Por Giancarlo Sopo.
Cuando asistí a un discurso junto con mi familia del entonces senador Barack Obama en La Pequeña Habana en 2007, nuestro antiguo vecindario nos recibió a nosotros y al futuro 44º presidente como si fuéramos traidores. Al cruzar de la calle del Miami-Dade County Auditorium, un grupo de manifestantes conservadores nos gritaban “¡Comunistas!” Hicimos caso omiso a esos ataques porque sabíamos que provenían de exiliados heridos y para parafrasear al difunto juez de la Corte Suprema Potter Stewart, como cubanoamericanos, conocemos el socialismo cuando lo vemos-y Obama no es socialista. De hecho, su mensaje resonó en nosotros, en gran medida, debido a su énfasis en brindarle una mano a quienes luchaban por si mismos, en lugar de simplemente regalar cosas. Así mismo hizo mi familia.
Mi madre vino a este país poco antes de mi nacimiento y laboro como trabajadora social mientras estudiaba por las noches. La paga no era muy buena, y a veces tenía que mantener un segundo empleo, pero su horario era flexible y tenía buenos beneficios de salud para nuestra familia. Después de 15 años, pudo ahorrar suficiente dinero para comenzar un pequeño negocio, sacarnos de nuestro modesto dúplex en la calle Ocho y mudarnos a los suburbios de clase media.
Dadas nuestras humildes raíces inmigrantes, mis deudas de préstamos estudiantiles y los gastos médicos mensuales, algunos asumirían que el mensaje de los tales llamados “socialistas democráticos” como Alexandria Ocasio-Cortez serian de nuestro agrado, pero no lo son. Al contrario, nos recuerdan inquietantemente a los populistas de izquierda que causaron que millones de personas en nuestra comunidad huyeran de sus patrias.
Efectivamente, creo que debemos hacer más para ayudar a familias como la mía, pero la realidad es que las políticas económicas de los “socialistas democráticos” nos hubiesen encadenado al dúplex donde crecí. Sé que esto es cierto porque eso fue exactamente lo que les sucedió a los seres queridos que mis abuelos dejaron en Cuba que murieron en el mismo lugar donde nacieron.
En lo que únicamente se puede describir como una estafa, los demócratas socialistas y sus aliados, esperan que los estadounidenses los confundan con los socialdemócratas escandinavos. Si bien los términos son fonéticamente similares, aquellos que hemos trabajado y pasado tiempo en América Latina entendemos que esto es más que una simple diferencia semántica. La ideología y las políticas del grupo Democrátas Socialistas de América (conocidos como DSA por sus siglas en ingles)-se basan en eliminar las ganancias privadas y “democratizar” la economía-son mucho más parecidas a las de La Habana y Caracas que a las de Helsinki y Copenhague.
Habiendo sido criado en una comunidad construida por las víctimas del socialismo, es difícil explicar cuán extraño es escuchar a personalidades estadounidenses-desde Joy Behar del programa The View y hasta Elizabeth Bruenig, del Washington Post-asegurarnos que el socialismo democrático es “como el liberalismo” y “distinto al concepto socialista de tu abuelo”. Por supuesto, en sus explicaciones siempre se les olvida explicar la parte en el cual el gobierno nacionaliza empresas. En mi casa típicamente reaccionaríamos a tal ignorancia con risa, pero da la casualidad de que mi abuelo paterno conocía tan íntimamente al socialismo que murió como prisionero político por oponerse a muchas de las mismas ideas difundidas por los socialistas de hoy.
