Lunes por la mañana en La Habana. Es 5 de agosto de 2019. Decenas de personas, disgustadas, se aglomeran en las paradas, esperando poder abordar un ómnibus en medio del cada vez más caótico transporte urbano. Otros, casi todos jubilados y amas de casa, rastrean en los sucios anaqueles del agro, en busca de viandas y frutas.
En el mercado de alimentos de La Época, una tienda recaudadora de divisas situada en Galiano y Neptuno, a pocas cuadras del epicentro donde hace 25 años se generó la protesta popular conocida como Maleconazo, una señora le pregunta al custodio si hay puré de tomate, muslos de pollo o paquetes de hamburguesas.
“No, hace rato no entra nada de eso”, responde el custodio. “Esto cada vez se pone peor. Cuando no falta el aceite, falta el puré de tomate. Con este calor africano, ves a la gente jodida en la calle, por todas partes buscando comida. Y los pinchos jamando bien y cayéndole a mentiras al pueblo por la televisión”, se queja la señora.
Veinticinco años después, las circunstancias que provocaron el Maleconazo persisten en la Cuba del presidente Miguel Díaz-Canel, designado a dedo por el dictador Raúl Castro.
Nieves, una joven con el pelo teñido de rubio, quiere irse a cualquier sitio. “Tengo un jevito en Málaga y otro en Santiago de Chile. Me quedo con el primero que me pague el pasaje”, comenta risueña, mientras vía wifi se conecta en el parque que marca el inicio del Bulevar de San Rafael, donde antaño existió la tienda El Encanto.
Por los alrededores, Richel sigue recogiendo la bolita, como hacía en 1994. “Entonces había una sola tirada. Ahora hay dos tandas”, aclara. Dos mulatas pasadas de peso venden pacotillas a los transeúntes (espejuelos plásticos, chancletas y pañuelos). Si alguien desea algo distinto, llaman por un móvil y enseguida aparece cemento cola, carne de res o un cigarro de marihuana. Todo por la izquierda.
Una de las mulatas recuerda que 25 años atrás, ella se ganaba la vida vendiendo aguacates frente el solar de La California, en la barriada de Colón. “Los vendía a un dólar, que en el 94 equivalía a 120 pesos. Con la que está cayendo, tú verás que ahorita el dólar se pone a cinco o diez chavitos cada uno”, vaticina.
Cuando usted quiere saber su opinión política o sus consideraciones sobre el nuevo gobierno de Díaz-Canel, las respuestas son similares: “Esto está de pi…, la cosa es al duro y sin guante. Esto no hay quien lo arregle, pero tampoco quien lo tumbe”. Por lo general son cubanos descreídos. No creen en la revolución y Fidel Castro es un nombre lejano, más simbólico que efectivo.
Veinticinco años después, en estos barrios marginales del corazón de La Habana, cuna del jineterismo, el mercado negro, el juego prohibido y la mayor protesta popular acontecida en Cuba, el 5 de agosto de 1994, sus habitantes siguen siendo pobres, comen lo que aparezca, venden cualquier cosa e igual se empinan un trago de alcohol boricado que uno de Havana Club con siete años de añejo.
Si usted camina por Galiano hasta San Lázaro, se encontrará dos de los principales escenarios del Maleconazo: el Hotel Deauville y la Avenida del Malecón. Si después recorre las callejuelas despedazadas del barrio de Colón, notará que la mayoría de las cuarterías y edificios están en peligro de derrumbe. Y si se detiene a conversar con algunos jóvenes, le dirán que su sueño es emigrar y que les da lo mismo si es al norte, al sur, al este o el oeste del planeta.
Las puertas de Estados Unidos se han cerrado para los cubanos, pero Deyli, quien se prostituye por 20 cuc, tiene planes de viajar con su novio a Serbia, un país del que solo sabe que queda en Europa y en invierno hace frío. Es incapaz de situarla en el mapa, pero le han dicho que cruzando una frontera tras otra puede llegar a España.
La Habana de agosto de 1994 no se diferencia mucho de La Habana de agosto 2019. El mismo calor. Apagones más breves. La comida sigue siendo un problema. La inflación es un poco menor, no así los deseos de emigrar de un porcentaje alto de habaneros. La mayoría siente que en su patria no tiene futuro. Igual que en 1994.
Aquella gente que una mañana de agosto gritó Libertad y Abajo Fidel, hoy se caracteriza por su indiferencia política. Normal en las sociedades totalitarias: las personas camuflan su oposición al gobierno con la apatía.
Cuando usted le pregunta si en La Habana se pudieran repetir actos vandálicos y protestas como las de 5 de agosto de 1994, el temor los inhibe. Contestan con evasivas y frases trilladas. Dicen que no quieren marcarse como opositores.
El mismo miedo que sentían los berlineses bajo el gobierno de Erick Honecker en la RDA, desapareció la noche del 9 de noviembre de 1989. Aunque Cuba tiene una Constitución e instituciones al estilo soviético, su policía política y las medidas proactivas que aplica son más cercanas a la STASI que al tiro en la nuca de la KGB.
Como en aquellas memorables jornadas del otoño de 1989, cuando los alemanes orientales, en sus ansias por emigrar a sociedades libres, con sus manos destruyeron el vergonzoso Muro de Berlín, un día cualquiera, los cubanos también derribarán el muro imaginario que les impide reclamar sus derechos y expresarse libremente.
Puede demorar. Pero llegará. Y el régimen lo sabe.
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