sábado, 4 de junio de 2011

Estímulos inversionistas … a la cubana.

Mi madre acaba de cerrar el negocio que durante la última década dio de comer a gran parte de mi familia en Cuba. La causa: el nuevo plan de recuperación económica del país.

Hace poco más diez años, alguien de mi sangre con una inmensa visión empresarial se convirtió en pionero de un negocio particular: la renta para extranjeros. Comenzaba el año 2000, y en la minúscula ciudad provincial donde residíamos, apenas un par de temerarios le acompañaron en la novedosa empresa de destinar parte de su vivienda para alojar turistas.

Nacía por aquellos tiempos, gateante, enmohecido por las dudas, el que sería luego el negocio privado más “ambicioso” de la Cuba socialista: el arrendamiento en divisas.

Tímidas reformas primero, inversiones notables después, un número cada vez más creciente de hogares cubanos se mutiló metros cuadrados, sus miembros encogiéndose dentro como contorsionistas, y reservaron una o dos de sus habitaciones para que señores con mejillas rosa pasaran sus noches en ellas.

En los inicios, el Estado se mostró cauteloso. Permitió la actividad económica a regañadientes, como se acepta lo inevitable: como se aceptó la circulación del dólar para vetarlo después. Pero la permitió.

¿Por altruismo benefactor, por deseo de elevar el nivel de vida de sus ciudadanos? Ni tanto.

Si hicieron la vista gorda primero, si legalizaron la actividad posteriormente, fue por razones de una lógica primaria: demolida la industria azucarera y erigido el turismo como salvador de la economía cubana, ¿dónde hospedar el número creciente de curiosos que se asomaban a la Isla, a husmear en la reliquia jurásica de un Estado bolchevique en pleno siglo XXI? ¿En qué hoteles, con qué infraestructura?

La inventiva salvadora de los hambrientos fue la solución: si quieren arrendar sus hogares, está bien, que lo hagan. Que ganen unos pocos pesos en moneda fuerte. Que duerman con menos espacio. Y que entreguen una gran tajada del oro después.

La suma inicial de los impuestos mensuales pareció desproporcionada a los arrendadores: 100 dólares por cada habitación activa. Desconocían aún que ese número crecería con el tiempo mucho, mucho más.

Porque los siempre bien informados inspectores dela Vivienda –el organismo rector de la actividad-, encargados de velar hasta el martirio porque unas reglas de hierro se cumplieran en aquellos hogares-negocios, se enteraron de algo inesperado: los dueños de las casas preparaban desayunos, cocinaban cenas criollas a sus huéspedes y se embolsaban apenas cinco, siete, diez dólares más de los consabidos.
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