domingo, 12 de agosto de 2018

Cuarto viaje a cuba: “mira a fulano, un gran actor comiéndose un cable en Hialeah”.

Por Néstor Díaz de Villegas.

1.

Llamo un Uber, que llega a Crystal House, en Miami Beach, a las 4:30 a.m. El chofer es Luiz, un brasileño de Bahía. Le digo, por decir algo, que el padrino de la boda de mi cuñada fue Chico Buarque de Hollanda. Me cuenta que su mujer murió hace unos meses y que no consigue consolarse. Vivió en California, en West Hollywood hace veinte años, y conoce bien Los Ángeles. Está considerando volver. He perdido lo más grande de mi vida, me dice, la única persona que me amó. Pasé unos meses desorientado, y todavía no me recupero. Fue cáncer, muy rápido. Los últimos tres meses los pasé en el hospital, durmiendo en una cama al lado de ella. Perdí en trabajo y ahora manejo Uber.

Me deja en la terminal de American Airlines, son las 5 a.m., mi vuelo es a las 9:30. A las 6 me aproximo al mostrador, con la maleta ya envuelta en plástico, tengo el pasaje electrónico en mi teléfono, entrego el pasaporte cubano a una empleada que lo mira y me dice que tengo vencida la prórroga. Me da un vuelco el estómago. Siento fatiga. Le pregunto qué es eso. Creo que estoy gritando. Me lo explica con mucha paciencia. No solo hay que renovar el pasaporte cubano, sino prorrogarlo. Se derogó la habilitación, pero no la prórroga.

Y, ¿qué hago ahora? Se encoge de hombros. ¿Regresar a Los Ángeles? ¿Tomarme una semana de vacaciones en Miami? Me pregunta cuál el el motivo de mi viaje, y se lo expongo. Me dice que si mis familiares se presentan inmediatamente en el buró de American en La Habana y llevan el certificado de defunción me darán permiso de entrada por circunstancias especiales. Tendré que solicitar la prórroga en Cuba, o no podré salir.

Considero quedarme en Miami y no viajar, pero invertí dinero y no puedo perderlo. Llamo por teléfono a mi sobrino, está durmiendo. Le explico lo que tiene que hacer. Se levantan, él y su mujer, y parten con el certificado hacia el aeropuerto José Martí. Me apena importunarlos, obligarlos a manosear otra vez este asunto. Pero no me queda otra.

En el buró de American los mandan a la oficina de Inmigración. A las 8 a.m. los atiende un coronel. Se intercambian emails entre los burós de La Habana y Miami, y finalmente llega la aprobación. Acuñan mi boleto en el momento en que cierran las puertas del avión. No salgo de Miami hasta las 9:45 de la noche. Arribo a Boyeros a las 10:20 p.m.

En Cuba nadie tiene noticia de mi permiso de entrada. La funcionaria de aduanas, una joven campesina de rostro inexpresivo, sin un ápice de urbanidad en su ser, revisa mi pasaporte y abre la bocaza: “¡Maaagaaaali!”, grita. Vuelve a gritar el mismo nombre diez veces, aunque sin mirarme, sin darme explicaciones ni ofrecerme disculpas. Me ordena: “¡Párese allí, señor, detrás de la raya!” Veo entrar y salir vuelos provenientes de distintos países. Siento odio por los turistas europeos, con sus tatuajes del Che y sus guayaberas de colorines.

Por fin, aparece Magali, funcionaria de inmigración en traje de policía, el típico uniforme gris trincado en las tetas, convoyado con medias de malla. Tampoco Magali me ofrece disculpas ni explicaciones. Le corro detrás para decirle que tengo permiso de entrada desde la mañana, por circunstancias especiales. No me hace caso, sigue adelante y se mete en un cuarto infame que es su oficina. Quedo solo en un aeropuerto vacío y mal iluminado, sin cafetería ni bebederos, con un baño sucio de luces legañosas que solo puedo comparar al mingitorio de la terminal de la Greyhound en Calexico.

Los urinarios están tupidos. La pestilencia es de Creolina y meado. No hay detergente, jabón o toallitas. Espero allí una hora. Magali entra y sale, se pierde detrás de puertas y más puertas, sube escaleras, baja escaleras. Tengo ganas de gritar, de insultar a alguien.

Por fin Magali se me acerca, trae una libreta escolar bajo el brazo. Le hace un gesto a una negra joven vestida de guardia que custodia la salida número uno, y le entrega la libreta. La joven me hace señas de que la siga. Hojea las páginas desvencijadas, de papel malo. Escritos con bolígrafo (¡y con lápiz!) hay nombres en las hojas rayadas. Pone el dedo encima de uno: el mío. Me hace firmar documentos y me indica adónde ir el lunes para la renovación de la prórroga. Mañana es viernes 26 de julio, día feriado. ¡Fuck! Salgo al carrusel, donde no está mi maleta. A la 1 de la mañana me encuentro con mi sobrino y su esposa. Luego de casi veinticuatro horas de viaje subo a un un traqueteante Moskovitch, atravieso la negrura de Fontanar con rumbo al Vedado.

2.

La forma de arte del castrismo, su formato definitivo, es el teatro. No existe la literatura. Siguen otorgándose premios y editándose novelas, ensayos y poemarios que nadie lee. Los literatos, si tienen suerte, consiguen una botella en algún instituto o dependencia inoperante. El sueldo medio de un artista es de 29 castros convertibles, denominación inflacionaria extorsionista, y marca de sofacamas en los Estados Unidos.

