Por Inés Casal.
Agente de la Seguridad del Estado vigila a la periodista Luz Escobar.
Hemos terminado de comer y ayudo a recoger los platos de la mesa. Uno de mis hermanos, que ha estado disfrutando de una tarde familiar, se prepara para regresar a casa de nuestros padres. La sobremesa se extiende y mi hermana lo apremia: «No sigas demorándote, por favor. Ya sabes cómo está la calle».
Unas pocas horas después de la partida de mi hermano ya estoy acostada en un pequeño sofá en la sala-comedor del apartamento, pero no logro dormirme. Cada vez que cierro los ojos, veo terribles escenas en donde algún joven yace en un matorral, torturado y muerto. Sin apenas pensarlo, llego hasta la cama de mi hermana y le suplico que me deje dormir con ella.
La reacción inesperada de mi cuñado, que quiere regresarme en ese mismo momento a casa de mis padres, tal vez porque he interrumpido un momento íntimo entre ellos, me hace sentir mucha vergüenza. La sensatez y la comprensión de su esposa se imponen, y yo duermo esa noche acurrucada junto a ella.
De este incidente no se hablará en la familia, al menos en mi presencia. Pero yo seguiré recordándolo por mucho tiempo.
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Sobre todo a partir de la radicalización de la lucha en las ciudades y la llegada de los rebeldes a la Sierra Maestra, la dictadura de Fulgencio Batista -quien había tomado el poder mediante un golpe de Estado el 10 de marzo de 1952- arreció la persecución, las torturas y los asesinatos de jóvenes revolucionarios.
En varios lugares de la isla, y en particular en La Habana y en Santiago de Cuba, los buenos cubanos se rebelaban contra la tiranía y apoyaban a los rebeldes de la Sierra Maestra y a los combatientes del llano. Algunos jóvenes morían en las calles o en las estaciones de la policía, y las madres cubanas se manifestaban abiertamente contra esos crímenes.
Junto a los llamados «esbirros» de Batista, aparecía la figura detestable del «chivato», sujeto contratado por el gobierno para denunciar a posibles opositores. La gente los llamaba «33/33», porque ese era el salario mensual que recibían por sus delaciones: 33 pesos con 33 centavos.
El chivato actúa en las sombras, y trata de mantener una actividad normal en su vida cotidiana con el objetivo de no levantar sospechas. Casi siempre su actitud nace de la envidia y de una profunda insatisfacción personal, pero también, algunas veces, de la mera necesidad de dinero. Lo dijo José Martí: «Qué terrible enemigo para el logro [¿«el logro», así?] de la virtud es la desesperada necesidad de dinero».
La gente despreciaba a los «33/33» y se cuidaba en extremo de ellos. Los partes de la guerra librada en la Sierra Maestra se oían a escondidas a través de la emisora clandestina Radio Rebelde y se comentaban en susurros entre familiares y amigos. Muchos cubanos preferían tener un hijo ladrón que un hijo chivato.
El informante, espía, soplón ha existido en todas las épocas y países. Algunos son agentes oficiales del Estado o de otros organismos creados para vigilar y delatar. Generalmente, se les estimula y se les premia económicamente, aunque algunos no necesitan reconocimientos y se sienten satisfechos cuando la persona a la que delatan se quiebra y se hunde.
Este tipo de individuo siempre es detestado por la mayoría de los ciudadanos, en cualquier lugar del mundo y en cualquier circunstancia, pero algo ocurrió en Cuba después del triunfo de los rebeldes en 1959 que trastocó totalmente la percepción y opinión sobre este espécimen en nuestro país.
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En octubre de 1960 se crearon los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) y el chivato alcanzó otra connotación: era un revolucionario que tenía la responsabilidad histórica de descubrir a los enemigos de la Revolución. Pasó a ser el vecino que vigilaba al vecino, el colega que vigilaba al colega, el familiar que vigilaba al familiar. El «chivato revolucionario» debía saber en qué trabajaba su víctima, con quién se reunía, a quién le escribía, qué correspondencia recibía, qué comía, qué pensaba.
En el acto multitudinario del 28 de septiembre de 1960, y ante la exaltación de una masa homogénea y fanática, Fidel Castro expresó:
Vamos a implantar, frente a las campañas de agresiones del imperialismo, un sistema de vigilancia colectiva revolucionaria, que todo el mundo sepa quién vive en la manzana, qué hace el que vive en la manzana y qué relaciones tuvo con la tiranía; y a qué se dedica; con quién se junta; en qué actividades anda. Porque si creen que van a poder enfrentarse con el pueblo, ¡tremendo chasco se van a llevar!, porque les implantamos un comité de vigilancia revolucionaria en cada manzana…, para que el pueblo vigile, para que el pueblo observe, y para que vean que cuando la masa del pueblo se organiza, no hay imperialista, ni lacayo de los imperialistas, ni vendido a los imperialistas, ni instrumento de los imperialistas que pueda moverse.
