Por Alejandro Armengol.
Desde hace décadas en Cuba persiste una situación esquizofrénica: el Estado te vende pero no te paga lo suficiente para comprar. Lo curioso es que, con esta actitud parásita al extremo, el régimen logre mantener un control absoluto y sustente una retórica nacionalista.
No hay esperanza alguna de que la discrepancia entre precios y salarios vaya a disminuir, sino todo lo contrario. Limitarse a ver el asunto como el resultado de la existencia de una dualidad monetaria es interpretar una consecuencia del problema como la esencia del mismo.
La dualidad monetaria en Cuba es una “contrariedad” que el gobierno de la Isla admite, pero cuya solución dilata.
Este enfoque no solo parece estar cada vez más alejado de cualquier posibilidad de éxito, sino que en la práctica no cumple la función de plan de largo alcance, destinado a lograr un objetivo, aunque sí un fin más inmediato: dilatar el asunto y trasladarlo a una especie de limbo que intenta ocultar la falta de capacidad o de disposición para hallar una solución.
Una estrategia destinada al fracaso económico que es en realidad una táctica política, la cual hasta ahora ha logrado su meta: considerar transitorio un callejón sin salida.
Se repite así la paradoja del modelo cubano, donde la falta de eficiencia productiva actúa muchas veces como carta de triunfo político.
La brecha entre salarios y precios constituye una situación anómala con consecuencias que van desde el aumento de la corrupción y el robo hasta la amenaza potencial de disturbios y caos.
Lo peor en este caso es que el principal empleador del país, el gobierno que controla un Estado totalitario, no enfrenta el problema con decisión y premura. Se limita a mirar hacia el exterior para los ingresos imprescindible para su subsistencia —remesas, turismo, servicios médicos y de profesionales en el exterior y exportaciones muy específicas, como la industria farmacéutica y algunos minerales— mientras se desentiende cada vez más de la subsistencia de sus ciudadanos.
Hay una diferencia cada vez mayor entre la Cuba del ciudadano de a pie y la Cuba de permanencia, estabilidad y desarrollo: la visión que a los ojos del mundo intenta ofrecer el gobierno cubano. De su ensanchamiento o disminución depende el fracaso o el triunfo de Raúl Castro.
Es un error confundir ese fracaso o triunfo con la caída del régimen. No es la búsqueda de mayor democracia lo que está en juego en La Habana, sino el intento de encaminar al país en una estructura económica más eficiente, dentro de un sistema totalitario, con un gobierno que funcione a esos fines.
Ahora el mando en Cuba se arrastra entre la necesidad de que se multipliquen supermercados, viviendas y empleos, y el miedo a que todo esto sea imposible de alcanzar sin una sacudida que ponga en peligro o disminuya notablemente el alcance de los centros de poder tradicionales.
Hasta el momento las respuestas en favor de transformaciones han sido descorazonadoras. El avance económico y las posibilidades de empleo sustituidas en buena medida por la promesa de la vuelta al timbiriche.
El peligro del caos rodeando la indecisión entre la permanencia y el cambio.
Cuba ha logrado con éxito vender su estabilidad, por encima de cualquier esperanza de mayor libertad para sus ciudadanos.
Las apariencias de estabilidad, sin embargo, no deben hacer olvidar al gobierno cubano que, en casi todas las naciones que han enfrentado una situación similar, lo que ha resultado determinante a la hora de definir el destino de un supuesto modelo socialista es la capacidad para lograr que se multipliquen no mil escuelas de pensamiento sino centenares de supermercados y tiendas.
De esta manera, hay dos opciones que no necesariamente toman en consideración el ideal democrático.
Una es el mantenimiento de un poder férreo y obsoleto, que sobrevive por la capacidad de maniobrar frente a las coyunturas internacionales y que en buena medida se sustenta en la represión y el aniquilamiento de la voluntad individual. Otra es el desarrollo de una sociedad que avanza en lo económico y en la satisfacción de las necesidades materiales de la población —sobre la base de una discriminación económica y social creciente—, pero que a la vez conserva el monopolio político clásico del totalitarismo.
Esta última disyuntiva, que abre un camino paralelo a las esperanzas de adopción de cualquiera de las alternativas democráticas existentes en Occidente, no es ajena a la realidad cubana.
Se asiste entonces al desarrollo cada vez mayor de una especie de engendro económico, en que el “carácter socialista” viene determinado por el monopolio en el comercio de ventas al por mayor —y en buena medida también minoristas—, mientras se desentiende del incremento, o incluso el mantenimiento, de la creación de empleos bien remunerados.
El fin del subsidio soviético y el inicio del llamado “período especial” —que aún no ha concluido— trajo como consecuencia que se dispararan las desigualdades en la Isla. No es que éstas no existieran con anterioridad, pero se mantenían en parcelas que delimitaban privilegios: el grupo dirigente en primer lugar; un sector dedicado al trabajo privado de forma parcial o completa —que crecía y disminuía según los años— y en última fila quienes formaban el grueso de la fuerza laboral; empleados estatales, desde profesionales hasta auxiliares de limpieza.
Al comenzar a quebrarse esta parcialización surgieron dos fenómenos hasta entonces desconocidos en la Isla: la posibilidad de vivir —y de vivir bien— gracias a recibir remesas del exterior y la oportunidad de obtener ingresos —en cifras que el gobierno no es capaz de pagar— debido a la posesión de determinadas habilidades, capacidades, bienes o medios.
