Por Iván García.
La añeja autocracia verde olivo hace agua por todas partes. Hay dos Cuba perfectamente reconocibles e incompatibles entre sí. La estrafalaria Cuba oficial, de noticias optimistas, planes que siempre se cumplen y una revolución eterna.
En esa Cuba de exhibición, una auténtica puesta en escena, los camaradas del partido comunista todavía cargan al hombro el féretro de Fidel Castro. Fallecido hace cuatro años y dos meses, el comandante dejó las finanzas en números rojos y una entelequia de instituciones que son un manicomio.
En esa Cuba de atrezzo, con edificios en ruinas, funcionarios cantinflescos y mentiras maquilladas, se hacen planes económicos para 2030 sin saber qué va a pasar en 2021. En esa Cuba ficticia, que pretende llevar comida a la mesa arando la tierra con yuntas de bueyes, ya la mayoría de los cubanos renunció a la utopía. Las redes sociales hierven. Las esquinas se calientan con críticas subidas de tono a un gobierno ineficiente que ni siquiera sabe administrar la indigencia.
Y está la Cuba real. La del ‘compañero revolucionario’ que roba cuanto puede en su puesto de trabajo. La de los cubanos que desayunan solo café. La del WhatsApp donde la gente cambia arroz por aspirinas. Donde se venden los dólares a 50 pesos y crece el sueño de emigrar a Miami, Madrid o Maputo. Esas dos Cubas tan distantes están obligadas a convivir. Aunque siempre se corre el peligro de que una intente devorar a la otra.
Cuando la dictadura se sintió segura, subsidiada por Moscú o Caracas, dejaba semiabierta la tapa de la olla de presión. A cambio de una fingida lealtad, permitía la prostitución femenina y masculina, el juego prohibido y el chabacano reguetón. Que se vendiera carne de res y camarones en el mercado negro. Y que los emprendedores privados experimentaran con un capitalismo barato.
Pero en tiempo de vacas flacas -la mayor parte de los últimos 62 años, pues las crisis económicas en Cuba son sistémicas-, el régimen se quita la careta y comienza a jugar al duro. Policías, boinas negras y perros amaestrados en las calles. Y la Seguridad del Estado trabajando a destajo para aniquilar al periodismo independiente y encarcelar a los activistas demócratas.
Comienzan los linchamientos públicos en los medios oficiales contra los que piensan diferente y las cárceles se llenan de ciudadanos acusados por ‘enriquecimiento ilícito’. Se despliega entonces la Cuba de plaza sitiada, que culpa al embargo estadounidense de todos los males. Y para implementar el orden se recurre a multas exhorbitantes y severas sanciones. Es lo que estamos viviendo en la Isla desde el otoño de 2019, cuando Miguel Díaz-Canel, presidente elegido por Raúl Castro, decretó ‘la situación coyuntural’, una versión actualizada del Período Especial.
El régimen cubano siempre quiso trascender. Ser un interlocutor válido de la geopolítica mundial. Exportó sediciones, preparó guerrilleros y terroristas en nombre del proletariado. Pero el modelo económico nunca pudo sostener las megalomanías de Fidel Castro. Los cheques en blanco girados desde el Kremlin o el Palacio de Miraflores le permitió a los gobernantes contar con un servicio secreto desmesurado y eficiente. Esa guardia pretoriana es el arma más eficaz con que cuenta el castrismo.
Las estructuras del poder están divididas. En un lado, militares reconvertidos en empresarios, con cuentas off shore en paraísos fiscales y estilos de vida de oligarcas rusos. En el otro, los funcionarios mediocres que dan la cara, hablan de socialismo, administran la pobreza y la tarea ordenamiento.
En ese capitalismo liberal mal aplicado, era imprescindible tirar abajo todo el disparate económico y comenzar de cero. Pero con una apertura económica, que incentive la productividad y con un marco jurídico que otorgue garantías a los inversionistas extranjeros y emprendedores privados cubanos.
Abrir la puerta de verdad. No con un calzo detrás. Pero el miedo a perder el poder, ha generado una falsa reforma con demasiados controles y trabas. Y una reforma monetaria desquiciante. Ante la presión popular el régimen improvisa. Es imposible que un país sin ofertar bienes ni servicios, con una infraestructura igual a la de Zimbawe, imponga precios al estilo de Qatar.
