse, a cualquier parte, cansados del añejo gobierno y sin olvidar la cruda realidad del período especial, cuando en Cuba nos comimos los gatos.
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