Después de mucho reunirse y deliberar, el Olimpo burocrático habló: quien opte por ofrecer alimentos deberá declararlo oficialmente. Y pagar por ello 30 CUC más de fisco mensual. (Había nacido ya la era de los pesos convertibles: esos divertidos papelitos en colores).
Nadie en su sano juicio lo declaró. A la ya abusiva suma de 100 CUC mensuales por habitación, tuvieran o no clientes, tuvieran o no ingresos, nadie quería agregarle otra cifra más. En los interiores de sus viviendas, las persianas cerradas, con la cautela del delincuente, los cubanos emprendedores preparaban sus jugos de naranja, sus tortillas de queso, sus tostadas; cocinaban su chilindrón de carnero y sus tostones.
Medida, contramedida, y respuesta: poco tiempo transcurrió hasta el nuevo decreto: ofrecieran o no alimentos, todos los propietarios de casas de alquiler abonarían cada mes 130 CUC por habitación al Estado. Y asunto resuelto.
Así transcurrieron algunos años. Quienes amueblaron y acondicionaron dos habitaciones sabían que llegar a 260 CUC sólo para sostener su patente, era obra de fe y caridad muchas veces. En meses de bonanza, sobre todo durante los fines de año en que turistas de medio mundo se refugian de la nieve en una Isla tropical, las ganancias permitían pagar aquella suma y disfrutar de algunos ingresos. Y sobre todo: guardar plata para los meses venideros en que ni un solo charlie tocaría a la puerta.
Sin embargo, nuevamente el mapa del país se movió. El júbilo ingenuo de algunos sirvió de música para festejar la decisión: el General Presidente, con el sartén ahora por el mango, descubría que el país no aguantaba más -con la misma clarividencia con que un año antes había descubierto el marabú enseñoreado en los campos cubanos-, y había que reformar la economía nacional.
Reuniones y debates, propuestas y negativas, artículos de diario Granma y entretenidos shows de Mesa Redonda, discursos, alegatos, informes y apuntes: con la parsimonia de las grandes decisiones un buen día se les informó a los expectantes cubanos, que la economía por fin se sacudiría el moho. Que por fin las actividades privadas no serían mal miradas, prohibidas, o toleradas a regañadientes.
La reactivación económica -¡Cuba y sus eternos eufemismos!- había echado a andar.
Recuerdo un sospechoso primer incidente que escuché por puro azar: a mi lado, un barbero de campo le comentaba a su interlocutor que en breve entregaría la patente de su “negocio”. Cortar el cabello en la remota comunidad de Mabay -donde una tarja deslucida recuerda que allí se construyó el primer soviet de América- se había vuelto inviable si para ello debía pagar impuestos de 200 pesos al mes.
Ante mí aparecía una primera víctima del primer experimento: la reactivación económica, que pondría las barberías estatales en manos particulares, acababa de subirle astronómicamente la patente a un fígaro que, a lo sumo, podía cobrar dos o tres pesos por cada corte.
Y como una avalancha incontenible, donde sufren cocheros de huelgas efímeras, donde pierden su tácito empleo obreros agotados, el Estado cubano implementaba su reactivación económica con esfuerzos notables: subía todos los impuestos a todas las actividades económicas con que los cubanos mal subsistían. Y colmo de colmos: implantaba fiscos para actividades que siempre se ejercieron, sin pagar tributos por ello.
Ni los desmochadores de palma, ni los amoladores de tijera, ni los cortadores de hierba quedarían fuera de la jubilosa reactivación.
Por eso mi madre, con el dolor de quien clausura algo parecido a una tradición; con la vaga nostalgia por los tiempos en que un miembro de la familia que ya no está más fundó su pequeño pero próspero negocio, acaba de entregar la autorización que le permitía rentarle dos habitaciones, a puro pulmón, a clientes habituales tras una década en activo.
Cuando la inclemente, ignominiosa cifra de 200 pesos convertibles por cada habitación llegó hasta los oídos de los trasquilados arrendadores, pensaron sería una broma de pésimo gusto. Después comprendieron.
Los tanques pensantes no asumían que había llegado el momento de aliviar las penurias y carencias a sus ciudadanos. Las medidas oficiales para incentivar la inversión, eran el truculento mecanismo que implementaba un Estado abusador para saquear con mayor eficacia los bolsillos de sus escuálidos siervos.
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