Está sucediendo lo previsto: la inflación creciendo, igual que el precio del dólar en el mercado subterráneo. Los salarios aumentaron entre dos y cuatro veces. Pero los precios subieron entre cinco y veinte veces. La lista no juega con el billete.
Díaz-Canel habla de precios abusivos, pero son las propias empresas estatales la que dieron el pistoletazo de arrancada a la especulación. En una pescadería de La Habana, se estaba ofertando la libra de castero a 172 pesos. No había cola para comprarlo. “Es un abuso. Los particulares venden el castero a cien pesos la libra. Es ridículo que el gobierno lo venda tan caro”, comentó una señora mientras observa la tablilla.
Según Dagoberto, custodio de un taller automotor, “en una tarima de un agromercado estatal estaban vendiendo la carne de puerco a 147 pesos la libra. Una locura. Los particulares la venden entre 80 y 90 pesos y los quieren meter presos. He llegado a pensar que dentro del gobierno hay infiltrados agentes de la CIA para acabar de hundir esta mierda”. Las señales que envían los dirigentes suele confundir a la población.
Osniel, dueño de una cafetería de comida criolla, no sabe a ciencia cierta cuál es la estrategia gubernamental. “En la prensa te dicen que cuentan con los particulares, pero no nos han otorgado créditos ni ayudas financieras durante la pandemia. Al contrario, nos machucan mediáticamente, acusándonos de enriquecimiento, actividad económica ilícita y acaparamiento. Ahora dicen que van a autorizar una amplia lista de empleos privados, pero en la concreta, las cosas no funcionan”.
Sara se dedica a importar mercancías y considera que el “gobierno ha lanzado una ofensiva silenciosa para eliminar a las ‘mulas’. Con la apertura de las tiendas en dólares nos han desplazado. Y con las últimas medidas aplicadas por la Aduana pretenden aniquilarnos”.
Para imponer el orden, en medio de un desabastecimiento generalizado y un enorme descontento social, el régimen recurre a multas y sanciones penales. En la primera etapa de la pandemia, de marzo a septiembre, solamente en La Habana se impusieron más de diez mil multas. Y alrededor de dos mil personas fueron sancionadas a un año de privación de libertad por el mal uso de la mascarilla o no guardar el distanciamiento social.
Con el rebrote del coronavirus, cuando el número de contagiados se multiplicó por ocho, las autoridades reanudan lo que mejor saben hacer: reprimir. A partir del viernes 5 de febrero comenzó aplicarse un toque de queda en todo el país desde las 9 de la noche hasta las 5 de la mañana.
A Eusebio, jubilado, le parece que esa medida es más para controlar el malestar de la ciudadanía que la pandemia. “De noche todo está cerrado, apenas hay gente en la calle. Es por el día cuando abundan las aglomeraciones, colas en los comercios y las guaguas repletas. El gobierno no ha encontrado soluciones para eliminar o aliviar las colas, principal foco de contagios. Optan por poner multas a diestra y siniestra e intimidar a las personas”.
Las multas tendrán una cuantía de 2,500 a 5 mil pesos para quienes en tiendas, mercados y centros gastronómicos omitan información; de 5 mil a 7 mil pesos para quienes no informen en tablillas, menús y pizarras los precios y gramajes de los productos ofertados; de 7 mil a 8 mil pesos para aquéllos que violen los precios y normas a despachar, y de 12 mil a 15 mil pesos a los directivos que no tomen medidas con los que violen lo establecido.
Algunas de esas multas equivalen entre cuatro y siete veces el salario mínimo. Este fin de semana, los inspectores estatales comenzaron a aplicar multas y decomisar mercancías a cuentapropistas. Solo en La Habana, el viernes 5 de febrero, Cubadebate reportaba la imposición de 657 multas.
Dos días después, el domingo 7, a un matrimonio que vendía ropa, artículos de aseo y de ferretería en una mesa en la Calzada de Diez de Octubre, le decomisaron todas las mercancías: “Nos quitaron productos que una persona había comprado en Panamá. No eran robados. Y además nos pusieron una multa de 8 mil pesos. Si siguen hostigando así a la gente, no va quedar otra que afilar un machete y coger pal’ el monte. Están jugando con fuego. Las ratas, cuando se sienten acorraladas, se reviran”.
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