Por Raúl Rivero.
Ahora, cuando la oposición pacífica es una presencia tangible, viva, con temperatura, y en el forcejeo de la extensión bajo violentas acciones represivas de San Antonio a Maisí, aparece con frecuencia -tanto dentro del país como en el exilio- la figura de un hombre alto y callado que desde la mínima y desvencijada sala de su casa habanera tuvo esta realidad como una ilusión. Y como una certidumbre. Se llamaba Gustavo Arcos Bergnes.
En los vapores de este verano, mientras la policía acosaba, golpeaba y arrestaba a las Damas de Blanco, a las mujeres de apoyo, a decenas de opositores en La Habana, Santa Clara, Camagüey, Oriente, una amiga, compañera de muchos años de Arcos Bergnes, me dijo por teléfono desde de Cuba: "Con todo este ajetreo y estas batallas hemos pasado por debajo de la mesa el quinto aniversario de la muerte de Gustavo. O, a lo mejor, esos brotes de rebeldía son el homenaje que quiere recibir allá donde está".
En efecto, Arcos, fundador del Comité Cubano Pro Derechos Humanos junto a otros disidentes, había nacido en Caibarién en diciembre de 1926 y murió en La Habana el 8 de agosto de 2006.
Era un hombre que venía de la lucha, de la cárcel, un señor a salvo de las seducciones del poder, un cubano de la calle que quería vivir en un país con democracia. No tenía ínfulas de profeta, ni se creía infalible. Era un disciplinado lector de historia y un conversador demorado que se negaba a dar lecciones. Prefería reflexionar y escuchar. Tenía coraje para soportar, con la misma entereza (y una estudiada indiferencia) los mítines de repudio que le organizaba el gobierno y los ataque verbales de diversos orígenes.
No era un santurrón, ni un soñador sin base. Quería la unidad en el respeto, pero no la unanimidad y utilizaba un vocabulario escogido para rechazar a quienes consideraba fuera de las fronteras de su ámbito de combate frente al comunismo.
Iban muchos opositores de todas las edades de todas las tendencias a verlo y a conversar con él, pero no recibía a nadie en las pantuflas de un experto. Se visitaba a alguien querido que ni siquiera era un viejo aunque hubiera vivido muchos años.
Yo creo que mucha gente iba a buscar fuerza, confianza, valor para encontrar puntos de contactos en la amplitud y las complejidades del pensamiento. A verlo en su entereza y en su austeridad, a escucharlo decir lo que pensaba no como un viejo maestro encapotado sino como un amigo que canta las cuarenta.
Parece natural una evocación de Gustavo Arcos Bergnes en esta hora de efervescencia y renovación de la oposición y que se le reanime en el recuerdo junto a los iniciadores de esa corriente contestataria que desde los años ochenta sostiene la esperanza de un cambio y manda señales cada día más rotundas desde las bases de la sociedad.
Unos días después de la muerte de Arcos, el periodista Adolfo Rivero Caro (fallecido recientemente en el exilio) escribió una nota en la que recordaba que durante su última conversación telefónica Gustavo le confesó que estaba muy orgulloso de lo que habían hecho. "Cómo ha cambiado el movimiento", dijo, "ya no somos unos pocos. Ahora estamos en todo el país".
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