Por Iván García.
Los autócratas son clones de una misma camada. A ellos no lo separan las ideologías, los une la ambición enfermiza por el poder. Todos y cada unos de los dictadores modernos se consideran iluminados. Tipos imprescindibles en el mapa nacional. Padres de la Patria. Insustituibles. Narcisistas a más no poder. Egos sobrados. La nación es su finca privada.
Surgen en períodos de mal gobierno, crisis económicas, guerras descolonizadoras o desestabilización política. Suelen tener una fórmula infalible debajo del brazo para catapultar el país hacia delante. Cuando se encuentran en estado embrionarios son muy populares. Los seres humanos necesitan íconos. Héroes. Líderes de mano dura.
Entonces los déspotas entran por la puerta de atrás. En este siglo 21, de internet, redes sociales y digitalización, ya quedan pocos. Se pueden contar con los dedos de las manos. En Guinea Ecuatorial un señor impresentable llamado Teodoro Obiang reúne todos los ingredientes de un dictador.
Las monarquías del Medio Oriente o Marruecos son otra variante de dictaduras. Dinásticas, naturales. Por sangre, el trono le pertenece a una familia. Y nada, o poco, se puede hacer contra eso. Ya en el siglo 18 en media Europa existían monarquías, pero después de la Revolución Francesa, surgieron formas republicanas y los reyes y príncipes quedaron como meros objetos decorativos. Dedicados a hacer obras de caridad o crear fundaciones. Por cierto en una de ellas, el yerno del Rey Juan Carlos, Iñaki Urdangarín, está envuelto en un escándalo de corrupción. De choriceo, digo yo.
Hay personas que intelectualmente se consideran superiores para conducir los destinos de una nación. Quizás sea un gen por descubrir.
El tipo con maneras de dictador se conoce a la legua. No le gusta apartarse del poder. Ni a trancas. Se inventan leyes, como Hugo Chávez o Daniel Ortega, para reelegirse indefinidamente. El atolondrado de Barina llegó al ejecutivo por los votos. Esos mismos votos pondrían ponerlo de vuelta a casa.
Fidel Castro y Kim Il Sung llegaron al trono por las balas. Castro derrocando al gobierno ilegal y tiránico de Fulgencio Batista. Sung fue aupado por Moscú. Lo prepararon militarmente en la antigua URSS. Una época dorada para Stalin después de la II Guerra Mundial donde el mapa comenzó a cambiar de colores y el Ejército Rojo impuso el socialismo marxista con la fuerza de sus tanques T-34.
Siempre me ha intrigado si estos dos autócratas tercermundistas tenían entre sus propósitos perpetuarse en el poder. Quizás los movía, por un tiempo, ideales justos y construir un modo de vida digno para sus ciudadanos. Pero apostaron por el caballo equivocado.
El comunismo de Marx ha sido ineficiente en cualquier sitio del planeta donde se ha instaurado. Da igual que el país tenga riquezas o no. A los pocos años, la economía y la nación andan a la deriva. Es, no lo duden, un sistema antinatural. Que va contra el alma humana. Una astracanada.
Un autócrata nunca reconoce que se ha equivocado. Justo ahí es donde sus casos patológicos debiesen formar parte de los estudios médicos. Castro, por ejemplo, no se equivoca. Se equivocan los otros.
Kim Il Sung era el único Dios autorizado en Corea del Norte. Convirtió esa nación en una secta. Su ego fue tan desbordado que se inventó una nueva filosofía, la Suche.
Sí, porque algunos dictadores quieren pasar a la historia como pensadores y hombres virtuosos. Gadafi, el chacal de Trípoli, entre cocaína y abusos sexuales a jóvenes, parió un panfleto llamado El Libro Verde.
A Fidel Castro no le ha dado por esbozar una nueva filosofía social. Pero mete la cuchareta en todos los campos. Es el que más sabe de vacas, cañas, plátanos, presas, ciclones… Y también de béisbol: la preparación del equipo cubano para jugar contra los Orioles de Baltimore, en 1999, la diseñó el comandante. Era maestro de todo y alumno de nada.
Kim Il Sung idiotizó a los infelices coreanos con un culto a la personalidad más potente que un narcótico. Estatuas por doquier y los calzó y vistió de grises con un sello del líder en la solapa. Después de estos autócratas necesariamente no viene un cambio.
En Corea del Norte llegó Kim Jong Il, el hijo de Sung. Otro loco de atar. Según los medios norcoreanos, en dos años escribió 6 óperas y leyó 180 mil libros. Solía hacer 11 hoyos de golf en un solo drive. Sus escritos eran divulgados diariamente por la radio estatal. Se comenta que era tal su pasión por el cine, que bajo llave guardaba 20 mil películas, y una tarde, quizás pasado de copas, mandó a secuestrar a una pareja de directores de Corea del Sur para que le realizaran un filme personal.
Le gustaba comer langosta con palillos de plata mientras su pueblo se moría de hambre y como moscas caían en las calles de Pyongyang. Un canalla de colección.
Ordenó secuestrar ciudadanos japoneses. Derribó aviones en pleno vuelo. Y para demostrar que era un tipo duro, cuando llegó al trono en 1993 mandó a ejecutar un acto terrorista en Rangún que costó la vida a 17 sudcoreanos.
No contento con sus diabluras, fabricó media docena de bombas nucleares. Ha convertido a Corea del Norte en un estado gamberro. Después de su muerte, el 17 de diciembre, han designado a dedo a su hijo favorito Kim Jong Un para que continúe la dinastía comunista. Del hijo poco sabe: 28 años, gordo, y fan de la NBA.
El paralelismo entre los Castro y los Kim es notable a la hora de trasmitir el poder a su familia. En Cuba, ahora mismo, el General Raúl Castro (otra manía de los autócratas es ponerse muchas estrellas en la charretera), hace de bombero e intenta reparar los daños en la economía.
Pero Castro II, 80 años, es tan viejo como su hermano, 85. En la isla, la edad promedio de vida para los hombres es 76 años. Ambos están pasados. La pregunta por estos lares es si después que los dos mueran, a sus vástagos y parientes por dedazo les tocará la silla presidencial.
Habrá que esperar. Mientras, Cuba fue de los pocos países que decretó tres días de duelo nacional por la muerte ‘del camarada Kim Jong Il’. Los autócratas forman parte de un club. Ellos juegan en otra liga.
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