El fracaso de los medios en discernir entre el “socialismo democrático” y la socialdemocracia nórdica no es por falta de transparencia por parte de DSA. Mientras que sus candidatos políticos tienden a recurrir a banalidades, DSA no esconde el balón. En un artículo publicado en Jacobin, el editor de la revista socialista y el vicepresidente de DSA expusieron por qué la socialdemocracia escandinava no es lo que tienen en mente, argumentando la necesidad de “un movimiento obrero militante … no solo para domesticar sino para superar al capitalismo”. Disipando aún más el mito de que “solo buscan salud gratuita como en Dinamarca”, la escritora demócrata socialista Megan Day fue aún más explícita: “esta es la verdad: los socialistas democráticos queremos acabar con el capitalismo. Y queremos hacerlo mediante una agenda de reformas hoy con el fin de revivir una política centrada en la jerarquía de clases y la desigualdad en los Estados Unidos”. Mas claro ni el agua.
Si esto le suena a uno un poco extremista, no es porque trastorna nuestras sensibilidades políticas de “centro derecha” como estadounidenses. Cuando le presenté a un equipo de economistas noruegos un resumen escrito por Vox (una publicación moderada de centroizquierda) de las ideas económicas de DSA, once de los 12 indicaron que las opiniones caerían en el punto “extremo izquierdo / marginal” del espectro político de Noruega. Mientras tanto, en la vecina Dinamarca, el compromiso de DSA con acabar con el capitalismo es idéntica a la plataforma de Enhedslisten, el antiguo partido comunista “Alianza Roja-Verde” que ha promediado menos del 4% de los votos daneses en las elecciones desde 1990.
En lugar de mirar hacia Europa, sería más prudente que los estadounidenses busquen en Latinoamérica para encontrar ejemplos cotidianos del “socialismo democrático”. En Venezuela, el fallecido Hugo Chávez se identificó como un socialista democrático y gobernó como tal. A diferencia de Escandinavia, donde las empresas estatales típicamente son autónomas y los derechos de propiedad son sacrosantos, Chávez confiscó bienes privados, y no solo nacionalizó las principales industrias del país, sino que también las administro. Por ejemplo, cuando los trabajadores de la petrolera PDVSA se negaron a aceptar sus políticas, los despidió y fueron reemplazados por compinches (entre ellos un primo suyo) en una movida que aceleró el desplome de la economía venezolana.
Venezuela y Cuba son ilustraciones perfectamente válidas de las políticas de los demócratas socialistas, pero si esto les parece un poco cliche, considere los resultados en otras partes de la región. En Argentina, los presidentes Néstor y Cristina Kirchner nacionalizaron grandes empresas y las colocaron bajo el control de aliados incompetentes, que los contribuyentes continúan rescatando por una suma de $400.000 al día. Fieles al libro de jugadas socialistas, también implementaron regulaciones comerciales laberínticas y aumentaron las nóminas públicas en un 61 por ciento. Los resultados del Kirchnerismo variaron de mediocre a tan pobres que sus funcionarios se sintieron obligados a manipular datos económicos para ocultar su desempeño.
El problema no es, como algunos dicen, que el “socialismo democrático” realmente no se ha intentado y que solo ellos saben cómo hacerlo bien; es que, por diseño, hace que las economías fracasen y que las sociedades sean susceptibles al totalitarismo. Al igual que Castro en 1959 y Chavez en 1998, los socialistas de Estados Unidos enfatizan su compromiso con la democracia, pero la naturaleza humana es obstinada. ¿Por qué deberían los estadounidenses confiar en que los socialistas estadounidenses estarían más dispuestos a renunciar al poder que sus hermanos ideológicos en América Latina y todo el mundo? De hecho, me parece extraño que muchos de los que hoy argumentan que el presidente Trump tiene tendencias autoritarias, son las mismas personas que quieren darle aún más poder al gobierno federal sobre nuestra economía.
Seamos claros, las desgracias de América Latina no son una excusa para la inacción en cuanto a mejorar los sistemas de salud y educación de los EE. UU., pero esas lecciones deben convertirnos en consumidores de política más escrupulosos. Así como mi familia y la mayoría de los estadounidenses fueron sabios al descartar las calumnias contra el presidente Obama, los lideres del Partido Demócrata deben dudar de quienes les aseguran que el “socialismo democrático” nos hará más como Europa. Como millones de latinos les pueden asegurar: eso no es cierto.
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