lunes, 11 de marzo de 2019

El tardío fin del siglo xx.

Por Slavoj Zizek.

Todos recordamos la escena clásica de dibujos animados: un gato camina sobre el precipicio y mágicamente sigue adelante, flotando en el aire; se cae sólo cuando mira hacia abajo y se da cuenta de que no hay suelo bajo sus pies… De la misma forma puede decirse que, en las últimas décadas, el socialismo cubano continuó viviendo sólo porque aún no se había dado cuenta de que ya estaba muerto. Soy crítico con Cuba no porque sea anticomunista sino porque sigo siendo comunista.

Está claro que Fidel Castro era diferente del tipo habitual de dirigente comunista y que la propia Revolución cubana era algo único. Su especificidad se interpreta mejor mediante la dualidad de Fidel y el Che Guevara: Fidel, el líder de verdad, la autoridad suprema del Estado, frente al Che, el eterno rebelde revolucionario que no podía resignarse simplemente a gobernar un Estado. ¿No es esto algo así como una URSS en la que Trotsky no hubiera sido rechazado como el architraidor? Imagínese que, a mediados de los años 20, Trotsky hubiera emigrado y renunciado a la ciudadanía soviética con el fin de alentar la revolución permanente en todo el mundo y que entonces hubiera muerto poco después, y que al poco de su muerte Stalin lo hubiera elevado al culto y que monumentos que conmemoraran su amistad proliferasen por toda la URSS…

Uno acaba por cansarse de las historias contradictorias del fracaso económico y del desprecio de los derechos humanos en Cuba, así como de la dualidad de la educación y la asistencia sanitaria constantemente evocada por los amigos de la Revolución. Uno se cansa incluso de la verdaderamente inconmensurable historia de cómo un pequeño país puede plantar cara a la mayor superpotencia (con la ayuda de la otra superpotencia, cierto). Lo realmente triste de la Cuba de hoy es una circunstancia claramente representada por las novelas del policía Mario Conde, de Leonardo Padura, ambientadas en La Habana de hoy: la atmósfera no es tanto de pobreza y opresión como de oportunidades perdidas, de vivir en un lugar del mundo al margen, en gran medida, de los enormes cambios económicos y sociales de las últimas décadas.

Todas estas historias no cambian el triste hecho de que la Revolución cubana no produjo un modelo social que tuviera algo que ver con el definitivo futuro comunista. Cuando visité Cuba hace una década, la gente de allí me mostraba con orgullo casas en ruina como prueba de su fidelidad al hecho revolucionario: «¡Mira, todo se está cayendo a pedazos, vivimos en la pobreza, pero estamos dispuestos a soportarlo antes que traicionar a la Revolución!». Cuando las propias renuncias se experimentan como prueba de autenticidad, tenemos lo que en psicoanálisis se llama la lógica de la castración. Toda la identidad político-ideológica cubana descansa en la fidelidad a la castración; no es de extrañar que el líder se llamara Fidel Castro.

La imagen de Cuba que se obtiene de alguien como Pedro Juan Gutiérrez (en su Trilogía sucia de La Habana) es reveladora: la realidad común de Cuba es la verdad de lo sublime revolucionario: la vida cotidiana de lucha por la supervivencia, desde la huida hasta las relaciones sexuales promiscuas violentas, de aprovechar el día sin ningún tipo de proyectos orientados al futuro. En un extenso discurso público, allá por agosto de 2009, Raúl Castro arremetió contra aquellos que simplemente gritan “¡Muerte al imperialismo estadounidense! ¡Viva la Revolución!” en lugar de comprometerse en un trabajo difícil y paciente. Toda la culpa de la miseria cubana (una tierra fértil que importa el 80% de sus alimentos) no se puede achacar al embargo de los Estados Unidos: hay gente ociosa por un lado, tierras vacías por otro, y no hay más que empezar a trabajar los campos… Si bien todo esto es obviamente cierto, Raúl Castro se olvidó, sin embargo, de incluirse a sí mismo en la imagen que estaba describiendo: si nadie trabaja en el campo, es evidente que no es porque sean unos vagos sino porque el sistema de dirección estatal de la economía no es capaz de ponerlos a trabajar. En lugar de arremeter contra el pueblo llano, Raúl Castro debería haber aplicado el viejo lema estalinista según el cual el motor del progreso en el socialismo es la autocrítica y ejercer una crítica radical del sistema que él y Fidel personifican. Aquí, una vez más, el mal está en la mirada sumamente crítica que percibe el mal por todas partes…

