Por Roberto Álvarez Quiñones.
José Martí dijo que los hombres se dividen en dos bandos: "los que aman y fundan, y los que odian y destruyen".
¿En qué bando estuvieron Marx, Lenin, Stalin, Mao, Fidel Castro, "Che" Guevara, Gadafi, el ayatolah Jomeini, Hugo Chávez, o Pol Pot?
¿En cuál pueden ubicarse Copérnico, Guttenberg, Galileo, James Watt, Thomas Edison, Newton, Einstein, Alexander Fleming, Colón, Cervantes, Mendéliev, Adam Smith, Bill Gates o Mark Zuckerberg?
Para clasificarlos correctamente tengamos presente que la historia ha mostrado que socialmente no hay nada más destructor e iconoclasta que una revolución social, no importa su signo político-ideológico (nacionalista, populista, comunista, fascista, teocrática, etc).
En su mensaje a la Conferencia Tricontinental de 1966, Ernesto "Che" Guevara hizo una elocuente definición del revolucionario social: "El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así…"
Y Marx en El Capital, tomo I, sentenció: "La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva". O sea, la violencia es la partera de la historia.
Sin embargo, todo marxista se percibe a sí mismo como un romántico revolucionario en pos de un modelo de sociedad superior, sin desigualdades sociales. Un comunista —porque eso es aunque no le guste esa palabrita y ahora se llame "antisistema" o "anticapitalista"— se presenta como promotor del paraíso en la Tierra descrito en el himno La Internacional.
Detengámonos en Raúl Castro. En la anterior Cumbre de las Américas en Panamá, en 2015, refiriéndose a su breve encuentro allí con el presidente Barack Obama, expresó: "Le dije que a mí la pasión se me sale por los poros cuando de la revolución se trata".
¿De qué revolución habló el general? ¿Es Castro II un revolucionario? ¿Lo era su hermano?
La palabra revolución en cualquier diccionario enciclopédico significa cambios estructurales profundos, socioeconómicos y políticos. Equivale a innovación, transformación de lo viejo en nuevo, tanto en lo social, como en lo científico, tecnológico, económico, o en cualquier otro aspecto de la vida.
En tanto, el vocablo reaccionario se define como todo lo contrario: "se aplica a la persona o a la ideología que defiende y se aferra a lo viejo, a lo ya establecido, y se opone a los cambios, las reformas y al progreso".
Y ahí está el detalle, los líderes de una revolución social son revolucionarios (para mal) únicamente durante el tiempo en que echan abajo un sistema político, social y económico, pero luego de atornillarse en el poder se oponen a cualquier cambio. Los últimos cambios fueron los que ellos mismos hicieron ad infinitum. Poseen la verdad absoluta –que según Marx no existe— y ya no hay más nada que cambiar.
Castro II lo dice constantemente, en Cuba todos los cambios necesarios se hicieron en 1959. O sea, la "revolución" es eterna e inmutable. Y si se hacen "reformas" se aplica la fórmula del gatopardismo: cambiarlo todo para que todo siga igual. El dictador insiste en que no se moverá "ni un milímetro". Cualquier intento de transformar lo establecido es "traición a la patria" y puede conducir al paredón.
Los otrora jefes revolucionarios devienen una nueva oligarquía, autista políticamente y reaccionaria, cruel, solo interesada en enriquecerse, vivir bien y perpetuarse en el poder. Las deliciosas vacaciones de Antonio Castro, hijo del dictador fallecido, en un enorme yate lujoso por el Mediterráneo, o las compras que hace Mariela Castro, hija del dictador vivo, en las tiendas famosas de París, Roma y Nueva York, con dinero del tesoro público, son solo dos ejemplos al azar.
Las revoluciones en general, sobre todo en el siglo XX y principios del XXI, se han caracterizado por controlar, restringir o suprimir las libertades ciudadanas. La mayoría de ellas han tenido un carácter retrógrado, pues de hecho se han basado en una restauración del viejo orden absolutista del Estado omnipresente, con disfraz revolucionario.
