Por Miguel Sales Figueroa.
La mayor amenaza actual a la libertad y los derechos civiles en las democracias occidentales es el crecimiento del Estado. La hinchazón del aparato estatal se traduce inevitablemente en más injerencia en la vida privada y una mengua de la autonomía personal. El Gobierno, brazo ejecutor de ese aparato, administra porciones cada vez mayores de nuestra vida y decide qué comemos y cómo nos vestimos, qué autores se publican y cuáles no, a qué médico podemos acudir y qué asignaturas estudian nuestros hijos, adónde podemos viajar y qué salarios debemos percibir por nuestro trabajo. Como suelen repetir alegremente los voceros del estatismo, el Estado somos todos.
Por un momento, a finales del siglo pasado, pareció que esta tendencia se atenuaba y que la sociedad civil recuperaba protagonismo. Pero iniciada ya la tercera década del siglo XXI es evidente que el Estado moderno –‘la ballena’ como lo bautizó George Orwell o ‘el ogro filantrópico’, como lo llamaba Octavio Paz- ha vuelto por sus fueros y que el pueblo soberano está dispuesto a renunciar a parcelas cada vez mayores de libertad y derechos en aras de los servicios y la seguridad -real o imaginaria- que el Estado le proporciona. Por supuesto, estas políticas exigen un volumen de impuestos casi confiscatorio y propician el despilfarro y la corrupción.
En España, donde vivo desde hace muchos años, los avances del estatismo son quizá más notorios que en otras sociedades democráticas. Porque aquí tanto los partidos del ala social-comunista como los de tendencia liberal-conservadora son estatistas. La diferencia no radica en el credo sino en las modalidades de su aplicación. La eclosión del populismo a partir de la crisis de 2008 no ha hecho más que acentuar el fenómeno.
Aquí lo más frecuente es que el Estado, en defensa de sus intereses corporativos, sirva a los partidos políticos que lo administran, al tiempo que trata de impedir que la sociedad civil se ocupe libremente de sus propios problemas. Los ejemplos más flagrantes de esta línea de conducta se encuentran en los sectores de la educación y la salud pública.
En el marco de los 37 países más desarrollados del mundo, que componen la OCDE, España ocupa siempre un puesto intermedio en cuanto al público gasto por alumno, pero invariablemente obtiene pobres resultados de esa inversión social y padece una de las tasas más altas de abandono escolar. Las universidades están lastradas por la endogamia y la mala gestión, y para completar el cuadro, cada cuatro años se aprueba una nueva ley general de educación que suele ser peor que la precedente. Al mismo tiempo, las autoridades ponen todo tipo de obstáculos a la enseñanza privada e imponen planes de estudios orientados a adoctrinar al alumnado en la ideología progre y estatista.
Con la salud pública ocurre tres cuartos de lo mismo. La inversión estatal es cuantiosa y la práctica privada subsiste en modo casi marginal. Pero los servicios de la Seguridad Social suelen ser lentos y mediocres, las consultas están saturadas y el gasto en medicamentos es astronómico. Hasta hace poco, la propaganda gubernamental repetía el mantra de que “el sistema de sanidad español es el mejor del mundo”. Y en eso llegó el COVID-19 y pronto el país destacó como uno de los líderes mundiales en contagios y muertos por cada mil habitantes. Eso, sin mencionar que la multiplicación de errores en la gestión de la pandemia ha generado una crisis económica de vastas proporciones.
Esas deficiencias y esos inconvenientes se ven compensados por el hecho de que ambos sectores emplean a un nutrido contingente de funcionarios, que conforman un importante caladero de votos para los partidos que les garantizan trabajo y seguridad. Es, como dicen aquí, “la pescadilla que se muerde la cola”. Hay mucho paro, porque la elevada fiscalidad dificulta la creación de empleo en el sector privado; buena parte de los tributos que el Estado recauda se utiliza para financiar cargos oficiales redundantes y pagar subsidios a los desempleados; pero el aumento del gasto público solo puede financiarse mediante una mayor presión impositiva, porque la otra opción -bajar los impuestos, reducir el presupuesto y reformar el aparato estatal- implicaría un riesgo electoral que nadie quiere asumir.
Si la mayoría de los partidos españoles -y en gran medida, también el resto de los europeos-, tanto a la derecha como a la izquierda del espectro político, son estatistas es porque casi todos se han adherido al “consenso progre”.
El progresismo retrógrado, que busca la hipertrofia del Estado y enarbola la bandera de la “justicia social”, ha hecho posible esta conjunción de intereses al combinar elementos de marxismo-leninismo con las reivindicaciones identitarias basadas en el “género” y la orientación sexual, el ecologismo anticapitalista y la barra libre a la inmigración ilegal. Esta mezcolanza, casi siempre de tono pseudorreligioso, se adereza con la utilización selectiva de las normas de derechos humanos aprobadas en la esfera internacional.
Por ejemplo, rara vez, en el contexto de la ideología de la “justicia social”, se mencionan determinados artículos de la Declaración Universal de Derechos Humanos, como el 17 (derecho a la propiedad privada), el 19 (libertad de expresión) o el 26 (derecho de los padres a escoger la educación de sus hijos). En cambio, se repiten hasta el hartazgo los “derechos de tercera generación”, que atañen sobre todo a las prerrogativas de índole económica, social y cultural y los mal llamados “derechos colectivos”.
El efecto simultáneo de estas corrientes está socavando la democracia y allanando el camino al creciente despotismo moderno. Todas operan en favor del crecimiento del Estado y amenazan la libertad y los derechos de la ciudadanía.
En un artículo próximo ilustraré con ejemplos recientes el modus operandi de estas tendencias en la sociedad actual y examinaré cómo el totalitarismo comunista -homófobo (UMAP), destructor del medio ambiente (Mar de Aral) y alérgico a la libertad de circulación (Muro de Berlín)- terminó por fundirse con la ideología identitaria y el ecologismo anticapitalista, y adoptó como estrategia el fomento de la emigración ilegal.
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