La Habana es una especie de ciudad prohibida para las personas de la Cuba profunda. Por el Decreto 217, vigente desde el 22 de abril de 1997, residir en la capital del país es una trama complicada de gestiones burocráticas y horas de colas en oficinas de la administración central. Tienes que cumplir una gran cantidad de requisitos para que aprueben radicarte en la ciudad. Es un lío.
A no ser que seas un guantanamero, camagüeyano o santiaguero y ejerzas alguna función en una empresa estatal o dentro del Partido Comunista. Entonces se te abren las puertas de La Habana. Y los generosos recursos del Estado o del Partido te aseguran un inmueble de su vasta red de viviendas destinadas a esas situaciones.
En caso de que la visita a la capital sea fugaz, te alojan en un hotel tres estrellas, con barra abierta para comer y beber en tus ratos de ocio. Sin gastar un centavo de tu bolsillo.
Empresas que manejan divisas, como el turismo, aviación civil o telecomunicaciones, poseen casas a su disposición para albergar a especialistas, ingenieros o cuadros administrativos de otras provincias. O habitaciones en hoteles de calidad que deben pagar en moneda dura. Es la única manera legal de radicarse en La Habana con la venia de sus autoridades.
La otra es pasar unos días con familiares residentes en la capital, visitar el Zoológico de la avenida 26, tirarse fotos frente al Capitolio y recorrer el Barrio Chino o las playas del Este. Y sacar el boleto de vuelta al terruño.
De lo contrario, se te abre un expediente como ilegal. En pos de frenar el creciente éxodo de cubanos del interior del país, desesperados por la aguda situación económica y falta de futuro, desde hace catorce años existen controles y regulaciones que impiden radicarse en La Habana a los nacidos fuera de su territorio.
Son extranjeros en su propia patria. Con el Decreto 217, las instituciones del Estado pretendían darle una solución a la superpoblación de una ciudad que ya supera los dos millones y medio de habitantes, con una infraestructura del cuarto mundo y un déficit bestial de viviendas, agua y transporte público.
Se daba la paradoja que mientras intentaban detener la despavorida ola, sobre todo de jóvenes de las regiones orientales, que huían de sus poblados para tratar de vivir mejor, construían barracas con techos a dos aguas de fibrocemento, donde albergaban a constructores y candidatos a policía.
Y es que los habaneros no quieren ser policías. Ni laborar en el duro oficio de la construcción, mal pagado y con pésimas condiciones de trabajo. Por ello al gobierno no le quedó más remedio que contratar mano de obra en las provincias orientales por un período de dos a cinco años.
Pero los provincianos se las agencian para desprenderse del arique y la tierra y recalar en La Habana. Varios son los motivos. El principal, que a pesar de la crisis económica severa que afecta a Cuba hace 22 años, es en la capital donde corre el dinero y los productos y servicios se venden más caros.
También es un buen lugar para que las muchachas tomen el tren desde Bayamo o Manatí y se prostituyan en calles y bares de la ciudad. Abunda la clientela nacional y los turistas a la caza de carne fresca que paga el sexo a buen precio.
Por cierto, la jineteras del oriente de la isla son mal vistas por sus similares habaneras. Las prostitutas nacidas en la urbe, consideran que las orientales o 'palestinas', como les dicen, han devaluado la añeja profesión, por las bajas tarifas que cobran. Y las odian.
Los orientales que de manera clandestina llegan a La Habana hacen de todo. Desde pedalear durante 12 horas un bicitaxi, recoger desechos de aluminio o cartón, vender pacotilla textil, discos piratas, detergentes y aromatizantes en la calle Monte.
Quienes vienen a trabajar duro son dignos de admiración y respeto. Otros, malandrines violentos, quieren hacer dinero por la vía rápida. Y se convierten en expendedores de marihuana criolla. O proxenetas que se apean en la terminal de ferrocarriles con un harén de jineteras, azoradas con las luces, y las ponen a trabajar a destajo en ruinosas habitaciones, follando por 5 dólares la media hora.
Desde El Cobre o Manzanillo también hacen sus maletas gays y lesbianas, de pueblos donde no son bien vistos y se mantienen en el armario. Ya en la capital, enseguida se adaptan a la vida nocturna y disipada. Con tacones altos, travestidos, asisten a fiestas de gays o de 'tuercas'(lesbianas), sin la mirada reprobatoria de familiares y amigos.
Suele ocurrir que en ocasiones los policías son paisanos de la misma provincia, pero esto no los conmueve. Los cazan y los montan de vuelta en el tren de la madrugada. En balde. Porque los clandestinos, al margen de su inclinación sexual, se las ingenian para burlar el cerco policial y los controles. Y regresan a La Habana. Es un asunto de supervivencia.
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