No viajan al futuro, sino al pasado. Al detenerse el progreso la sociedad se atrasa en todos los aspectos. La gente es más pobre. El individuo pierde su libre albedrío y se diluye en una masa humana inerte que sigue las "orientaciones" de sus iluminados líderes.
Las revoluciones verdaderas
Para evaluar una revolución basta preguntarse: ¿vive mejor un pueblo después de una revolución social?
Un análisis de las ocurridas en los últimos cinco siglos revela que, salvo los movimientos burgueses o liberales de los siglos XVI, XVII y XIX (y no todos), las revoluciones en su abrumadora mayoría han sido inútiles. Han dejado todo igual, o casi siempre peor que antes, pese a los ríos de sangre causados. Cuba en 1958 era uno de los países latinoamericanos con mayor ingreso per cápita. Hoy es uno de los más pobres.
Definitivamente no son revolucionarios los convulsos procesos sangrientos que lo viran todo patas arriba, sino los más civilizados, que dejan un saldo edificante y contribuyen al desarrollo de la civilización. Es lo que hace falta en Cuba.
Mejoraron la vida de los humanos el descubrimiento de la agricultura en la Edad de Piedra, la invención de la rueda, el fuego, la imprenta, el Renacimiento, la llegada de los europeos a América, la Ilustración, la Revolución Industrial (desde fines del siglo XVIII), la electricidad, el teléfono, el automóvil, el telégrafo, el ferrocarril, el avión, la radio, los antibióticos, la TV, los satélites artificiales. Y muy en particular internet y la actual revolución tecnológica.
En pleno siglo XXI ya no debe haber duda alguna de que son las revoluciones edificantes las que cuentan, y no las que destruyen y suprimen libertades.
El avance del libre mercado y los preceptos democráticos modernos, hasta desplazar al régimen feudal en Europa fue un proceso largo y difícil, de casi 300 años de intensas luchas políticas, religiosas y sociales. Algunas fueron sangrientas, como la Revolución Francesa (40.000 cabezas rodaron por el suelo), pero muchas de las que más aportaron al bienestar de los pueblos no fueron cruentas, o no mucho.
La Revolución Gloriosa de 1688 (muy pocos muertos) que restringió en Inglaterra los poderes del rey e instauró la democracia parlamentaria moderna, y la Revolución Industrial no fueron sangrientas.
Auténticas revoluciones liberaron a la gente progresista, innovadora, más preparada, así como a los cuentapropistas de la época (comerciantes, artesanos, burgueses, agricultores, inversionistas), y fundaron —parafraseando a Martí— el "sector privado", motor que erigió la modernidad.
Las revoluciones marxistas, como la castrista, dado su carácter estatista, controlador, centralizador y supresor de libertades, simplemente no son revolucionarias. Son todo lo contrario, la negación del progreso. Raúl Castro, como antes su hermano y toda la elite castrista, son visceralmente contrarrevolucionarios.
Los revolucionarios en Cuba son los opositores políticos que quieren realizar los cambios que necesita desesperadamente la nación, y los cuentapropistas, émulos de sus colegas de siglos pretéritos. Aquellos de entonces fueron el embrión del sistema capitalista moderno, que se abrió paso al compás de la consigna laissez faire (dejar hacer) de los fisiócratas franceses, y guiados por la "mano invisible" (del mercado) de Adam Smith.
Los hoy cuentapropistas constreñidos por el castrismo y mañana pujantes empresarios, reconstruirán a Cuba, devastada por la contrarrevolución más prolongada de la historia occidental. Solo necesitan su laissez faire.
Moraleja: los opositores políticos y los cuentapropistas son más revolucionarios que Marx, Guttenberg es más que Lenin, James Watt más que Fidel Castro, Einstein más que Mao, Thomas Edison más que Robespierre, Alexander Fleming más que Pancho Villa, Mark Zuckerberg más que Ho Chi Minh, y la NASA más que "Che" Guevara.
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