sábado, 2 de marzo de 2019

La fijeza reveladora (ii).

Por Alejandro González Acosta.

Uno de los eslabones más resistentes de esta cadena de falsedades, y de los más antiguos, es la caracterización de Batista como “el malo de la película”, “el enemigo perfecto”, “el más odiado”, “el villano más atroz”, “el modelo de la perversión” y el “monstruo por excelencia”; en realidad, esta construcción comenzó desde antes que Castro monopolizara el poder, y sus inescrupulosos creadores no fueron por siempre sus más fieles y eternos colaboradores incondicionales. Ciertamente, la raíz de estos males se afincó desde mucho antes y por diversos personajes, quienes, envidiosos o insatisfechos de sus apetitos, vendidos o cómplices ingenuos, fueron levantando el pedestal de la horca sin percatarse que ellos también penderían algún día de ella. El maniqueísmo bipolar aplicado ha sido tan útil para Castro, como lo fue, si vamos al real origen de la práctica, para los maestros del sistema, Joseph Goebbels y Willi Münzenberg, esos dos grandes seductores de multitudes e intelectuales útiles.

El abuso castrista contra los niños no empezó con la “Operación Pedro Pan”, los adoctrinados pioneros o la Masacre del Remolcador 13 de Marzo: aunque su propia familia fue protegida expresamente por Batista, mientras Castro estuvo en una cómoda cárcel condenado por sedición y aún durante su insurrección, los hijos de su contrincante desplazado fueron perseguidos y vituperados por él y sus seguidores dóciles y complacientes, rabiosos y adocenados, cuando fueron agredidos al llegar dos días antes de la caída del Gobierno cubano a Nueva York, según recupera el conmovedor testimonio de Roberto “Bobby” Batista, que integra Machover en su libro.

Al llegar al destierro, los hijos de Batista fueron víctimas totalmente inocentes, como recuerda Machover, del “primer acto de repudio revolucionario”, esos “minutos de odio orwellianos”, inocultables abuelos de los actuales escraches podemitas hispanos. En las primeras horas del 30 de diciembre de 1958, cuando llegaron a Estados Unidos, ya los esperaban las sedientas hordas castrófilas en el aeropuerto, para agredirlos, regocijadas con su inminente victoria, que celebraban eufóricamente.

Tal parece que Fidel Castro, en su obcecado redentorismo purificatorio e incendiario, nunca entendió y menos aún aceptó, que pudiera haber alguien que no quisiera participar en su empresa utópica. No podía concebir que nadie se le negara para ser parte de sus huestes que construirían el futuro sólo por él concebido. Partir o negarse no podía asumirlo sino como traición, a él y, en su persona, a la misma patria encarnada (que para él eran lo mismo). Es revelador que con el tiempo dejó de referirse a “Cuba”, para reducirse sólo a un concepto prefabricado por él a su imagen y semejanza, la sempiterna “Revolución”, su revolución, la de él y nadie más.

Asombrosamente, para los republicanos Eisenhower y Nixon, Batista era un “socialista” y un “dictador”, y hasta había sido aliado (coyuntural) de los comunistas cubanos. Y, en cambio, Castro era -en el principio- un “liberal idealista” (luego al menos Nixon rectificó, pero ya era tarde), un “Robin Hood del Caribe”. De ahí el mortal embargo de armas y el irresponsable abandono de Batista por el Gobierno de Estados Unidos en marzo de 1958, lo cual fue mucho más demoledor y decisivo que cualquier otro golpe militar de los insurrectos contra la república cubana. Ya fue muy tarde cuando Eisenhower revisó su juicio sobre Fidel Castro, y su desplante de no recibirlo, sólo aumentó la popularidad de éste, al quedar como víctima del victorioso militar estadunidense: así comenzó el mito del David caribeño enfrentado al Goliat americano, que se ha implantado tan hondamente en el inconsciente colectivo mundial.

