Por Alejandro González Acosta.
El populismo: la enfermedad infantil del izquierdismo
Hoy América ofrece el paradójico panorama donde el “populismo” es más bien una opción que amarillea entre sujetos nostálgicos viejos y maduros, añorantes de otras épocas de sueños siempre frustrados, pero perversamente insistentes. Los más jóvenes -los llamados millennials- piensan con mayor realismo, ajustando sus perspectivas a las posibilidades concretas y las metas que suponen. El populismo ha sido en realidad la enfermedad infantil del izquierdismo, así como este lo fue del comunismo en la memorable -y olvidada- crítica de Lenin. Todas estas utopías han terminado en auténticas pesadillas, pero los pueblos -los electores efectivos- empiezan poco a poco a desperezarse de sus ensueños y asumir una estimulante realidad, aceptando las reglas del mercado y la posibilidad de empoderamiento que brinda el liberalismo económico, regulado por leyes con una esencia social distributiva, aplicadas responsablemente, con equidad y sabiduría. El reciente triunfo de Sebastián Piñera en Chile confirma esta tendencia.
Con su propia legitimidad adquirida como actor nacional de estabilidad y equilibrio, Batista sanciona y consagra la legitimidad de la Constitución de 1940, y la afianza y consolida con su acción. Su magnífico ejemplo de no pretender contender de nuevo en 1944 -a pesar de las demandas de sus colaboradores, bien o mal intencionados, y de que la ley lo prohibía- fue loable, aunque lamentablemente lo olvidó pronto, quizá movido por otras urgencias que todavía desconocemos en detalle y profundidad. Aún permanece como un enigma el motivo de su funesta decisión personal detrás del golpe de Estado del 10 de marzo de 1952. En realidad, aunque las encuestas -sobre todo las de la muy parcializada revista Bohemia, que no dudó nunca en alterar la información para complacer sus intereses particulares y garantizar sus enormes ventas- indican que no estaba entre las primeras preferencias de los votantes, no parece ser sólidamente sustentable en la actualidad: se sobrevaloró la popularidad de los adversarios de Batista y las cifras de entonces no resultan confiables, según parece aceptar incluso un reticente historiador como Rafael Rojas, nada sospechoso de proclividad batistiana, en su Historia mínima de la revolución cubana.
Es quizá ese el instante -fugaz pero brillante y ejemplar- más luminoso y glorioso del constitucionalismo cubano, que terminaría abruptamente el 7 de Febrero 1959[1] (apenas 17 días antes de la fecha cuando hubiera tomado posesión como presidente electo Andrés Rivero Agüero)[2], con la castrista Ley fundamental, signada por el incauto o colaborativo Manuel Urrutia Lleó en su papel asignado como “presidente”, más tarde disfrazada de “constitución” en 1976 como versión calcada de la estalinista soviética de 1936: debe cuestionarse severamente la comúnmente aceptada calificación de esta piedra angular de la represión castrista como una “constitución”, pues no sólo es excesivamente generosa sino injusta: los Constituyentes franceses de 1789 fueron sumamente precisos y terminantes en cuanto a la esencia de una verdadera constitución; la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, emitida por la Asamblea Nacional Constituyente de Francia el 26 de Agosto de 1789, en su artículo XVI precisaba: “Una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución”.
Considerar, por tanto, como “constitución” a ese engendro que horma el estrangulador marco jurídico en la desdichada isla desde 1976, y con su antecedente de 1959, es sin duda un generoso acto de piedad obnubilada, digno de mejor causa: en Cuba, desde principios de Enero de 1959, no existen unos verdaderos tres poderes independientes y en perpetuo equilibro –Ejecutivo, Legislativo y Judicial- pues son fingimientos, que se encuentran sometidos a la doctrina de un estado marxista-totalitario, donde se supedita todo el control al omnímodo Partido Comunista, y especialmente a su Comité Central, y más aún, precisamente a su Buró Político, y de forma más efectiva y determinante a su Primer Secretario, quien es al mismo tiempo Jefe de los Consejos de Estado y de Ministros, y el auténtico Legislador Único y Juez Supremo de todos los habitantes sometidos, los cuales tampoco cuentan real y efectivamente con ningún derecho civil ni político, reprimidos como lacayos y súbditos, más que considerados como auténticos ciudadanos.