El chivato pasó a ser un personaje aplaudido y recompensado por sus inestimables servicios a la causa revolucionaria y patriótica. Muchos le temían, pero no era detestado por todos. Sus acciones comenzaron a dividir poco a poco a las familias, a los vecinos, a los trabajadores, a los estudiantes, al país completo. Y proliferó el oportunismo, la envidia, la intransigencia y el odio. Y todo el mundo aprendió a desconfiar de todo el mundo.
Eliseo (Lichi) Alberto los describió con agudeza en su libro-testimonio Informe contra mí mismo:
El chisme adquirió metodología política. El correveidile (lo llamábamos «el trompeta»), una justificación histórica. El pueblo decía: «echar p’alante», «elevar el asunto», «levantar un papelón». Estoy convencido de que en muchos casos las autoridades ni siquiera daban curso a los memorandas [¿«memorandas»?) redactados por ciudadanos comunes y corrientes que no podían contar algo de interés estratégico: los forenses de la informática no iban a perder el tiempo con la autopsia de un fiambre. En mi opinión lo que verdaderamente importaba era contar con un archivo comprometedor, no una reseña sobre el posible acusado, sino un arma contra el seguro confidente.
Posiblemente la primera gran tarea que los CDR cumplieron a cabalidad fue la petición que hiciera Fidel Castro, en vísperas de la invasión por Playa Girón en 1961, de recoger a todo aquel que «oliera» a burgués o, simplemente, pudiera significar un oponente de la naciente Revolución cubana. Miles de ciudadanos, a lo largo y ancho de todo el país, fueron retenidos durante varios días en lugares acondicionados para ello, hasta que pasó el peligro de una posible victoria de los invasores. Habían pasado poco menos de seis meses desde la creación de esa organización, pero en todas las cuadras ya se tenían las listas de los «enemigos» de la Revolución.
A partir de ahí muchos cubanos han sucumbido ante las denuncias de algún delator; muchas veces basadas solo en la mentira, la envidia, el odio y la venganza personal. Pueden haberse salvado de la muerte o la cárcel, pero todos arrastraron y arrastran el ultraje de la calumnia y el recelo de familiares o amigos. Porque es eso precisamente de lo que se trata: marcar, etiquetar, manchar la reputación, y dividir, sobre todo, dividir.
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La historia siempre nos pone en situaciones inesperadas. Y nos enseña que la cobardía, junto con una supuesta lealtad ideológica, puede llegar a límites insospechados y arrastrarte, como un torbellino, hasta la locura o el suicidio.
Mi vida, tan transparente como un vidrio sin rayaduras, ha transcurrido entre aciertos y desaciertos, entre esperanzas y decepciones, entre logros y tropiezos, entre sacrificio y bienestar. Nada excepcional, según creo; es así como ocurre con casi cualquier existencia. «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar».
No me canso de repetir que, tanto en lo familiar, como en el plano de las amistades, he tenido más ilusiones que desengaños. Pero, como diría mi sabio padre, nunca dejas de aprender a lo largo de la vida.
A raíz de los sucesos en la sede del Movimiento San Isidro (MSI), en noviembre de 2020, un grupo de artistas y muchos otros ciudadanos se personaron en el Ministerio de Cultura para exigir un posicionamiento ante las arbitrariedades cometidas contra los integrantes de ese proyecto. De ahí surgió el 27N.
A continuación, una escalada de odio y calumnias se abrió paso, con la complicidad irresponsable de muchos, en todos los medios estatales (los únicos legales en Cuba), intentando denigrar a los jóvenes que cometieron el delito de tener decoro y hablar sin hipocresía. Entre ellos estaba mi hijo.
El objetivo, como siempre, fue dividir a los cubanos.
El rostro más visible de aquella campaña, Humberto López, graduado en Derecho por la sede universitaria de Los Arabos, Matanzas, devenido periodista de la Televisión Cubana, no mostró demasiada preocupación por presentar evidencias claras que demostraran sus acusaciones; lo único que importaba era enviar un mensaje inequívoco de que, en un solo instante, y como chasqueando los dedos, el Estado puede convertirte en un paria.
Percibir las miradas huidizas de algunos vecinos, presentir las dudas de algún que otro familiar, encontrarme casualmente con una amiga que reacciona con nerviosismo al verme, esperar en vano las llamadas de otras para, tan siquiera, preguntarme qué ha pasado, cómo me siento, cuál es mi versión de la historia contada por los medios oficiales; todo ello me ha convencido de la gran verdad que encierra esta frase del dramaturgo y poeta inglés William Shakespeare: «Aunque seas tan casto como el hielo y tan puro como la nieve no escaparás de la calumnia». Sobre todo, si detrás de ello hay todo un aparato estatal muy bien montado para sojuzgar a un país, y si muchos de los ciudadanos están tan enajenados que confunden lealtad a la Patria con fidelidad a un gobernante y defensa de la soberanía nacional con bienestar de la familia.
Por desgracia, ya no tengo nueve años y ya no existe esa hermana mayor a quien abrazarme para olvidar mis pesadillas.
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