Por Alejandro González Acosta.
Batista: “el malo de la película”
Eduardo Lolo ha sintetizado certeramente el balance de aquella República “de Generales y Doctores”:
…Y aunque todo lo anterior no implica que la Cuba republicana fuera el Paraíso Terrenal, no es menos cierto que resulta difícil de entender y doloroso de reconocer que prácticamente todo lo anterior se haya revertido dramáticamente, en extraña degeneración del mármol en barro. Ello se debió al hecho de que las deficiencias en el orden político arrastradas desde la Colonia, y de alguna forma mantenidas por la Intervención Norteamericana, siguieron en la república un desarrollo semejante a los aspectos positivos señalados. Por un lado, de lo bueno se pasó a lo mejor; por el otro, de lo malo a lo peor. La interrupción periódica del orden constitucional en forma de cuartelazos, asonadas palaciegas, revueltas caudillistas, intentos de perpetuidad en el poder, corrupción administrativa a todos los niveles y otros males resultantes destruyeron la República no obstante todos sus logros. Junto al sueño sublime hecho realidad, se fue agigantando una pesadilla no menos real. Al final vencieron las sombras, que devoraron hambrientas casi todas las luces cultivadas desde la Colonia. (“Mayo es el mes más cruel”).
A través de la Historia, sabemos que la arquitectura es el testimonio sólido y palpable de la cultura material en cualquier país. Ella es el arte que nos permite habitarlo: vivir dentro de él es una forma de utilizarlo y que al mismo tiempo nos utiliza. Residir en una casa nos transforma, condiciona y hace diferentes. Si Dios hizo al Hombre “a su imagen y semejanza”, los hombres han hecho sus casas a la medida de sus sueños. Y cuando la casa se convierte en país, la transformación es más profunda y perdurable. Podrán borrarse y olvidarse las palabras, pero las obras quedan ahí como testimonios de sus afectos y temores, de quienes las construyeron y las habitaron. Todas las grandes civilizaciones dejaron su huella histórica en sus monumentos: Egipto se recuerda por sus pirámides, Grecia por sus templos, Roma por sus edificios públicos y caminos… ¿Y la Cuba que hoy tiene un presente continuo desde hace 57 años, por cuáles obras se recordará? ¿Qué quedará, tangiblemente, después del “experimento” que inició en enero de 1959? ¿En qué construcciones y restos se aplicarán los arqueólogos del futuro para descifrar esta etapa reciente de 60 años?
En la América Latina generalmente los períodos de prosperidad económica y bienestar material se han acoplado con regímenes autoritarios. Así fue en el México de Porfirio Díaz y la Venezuela de Marcos Pérez Jiménez. Y Cuba no sería la excepción: los gobiernos de “orden y progreso” en la Isla, como los de Mario García Menocal, Gerardo Machado y Fulgencio Batista, significaron un importante avance material, cuyo testimonio palpable aún puede comprobarse en los restos arquitectónicos que se dispersan por toda la Isla.
Sin embargo, en Cuba, como en otros países latinoamericanos, ha prevalecido una curiosa pulsión autodestructiva: precisamente cuando han transcurrido estas etapas de prosperidad, se han fermentado y levantado oscuras fuerzas disolutivas que operaron en sentido contrario: los momentos de bienestar fueron sucedidos por etapas convulsivas: la revuelta de La Chambelona para el Mayoral de Chaparra, la Revolución de 1933 para el Asno con Garras, y la Revolución de 1959 para el Hombre de la Grulla.
Ciertamente, no le pertenece en exclusiva al pueblo cubano esa asombrosa capacidad de autodestrucción, esa invencible tendencia para perjudicarse en sus mejores intereses, como una dialéctica centrípeta-centrífuga, un movimiento de ying y yang, creador-destructor, en un permanente y extremo movimiento pendular que nos ha llevado comúnmente “del azafrán al lirio”, en palabras de un certero y grande poeta, o más popularmente, “de palo pa’rumba”. Otros países también han incurrido en semejante miopía, pero con los cubanos esto ha sido casi una segunda identidad. En otras palabras, es lo mismo que le confió El Viejo Gómez a su querida Manana, en términos tan confidenciales como desesperados: “Estos cubanos, o no llegan, o se pasan”. Esa ha sido nuestra maldición; esa, nuestra sostenida condena de Sísifo.
Tal pareciera, como glosa de lo anterior, que mientras los empresarios y profesionistas cubanos y el pueblo en general hacían con empeño su tarea de hacer avanzar, impulsar y progresar al país durante los primeros cincuenta años de la vida republicana, por el otro lado abundantes políticos y militares se dedicaban egoísta y miopemente a sabotear todo lo anterior: una suerte de trayectorias contiguas, no paralelas, sino divergentes, pues mientras una procuraba el ascenso, la otra lo impedía, frenaba, sujetaba, lastraba y precipitaba inevitablemente hacia la caída. Un vuelo de Ícaro interrumpido por la soberbia, combinado por una incesante e irresponsable tarea de Penélope, destejiendo en la noche de la ambición lo que se urdía en el día laborioso: un estéril empeño de Sísifo, siempre empujando la piedra que casi en la meta se despeñaba, y le devolvía al comienzo, en una eterna condena de promesa incumplida y propósito siempre fallido. O dicho en términos criollos culinarios: la clásica cubeta con los cangrejos dentro, luchando porque ninguno llegue al borde salvador.