Un sistema como el cubano actual, que reúne los tres poderes de forma efectiva en una persona y no ofrece garantía alguna a sus ciudadanos, no puede obtener la calificación de tener una auténtica Constitución, sino sólo una “ley suprema”, o “estatutos de gobierno”, o cualquier otra superchería con el nombre que caprichosamente se le quiera obsequiar. Tratar de afirmar lo contrario es, por activa o por pasiva, un crimen de complicidad con la tiranía, una tontería, o una auténtica pérdida de tiempo y energías intelectuales, de algunos sedientos de reconocimiento y aplauso de las “buenas conciencias” complacientes. Quien pretenda sostener lo contrario, sencillamente se enfrenta con la meridiana definición de los constituyentes franceses de 1789, que no dejaron espacio para dudas ni vacilaciones.
Para colmo de burla y desprecio del raciocinio de los ciudadanos, el Artículo 37 de la “Ley Fundamental” de 1959, que desplazó a la en ese momento de nuevo vigente Constitución de 1940, se autotitulaba como un “régimen de gobierno representativo democrático de la República”, cuando habían sido disueltos previamente los organismos legislativos, y el poder judicial subsistente de la etapa anterior estaba paralizado por el temor, con los juicios sumarísimos, donde pasando por encima de la prohibición explícita en 1940, se había reinstaurado la pena de muerte, con miles de víctimas y un pueblo aterrorizado.
El Golpe de Estado de Batista y sus seguidores en 1952, proviene también de la frustración de las expectativas que crearon los mandatos de Grau y Prío, quienes tuvieron gobiernos escandalosamente fallidos e inmorales. Lo que ganó en prestigio la legalidad cubana entre 1940–1944, lo perdió rápidamente en los ocho años siguientes, con los dos gobiernos “auténticos”, entre 1944-1948-1952. Por eso se explica en ese contexto que el incruento golpe de 1952 fuera no sólo reclamado y demandado, sino aplaudido y apoyado mayoritariamente, con la excepción de algunos sectores muy combativos e intransigentes, con intereses políticos muy marcados y ambiciones económicas muy específicas. Pero aún en medio de la insatisfacción y la franca oposición, se mantenían vías de comunicación e intercambio, subsistía una voluntad de negociación política donde se estructuraran y acomodaran los intereses diversos de los sectores sociales. Eso posibilitó que al mismo tiempo que una creciente oposición violenta, también se expresaran posiciones de diálogo y negociación de diversa intensidad. Lamentablemente, prevaleció la más terrible y costosa de todas: la guerra civil.
Al expulsar al presidente saliente, Batista, e impedir la toma de posesión del próximo presidente ya electo, Rivero Agüero, obviamente se suprimió toda posibilidad de un tránsito constitucional, que, aunque precario y arduo era quizá la única oportunidad que le quedaba a los cubanos para recuperar plenamente su estropeada y maltrecha democracia. Todo fue borrado porque tenía que ser suprimido, para dar paso al voraz apetito de poder absoluto y perpetuación en el mismo de Fidel Castro. El modelo que impone es el de un Estado todopoderoso, sin límites ni cotas, con un propósito superior intangible que justifica todos los excesos: el pretendido bienestar del pueblo… Nunca se ha explicado lo que significan en dicho modelo “el bienestar” (concepto muy relativo), ni “el pueblo”, ese ente amorfo. Luego, ese concepto de “bienestar” fue sustituido retóricamente poco a poco por la “dignidad y soberanía”, burdos disfraces para ocultar el fracaso.
Cuando un gobernante habla para “el pueblo” en vez de a “los ciudadanos”, algo empieza a descomponerse, pues la estratagema de manipulación es evidente. El “terrible dictador” Batista aceptaba y promovía un sistema de poderes y contrapesos, que su sucesor, el “magnífico líder benéfico” suprimió radicalmente, para llevar adelante su proyecto “bienhechor”, plenamente convencido que la bondad de su causa y la legitimidad de su sueño justificaban cualquier exceso, pues interpretaron muy sesgadamente la afirmación del exaltado Robespierre, cuando dijo que “el gobierno de la revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranía”, y lo reelaboraron convenientemente en el muy discutible principio: “la revolución es fuente de derecho”.
[1] Aunque Batista rompió el orden constitucional con su golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, debe recordarse que luego reinstauró plenamente la Constitución de 1940 en febrero de 1955. Esto lo olvidan y ocultan los personeros del régimen castrista, que quieren imponer la falsedad de que en enero de 1959 no había legalidad constitucional en Cuba.
[2] Rivero Agüero triunfó en estas elecciones pluripartidistas con un 70,4 % de votos a favor y un 45,88 de participación popular, frente a otros tres contendientes, en medio de una cruenta guerra civil y las amenazas proferidas por Fidel Castro de perseguir y castigar a quienes votaran. Para señalar sólo un referente cercano, en las últimas elecciones presidenciales en Estados Unidos (2016), fuertemente competidas dentro de una situación de normalidad democrática aceptable, se alcanzó apenas el 55,4 % de participación.
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