Por Paulino Alfonso.
Recuerdo la historia que me hizo un amigo acerca de una hermana suya, fidelista a rabiar, que, cuando le permitieron volver a escribir cartas a su tío, un médico retirado radicado en Miami, trataba infructuosamente de convencerlo de que volviera a Cuba, a pasar sus últimos años, contándole de “lo bien cuidados que estaban los viejitos en Cuba y como practicaban ejercicios en los parques”.
No sé la hermana de mi amigo, pero el viejo doctor estaba en pleno uso de sus facultades mentales y siempre le contestaba: ¡Solavaya!
Refrescaré algunas estadísticas que muestran la real situación de los que dejaron lo mejor de sus vidas, engañados o no, voluntariamente o a la fuerza, derramando su sudor por la revolución castrista.
Según el último censo, el 18% de la población cubana, o sea, 2 018 466 personas, rebasa los 60 años. El 95 % de ellos percibe una pensión equivalente a 7 dólares mensuales.
Pero de todos los pensionados, hay un 3 %, o sea, 60 553 pensionados, todos ex miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, el Ministerio del interior o funcionarios del Partido Comunista, cuyas pensiones sobrepasan los 20 dólares mensuales. No será mucho, pensarán algunos, pero es bastante más de lo que gana mensualmente la mayoría de los cubanos que trabajan para el Estado.
¿Pueden imaginarse cómo viven los 161 477 cubanos, que según datos oficiales, están sin amparo filial o asilo institucional?
Hace unos días me visitó mi tía, y me sorprendió por su buen aspecto, tan distinto al de casi todos los ancianos cubanos, por lo que le pregunté si su hijo les había enviado un poco más de la ayuda monetaria que le envía cuando puede, desde Valencia; España. Me respondió: No, esto es gracias a lo que hace Segueta.
Como no entendí, me aclaró que no era un chiste contra el gobierno, ya que según ella, el gobierno no tiene nada de cómico, sino todo lo contrario. Segueta es su esposo, mi tío, un viejito jodedor , inveterado jugador de dominó que después de jubilarse tras 30 años de conducir una guagua en La Habana, para sobrevivir tuvo que trabajar en disímiles labores, para siempre encontrarse a fin de mes con cuatro varas de hambre y diez de miseria.
Esto fue así hasta que heredó de un amigo suyo que falleció, los trabajos que el difunto hacía en vida: mensajero de de videos y del paquete semanal, procurador de turnos de todo tipo, marcador de colas para los trámites de vivienda y cobros de pensión, buscador de cilindros de gas y pagador de facturas eléctricas vencidas. Amén del más provechoso de estos oficios, que es el de anunciador clandestino de ropa extranjera, gracias a dos jóvenes mujeres, cuyos maridos, al encontrarse de misión internacionalista, les envían prendas de vestir desde Venezuela. De más está decir que este negocio es perseguido por las autoridades.
Así, mi tío Segueta, si lo que gana con estos oficios lo suma a su exigua pensión de guagüero, redondea un poco más de mil pesos, lo que le permite vivir un poco, solo un poco mejor del resto de sus jubilaos amigos.
Después de escuchar este corto relato al estilo de Somerset Maughan, cuando pregunté con tanto trabajo, cuando duerme el tío, me respondió su esposa como mismo le respondió él una noche: “Si envejecí desvelado por esta mierda, ahora que no creo en esto, voy a dormir cuando me muera, pero al menos gordo y tranquilo”.
Así y todo, con tanto trabajo, sin descansar, mi tío Segueta es un afortunado en comparación con muchos millares de ancianos que tienen que hacer maromas (vender cigarros, maní, periódicos, lo que sea) para malcomer una vez al día, si acaso.
Cualquiera de las historias de esos ancianos sería un magnífico ejemplo de “los derechos humanos de que gozan los ancianos en Cuba”. Pero ya sabemos cómo es la interpretación castrista de los derechos humanos. Por eso, pintan como un paraíso la existencia que “gracias a la revolución” lleva la gran mayoría de los más de dos millones de ancianos que malviven en la Cuba actual.
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