El primer grupo de beneficiados fue constituido principalmente por aquellos con familiares residiendo en el extranjero, mientras que el segundo lo formaron desde artistas hasta cocineros y dueños de las ahora famosas “paladares”. Tras la llegada de Raúl Castro al mando de los asuntos cotidianos, las posibilidades de crecimiento de ambos grupos se ampliaron.
Sin embargo, el papel del gobierno se ha limitado a permitir y no a desarrollar. De hecho, en este terreno la queja primordial es que no avance más rápido esa permisividad a cuentagotas, que ha hecho que los cubanos puedan tener una computadora, un teléfono celular o móvil y viajar al extranjero. Y a la vez ha dejado en manos privadas el conseguir el dinero necesario, tanto para comprar el equipo como el pasaje.
Es decir, que al tiempo que se han democratizado las diferencias (hoy la desigualdad no se siente en el viaje del dirigente a los países socialistas sino en el dinero que tiene el vecino para comprar un televisor de pantalla gigante), la adquisición de los bienes de consumo han pasado de métodos políticos y sociales a formas individuales (ya el centro de trabajo y el colectivo laboral no otorgan la autorización para comprar el televisor, sino se adquiere gracias al dinero que se recibe del extranjero o que se gana de forma privada).
Hasta ahora el régimen ha controlado al máximo la contradicción de estar financiado, en buena medida, por su aparente enemigo natural: el exilio. Ahora busca dar un paso más, y sumar el capital estadounidense —sino en forma de subsidio, sí de ganancia— a ese esfuerzo de permanencia.
De esta forma se han introducido elementos en la economía cubana ?cuentapropismo, compra y venta de casas y automóviles? donde el dinero proveniente de Miami desempeña un papel fundamental.
Dinero de Miami, hay que enfatizarlo. Otras ciudades, otros ámbitos, vendrían a cumplir el objetivo de trascender esta dependencia. Es lo que se ha iniciado a partir del 17 de diciembre del pasado año, cuando vuelos a Cuba desde otras ciudades estadounidense se han ido sumando a la ruta tradicional.
Lo que en un primer momento se limitó a un desempeño humanitario y familiar, donde las remesas y los viajes servían como sostén económico doméstico, se integra en estos momentos a un movimiento reformista, donde una parte del exilio se pregunta si todo ello no se limita simplemente a una nueva —y al mismo tiempo antigua— forma de financiamiento del régimen.
Hecha de esa manera, la pregunta nace viciada por el giro torcido que adquieren las palabras en que se presenta.
Hablar de financiamiento del régimen implica un esfuerzo consciente dirigido a sostenerlo. Como aún gran parte de la economía cubana está en manos del Estado ?es decir, del gobierno? resulta inevitable que cualquier envío de dinero contribuya a la economía nacional y por supuesto a las ganancias del gobierno de los hermanos Castro. Desde los dólares enviados a un pariente hasta el pago del pasaje a un opositor para el próximo congreso y la última conferencia.
Aunque hay un matiz que vale la pena enfatizar: convertirse en cliente obligatorio de determinada empresa ?no importa que este caso esa empresa sea el Estado? no significa financiar un gobierno hostil.
Reducir a colaboracionista del régimen de Castro a cualquier hijo, hija, padre o madre de familia, tío o vecino que visite la isla, no es más que un simple acto de intimidación verbal. En este sentido, se trata de enmarcar en una disyuntiva política lo que cada vez se convierte en un asunto familiar para quienes decidieron o se vieron obligados a irse de Cuba.
El imperativo moral cuenta como paradigma o ideal ciudadano, pero en la práctica determina poco en las decisiones cotidianas de quienes viven bajo una dictadura o gobierno totalitario. Así ha sido siempre y Cuba no es la excepción. Apelar al sacrificio y al sentimiento moral, resulta hipócrita mientras se vive fuera de la isla.
Al final, lo que por regla general se sustenta tras la retórica de restringir viajes, turismo y comercio es una actitud revanchista. Inútil por completo como estrategia a la hora de buscar el fin del castrismo; inservible como táctica si se quiere crear una situación que provoque un estallido social.
Porque lo que se busca es eso: crear una situación de carencia que obligue a la gente a tirarse a la calle.
Más allá de la crueldad implícita en la idea, deben señalarse dos puntos, que demuestran la estrechez de mente de quienes alientan un aumento del embargo y el aislamiento económico del régimen cubano.
Uno es que está más que demostrado que cualquier cierre económico total sobre Cuba no solo es imposible, sino que el país ha atravesado por diversas crisis en este sentido, tras las cuales el gobierno castrista ha demostrado su fortaleza.
El segundo punto es que ha sido precisamente el gobierno de la isla quien ha utilizado la escasez como una forma de represión.
¿Por qué entonces este empecinamiento en fórmulas caducas? Por empecinamiento y soberbia. Empecinamiento que viene determinado por la falta de voluntad e imaginación para buscar fórmulas mejores en el camino hacia la democratización de Cuba. Soberbia como única vía de escape antes de reconocer el fracaso.
El problema es que la fundamentación repetida por años, de que el dinero del exilio sirve para financiar el régimen de Castro, se está quedando sin sentido, a partir del surgimiento y desarrollo de un sector económico que opera dentro del sector privado.
No importa lo limitado que este sector resulta aún, no se trata tampoco de formular pronósticos sobre su futuro. La pregunta es entonces si se está a favor o no de reformas en Cuba. Claro que siempre surgirá alguien que argumente que lo que necesita la Isla es un verdadero y profundo cambio democrático. Respuesta muy meritoria. Lástima que tras ella no exista algo más que la retorica para apoyarla.
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