Una de las figuras más tenebrosas y retorcidas, y que ha sido absuelta cegata e irresponsablemente por la historia elaborada a partir de los turiferarios, es la de Ramón Grau San Martín, el peor traidor a la causa cubana de todos los tiempos; vaselinoso, ambiguo y hasta feminoide, dos veces faltó a su palabra empeñada y empujó al país hacia el desastre final, atendiendo sólo a su resentimiento y frustración. Su inopinado desistimiento para competir en las elecciones de 1954 y 1958, apenas unos pocos días antes de los comicios, fue un boicot irresponsable contra el único mecanismo entonces posible para encontrar una solución pacífica a la guerra civil. Ese contubernio fue generosamente premiado, al permitírsele acabar sus días sin ser molestado en su opulenta residencia de la Quinta Avenida en Miramar, a la que se refería modestamente como “La Chocita”.

Castro aprendió muy bien de los errores de Batista: por eso él no los repetiría. Jamás le tembló la mano para reprimir sin piedad, ni compasión (vocablo que reveladoramente nunca aparece en su léxico personal, aunque forma parte del Himno del 26 de Julio), ni menospreció al más ínfimo de sus adversarios: los aplastó a todos, lo mismo familiares, que amigos y compañeros de infancia.

Desde la famosa entrevista con Herbert Matthews para acá, Castro fue el campeón de la propaganda, pero aún antes, con la fantochada de la Campana de la Demajagua, su desempeño en el Colegio de Dolores, en El Bogotazo, y en el mismo Asalto al Cuartel Moncada, fue siempre un hábil manipulador. Todos estos fueron “golpes de efecto” aplicados desde muy temprano para la exaltación de su ego hipertrofiado, construyendo precozmente un futuro perfil heroico. Esa personalidad patológica marcó el devenir de su país, de tal suerte que su historial clínico sería tan útil para los historiadores como su biografía política e ideológica, y hasta podrían intercambiarse, según ya apuntó alguien.

Nadie que pudiera competir con él prevaleció en el entorno de Castro. Como el frondoso baobab, ninguno pudo crecer bajo su sombra: el mismo José Antonio Echeverría era tan protagónico como Fidel Castro, y de haber sobrevivido a sus aventuras terroristas, el choque futuro entre ambos era inevitable, pero una vez más el destino favoreció a Castro: la Parca apartó a Manzanita del camino para no estorbar el vertiginoso ascenso al poder del biranense.

Lector asiduo de Primo de Rivera y Mussolini, pero en especial de Maquiavelo, para quien “el fin justifica los medios”, Castro introdujo en la lucha política elementos antes desconocidos, como el secuestro de aviones y personas, que después crearían una calamitosa secuela: valga recordar que el corredor de autos Juan Manuel Fangio no fue el único secuestrado (23 de Febrero de 1958) por las células terroristas del Movimiento 26 de Julio: el mismo año, un comediante, también argentino, el popular Pepe Biondi, fue raptado en las cercanías del Edificio Focsa, cuando Castro dictó la proclama “ni una fiesta ni una risa”, para impedir la celebración del 4 de Septiembre batistiano. Bombas en cines y cabarés se convirtieron en sucesos de siniestra cotidianidad dentro la pelea sin cuartel desatada por Castro.

La historiografía oficial da por sentado el triunfo del candidato Roberto Agramonte por el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) en las elecciones generales de junio de 1952, interrumpidas por el golpe de Estado del 10 de Marzo realizado por Batista, pero actualmente esta afirmación resulta muy cuestionable. Se afirma, sin sustento sólido, que Batista dio el golpe de Estado porque sabía que perdería en las elecciones unos días después”. Esa es hoy una aseveración gratuita y sesgada, pero que ha gozado de fortuna historiográfica por ser incansablemente repetida.

