Por Emilio Ichikawa.
Lleva casi 53 años en el poder y las valoraciones sobre su significación, en la medida que envejece y se “extingue” (no muere, no desaparece, no fracasa…), se tornan más piadosas. Las críticas se desvían de él y apuntan a otros protagonistas de su legado. No creo, por ejemplo, que en la última quincena Fidel Castro haya sido más objetado por los medios que su sobrina Mariela Castro. Algunos de sus tradicionales enemigos empiezan a reconocer, bajo pretexto de objetividad, atributos que antes le negaron: (al menos) valentía, astucia o cabal conocimiento de la naturaleza del pueblo que ha gobernado. Para regular o para mal.
Sus simpatizantes apuntan directo al trato como algo de lo sagrado (para rentar un título del poeta Omar Pérez). El diario Granma publica diariamente frases de sus antiguos discursos para, con poco disimulo, sugerir posicionamientos de actualidad. Se dan debates prácticos apelando a su letra y algunas tácticas políticas se amoldan a sus dichos. Apelan a su verbo los burócratas, los heterodoxos del partido, los humoristas para entrar en referencia nacional y global; y también lo refiere el exilio y la oposición interna, aunque solo sea para descubrirle contradicciones, que son la cáscara exacta y mutante de su lógica.
Pero lo cierto es que Fidel Castro no debió durar tanto en el poder. Si lo ha hecho, se debe a una muy rara circunstancia; y no solo me refiero a un azar en el marco de lo cubano sino a algo de naturaleza profesional, gremial. Generalmente los tiranos se descartan en la duración debido a desbalances de dos tipos. Unos porque su celo cotidiano por el poder les hace perder perspectiva; de modo que fallan en la mirada de largo metraje y pierden la imaginación política. Y cae finalmente también ese otro tipo de tirano lleno de proyectos e ideales perspectivos, cuya altura le hace vulnerable a una conspiración, una emboscada, un golpe de estado o un asesinato.
En el caso de Fidel Castro, sale de lo normal que coincidan en él el estratega y el matrero, el político idealista y tránsfuga, el orador y el delincuente, el utopista y el guerrillero. El artista Alen Lauzán ha insistido mucho en la imagen del jovencito Fidel Castro chupando chambelona o pirulí en su colegio. La viva estampa del vagabundo, es decir, del hombre de acción, del revolucionario, pero que a la vez se debate en un acuerdo o ruptura con Dios.
Los reproches de la ultraizquierda anarquista a un Fidel Castro que lleva más de medio siglo en el poder, o jodiendo tras el poder, son fútiles. Es decir, son válidos en teoría y método, pero no en hecho; porque Fidel Castro es el insurgente, el revisionista de su propio mando. Una condición políticamente insólita, como para que no se repita más, al menos por un buen tiempo.
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