Solo el teatro produce una intoxicante ilusión crítica, lo cual es otro efecto castrista. La gente se deja obnubilar por el traqueteo que les llega desde las tablas, pero los directores son otros tantos mandarines culturales comprometidos con un sistema carcelario-turístico que incluye ahora el viajecito al extranjero. Esas salidas son pases del penitenciario. Los directores creen estar por encima del Sistema, sin entender que ellos son el arma del sistema.

Algunos han conseguido pasaporte español o francés y gozan de ciertos privilegios, de relativa libertad de movimiento. No es poco común escuchar la siguiente enunciación del derrotismo: “Aquí puedo hacer arte. Mira a Fulano, un gran actor comiéndose un cable en Hialeah. Yo viajo a Madrid y Nueva York, pruebo todos los sushis y todas las tapas, leo todos los libros, disfruto todas las novedades, y ¿después qué? Aquí tengo mi teatro, mi público que me aplaude. Afuera soy nadie”. Después, con un suspiro “En todas partes se sufre, yo sufro aquí”.

A un director celebrity, el ministro de Cultura Abel Prieto lo llamó a contar a su despacho: “Mira: o quitas ese pasaje de tu obra o no te la dejamos estrenar, ¿cómo te cae? Piensa que yo soy Lucifer, y que mientras vivas en Cuba has firmado un pacto conmigo, llámame el diablo. Verás qué fácil se te hace todo si entras por el aro. No pedimos mucho, solo que no te extralimites. ¿Todavía vives con tu perra en ese cuartucho que perteneció a una bolerista famosa? Bueno, pues nosotros te damos una casa si nos da la gana. Viaja a Miami, entra y sale todo lo que quieras. Recuerda que la generación de los 80 se largó completa, y que esa debacle no tuvo mayores consecuencias. Podemos deshacernos de media Cuba, y no pasa nada”.

A dos críticos de cine cubanos de visita en Los Ángeles les entregué un ejemplar de mi libro Para matar a Robin Hood. Lo leyeron mientras estaban en la ciudad y lo dejaron atrás en la habitación del hotel. “No puedo llevármelo”, me explicó uno. “No, ¡pero si ya tengo demasiados libros!”, dijo el otro. “Lo leí completico anoche, es crítica impresionista. Muy bien, muy bien. No me cabe nada más en la maleta”.

Quedan algunos artistas y literatos que cumplen la función política que se espera de un intelectual, sobre todo en una dictadura, pero son pocos, y la gente los evita, boicotea sus obras, se refieren a ellos con un bufido guasón. He oído decir a un popular actor: “¿Lynn Cruz? Ah, sí, está metida hasta el cuello en el negocio de la disidencia”.

Todos el mundo tiene una madre enferma, una prima loca, una casona que cuidar o cualquier otra excusa para achantarse. Hablan bajito, miran por encima del hombro. Las categorías castristas se han colado subrepticiamente en su conversación, como un contagio. Ni siquiera saben que están contagiados, y cuando se los hago notar, reaccionan violentamente, como el muerto vivo al que se le pone delante un espejo. La luz de la razón les da rabia. La inteligencia criolla es una jauría de perros rabiosos rascándose contra el palo torcido del totalitarismo.

Se producen películas malas, que parten inmediatamente hacia fastuosos festivales internacionales. Si usted es escritor, considere seriamente comprarse una Arriflex, una sabia inversión. Nadie le hace caso a los escritores. Los mejores críticos culturales latinoamericanos, tal vez iberoamericanos, están en Cuba, los más agudos, los más vitriólicos, pero no tienen medios donde ventilar sus querellas.

Los comisarios españoles siguen siendo tan delincuentes y reaccionarios como en los tiempos de la colonia. Van a Cuba a hacer política, a entrometerse en capacidad de colaboracionistas en los asuntos internos del gremio, cuando no a chanchullar desde las agencias de talento. Lo menos que pesca una gallega en La Habana es el genio. En cuanto puede, establece un apartamentico con el negro de turno, y si es poeta y ensayista, mejor.

Los editores mexicanos seleccionan a dedo a los representantes de la cubanía, los lanzan al ruedo, los cubren de becas y distinciones. Hay un sistema de estrellas que funciona exclusivamente en La Habana. Tu primera obrita aparecerá en Sexto Piso y en Anagrama. The New York Times te proclamará una de las cien personas más influyentes del planeta.

Mientras tanto, amparados por la oscuridad y la alevosía, la yunta de Pichy Perugorría y Benicio del Toro secuestra el Festival de Cine Pobre de Gibara. En un doble golpe de Estado se lo arrebatan de las manos a los sobrinos de Humberto Solás y también al director interino que comenzó por borrar de la marquesina la obsoleta palabra “pobre”.

Benicio del Toro es un prestamista y agente extranjero que opera despóticamente desde su puesto de mando en el Comité Central. No hay que engañarse: Benicio es el Steve Bannon del guevarismo. Durante las cacerías de brujas macartistas, nuestro hombre en La Habana hubiera sido declarado víctima, pero al artista cubano perseguido, el espectáculo del Beno brinda una oportunidad única de observar en vivo qué tipo de comuñanga pululaba en el Hollywood de los 40.

¡Ay, en aquella época todavía quedaban hombres del calibre de Elia Kazan! Pero en la Cuba de Alpidio y Alicia Alonso, Benicio puede actuar impunemente, asumiendo el papel del compañero que atiende a los comediantes en busca de empleo.

Livia Batista, directora de la Gestapo cazatalentos, ha sido declarada extraoficialmente la “colchonera de Benicio”. El apetito del actor por las pioneritas de pañoleta es legendario, solo comparable a la lujuria del sátiro Kevin Spacey y a la brutal concupiscencia del cerdo Harvey Weinstein. Pero, en el caso de este portorro “amigo de Cuba”, la prensa, el billete y la justicia están en los bolsillos de sus compadres de la nomenclatura.
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