Entonces, ¿qué pasa con los izquierdistas pro-castristas occidentales, que desprecian a los que los propios cubanos llaman gusanos, los que emigraron? ¿Pero, con toda solidaridad hacia la Revolución cubana, qué derecho tiene un típico izquierdista occidental de clase media a despreciar a un cubano que decidió abandonar Cuba no sólo por el desencanto político sino también por culpa de la pobreza? En el mismo sentido, yo recuerdo a principios de los 90 a docenas de izquierdistas occidentales que con arrogancia me lanzaban a la cara cómo, para ellos, Yugoslavia todavía existía y que me reprochaban que traicionara la irrepetible oportunidad de mantenerla viva, a lo que yo siempre respondía que no estaba dispuesto, sin embargo, a conducirme en mi vida de una manera que no decepcionase los sueños de los izquierdistas occidentales. Gilles Deleuze escribió en alguna parte: “Si vous êtes pris dans le rêve de l’autre, vous êtez foutus”. Los cubanos han pagado el precio de estar atrapados en los sueños de otro.

Las aperturas graduales de la economía cubana al mercado son compromisos que no resuelven el punto muerto sino que tan sólo prolongan la inercia predominante. Después de la inminente caída del chavismo en Venezuela, Cuba tiene tres opciones: continuar vegetando en una mezcla de régimen del Partido Comunista y concesiones pragmáticas al mercado; abrazar de manera plena el modelo chino (capitalismo salvaje con gobierno del partido), o simplemente abandonar el socialismo y, de este modo, admitir la derrota total de la Revolución. Pase lo que pase, la perspectiva más triste es que, bajo la bandera de la democratización, se perderán todos los pequeños pero importantes logros de la Revolución, de la asistencia sanitaria a la educación, y los cubanos que escaparon a EEUU van a imponer una violenta reprivatización. Existe una pequeña esperanza de que se impida este retroceso extremo y se negocie un compromiso razonable.

¿Cuál es entonces el resultado de la Revolución cubana en su conjunto? Lo que me viene a la mente es lo que le sucedió a Arthur Miller en el Malecón de La Habana, donde dos chicos sentados en un banco cerca de él, manifiestamente pobres y necesitados de un afeitado, estaban enfrascados en una intensa discusión. Un taxi se detuvo al poco en la acera frente a ellos y de él salió una hermosa joven con dos bolsas de papel de estraza llenas de comestibles. La joven hacía malabarismos con las bolsas para abrir el monedero al mismo tiempo y un tulipán estaba oscilando peligrosamente en un tris de rompérsele el tallo. Uno de los hombres se levantó y le cogió una de las bolsas para sostenérsela mientras que el otro se le unió para sujetarle la otra bolsa, y Miller se preguntó si no estarían a punto de apoderarse de las bolsas y echar a correr. Nada de eso ocurrió; en su lugar, uno de ellos sostuvo delicadamente el tallo del tulipán entre su índice y su pulgar hasta que la joven pudo sujetar las bolsas con seguridad en sus brazos; ella les dio las gracias con una cierta dignidad formal y se alejó.

Éste es el comentario de Miller: “No estoy seguro de por qué, pero esta transacción me pareció digna de mención. No se trataba sólo de la galantería de estos hombres pobres de solemnidad, que era impresionante, sino de que la mujer parecía que se la tomaba como algo natural y en modo alguno extraordinario. Ni que decir tiene que no les ofreció ninguna propina, y tampoco ellos parece que esperasen ninguna, a pesar de la relativa riqueza de ella en comparación.

Después de haber protestado durante años por el encarcelamiento y el silenciamiento de escritores y disidentes por el Gobierno, me preguntaba si, a pesar de todo, incluso del fracaso económico del sistema, se había creado una corriente alentadora de solidaridad humana, posiblemente a espaldas de la simetría relativa de la pobreza y de la uniforme futilidad inherente al sistema, de la que pocos eran capaces de sacar cabeza a menos que escaparan navegando” (Arthur Miller, A visit with Castro, The Nation, 12 de enero de 2004).

Es en este nivel más elemental en el que se decidirá nuestro futuro; eso que el capitalismo global es incapaz de generar es precisamente esa clase de «corriente alentadora de solidaridad humana». Así pues, para concluir con el espíritu de que mortuis nihil nisi bonum [de los muertos nada (debe decirse), salvo lo bueno], esta escena en el Malecón es quizás lo más bonito que soy capaz de recordar de Castro.
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