Podría decirse que esas contradicciones impulsaron al país hacia su ruina y su crisis actual, sostenida y crónica, pero eso no reflejaría la triste realidad de la tragedia: nadie lo empujó, fue el propio país quien no dudó en dar los pasos necesarios para despeñarse, mientras aplaudía irresponsablemente. Pocas veces se ha visto un espectáculo de suicidio colectivo semejante y a esa escala tan sostenida: toda una muchedumbre vociferando “paredón, paredón”, “armas para qué”, “elecciones para qué”, “para lo que sea”, “ordene, comandante”, “esta es tu casa” …ajustándose milimétrica y festivamente el dogal al cuello. Nadie nos lo hizo: fuimos nosotros mismos, los ya nacidos y los aún por nacer. Convencidos de que era “nuestro momento estelar”, en realidad fue el auto-holocausto de un país, amenizado con tambores y maracas de aquel grotesco “socialismo con pachanga”, en una conga interminable y autodestructiva: “La ORI, la ORI, la ORI es la candela; no le digan ORI, díganle candela…”
Y en esa hoguera, gloriosa, gozosa e irresponsablemente, nos metimos de cabeza. Y, en consecuencia, hoy somos polvo, pero nada enamorado, sino lleno de temores y dolores. Lo que construíamos con las manos, ajena del empeño la cabeza reflexiva, lo desbaratábamos con los pies. Por eso el personaje emblemático de Cuba debe ser no un prócer epónimo ni un conspicuo benefactor, sino un irresponsable y autodestructivo Chacumbele. Él nos define y nos retrata en su espejo: somos sus reflejos de Narciso. Como aquel pobre trapecista celoso José Ramón Chacón Vélez, también resultamos víctimas del inestable equilibrio de nuestra difícil condición nacional. Y esos polvos trajeron estos lodos. Es algo muy triste y cierto: sus hijos ganaron a Cuba… y luego la perdieron. Y así vamos: “Lo que trajo el barco”, dice una clásica de hoy, con certera y sincera amargura, Zoé Valdés.
Pero mucho antes, el fundador de los exilios y los dolores cubanos, José María Heredia, lo había esculpido en versos imborrables y premonitorios: “DulceCuba, en tu seno se miran / en el grado más alto y profundo / las bellezas del físico mundo / los horrores del mundo moral…” Es un sino terrible, un destino inevitable quizá. Un pathos sin areté, una catarsis sin ananké. Una terrible parábola: justicia poética, inapelable. De ahí que, desesperados los cubanos en su hybris, se entregaran al deux ex machine: la hecatombe como su estado natural.
Y por eso, contradictoriamente gozosos, en el fondo nos complace torturarnos, pues hacemos del dolor y la añoranza, de la frustración y la melancolía, una profesión: Heautontimorúmenos, Terencio entre nosotros. Y todavía dicen que los griegos son viejos… Son nuestros contemporáneos más que nosotros mismos. Porque ellos también, frente a los enemigos persas y los envidiosos espartanos, crearon, forjaron y perdieron su democracia: el Areópago eligió mal, como suele suceder. Y al final, Esparta triunfó sobre Atenas. Y hablando de Atenas y los griegos, es inevitable regresar al comentario sobre arquitectura.
La silueta arquitectónica de la Cuba actual -tan cautivante para algunos- sigue siendo, en lo esencial, la expresión palpable de las obras realizadas durante el mandato de tres presidentes republicanos: Mario García Menocal, Gerardo Machado Morales y Fulgencio Batista Zaldívar. Y los tres padecieron la tentación de prolongar su mandato, como si además de la ambición personal tuvieran el propósito arquitectónico de fabricar e inaugurar el país. No sólo quisieron construir las instituciones sino edificar sus recintos. Concibieron hacer la historia y también cambiar el paisaje. Pretendieron diseñar la patria.
Tenían muy cerca el modelo egregio tanto de sus logros como de sus excesos: el mexicano Porfirio Díaz Mori, quien también construyó su patria, pero se excedió en el mando y tuvo el grave problema de envejecer. Y hasta contrataron al mismo paisajista, el célebre Jean-Claude Nicolás Forestier. El gran error de Díaz, además de hacerse un anciano en el poder, fue abrigar la entendible vanidad de inaugurar las obras que había construido: salvador de un país deshecho por cuarenta años de anarquía y guerras civiles, quiso coronar su mandato con el botellazo consagratorio que diera curso a la nave procelosa de la República de Paz, Orden y Progreso. Por eso, después de haber anunciado su retiro, se decidió a competir una vez más: tres meses después que consagra el Monumento a la Independencia, estalla la “revolución” liderada por el hijo y nieto de dos de sus más favorecidos devotos, los patriarcas de la familia Madero. Al embarcar en el Ipiranga apenas el 31 mayo de 1911 (había renunciado el 25), Díaz envió por un amigo en común un terrible y auspicioso mensaje para Madero: “Dile a Panchito que ahí le encargo el tigre. A ver cómo le va…”
“El Tigre” revolucionario devoró poco después a Madero y su vicepresidente Pino Suárez. Y Díaz, ya muy enfermo desde antes, falleció en París el 2 de Julio de 1915, apenas dos años después que Madero, que fue asesinado el 22 de febrero de 1913.
A mí la frase de Díaz -sea cierta o no- me recuerda la despedida de Batista en el Campamento de Columbia, antes de abordar el avión para República Dominicana… Nos dejó con El Tigre. Pero, antes, todos los cubanos (algunos más, y otros menos), le abrieron la puerta de la jaula a la fiera.
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