La industria de la publicidad en Cuba, iniciada tempranamente desde 1907 con la Liga Cubana de Publicidad fundada por Walter Stanton, y que para los años veinte contaba con dos compañías establecidas como la Havana Advertising y la Tropical Advertising, ya para el 8 de marzo de 1935 agrupó a los profesionales en la Asociación de Anunciantes de Cuba y existían formaciones gremiales como la Asociación de Agencias de Anuncios (AAA), y la Asociación Nacional de Profesionistas Publicitarios (ANPP), y ya en 1945 se estableció la Escuela Profesional de Publicidad, pero esta intensa actividad estaba referida a la publicidad comercial, pero no existía un auténtico marketing político, y lo que se hacía en las campañas electorales eran las formas más precarias y elementales de la propaganda política casera, con carteles, anuncios, volantes, bisutería diversa y pegajosas canciones (las congas, para las cuales no desdeñaban colaborar hasta músicos de renombre como el jingle de Carlos Prío obsequiado por Osvaldo Farrés), pero no existía en Cuba -como tampoco en Estados Unidos aún- un estudio científico del mercado y las preferencias políticas, y todo se fiaba al “olfato” y a la “intuición” de los actores contendientes.

En 1952, 1954 y 1958 tampoco había verdaderas encuestas de opinión y de intención de voto, con métodos profesionales como aspiran a ser las actuales, elaboradas por casas especializadas y de prestigio, y con amplias muestras estadísticamente representativas. Los análisis demoscópicos estaban aún en pañales para esa época, y los “estimados” existentes eran sólo “a ojo de buen cubero”, o las parcializadas y muy sesgadas “encuestas”, elaboradas y publicadas por la claramente tendenciosa y muy antibatistiana revista Bohemia, en manos de su polémico y ambiguo director-propietario Miguel Ángel Quevedo, de triste memoria, quien terminó abjurando de sus pasados errores y suicidándose, aunque tratando de lavar el grave daño que había ocasionado a Cuba con su decisivo apoyo a Castro. Quevedo, intentó después descargar parte de su responsabilidad al acusar de deslealtad a su mano derecha, el “dipsómano” (así lo llamó) Enrique de la Osa, autor de la célebre mentira de “los 20 mil muertos de Batista”, que todavía sigue apareciendo en las páginas oficiales castristas. Esta colosal mentira se ha asumido como verdad indiscutible, confirmando aquella frase de Goebbels que cuanto más grande es el infundio, más fácilmente será aceptado.

Sin embargo, nadie ha reparado en un hecho sobre esto: en estos 60 años de dictadura y propaganda activa, el régimen cubano nunca ha publicado un libro donde aparezcan esos “20 mil mártires”, aunque ha tenido a su completa disposición investigadores, empleados, archivos, testimonios, partes médicos e informes de nosocomios suficientes para documentar su acusación, y tampoco ha editado un libro donde aparezcan todos “sus” mártires, pues quedarían atrapados flagrantemente en su mentira. Contando con todos los medios a su alcance, el régimen cubano ha sido incapaz de ejecutar lo que el exilio sí ha realizado, sin apoyos ni recursos, con el formidable Archivo Cuba, registro serio y puntual, profesionalmente documentado, contrastado y actualizado, de todas las víctimas del castrismo, fundado en Washington en 2001 como una iniciativa del Free Society Project, Inc. por Armando M. Lago (1939-2008) y María C. Pino Cañizares (1934-2008), entre otros, y continuado en la actualidad por una junta directiva presidida por María C. Werlau. Allí aparecen, con nombres y apellidos y con al menos dos de sus fuentes, 7.173 muertos y desaparecidos imputados a Fidel Castro hasta su muerte el 25 de noviembre de 2016, según cita Werlau en su artículo “Castro superó a Pinochet” (El País, 4 de diciembre de 2016).

Otros publicistas muy populares como José Pardo Llada, Luis Conte Agüero y Luis Ortega Sierra, también incurrieron en esa actitud de ingenua complicidad en el mejor de los casos, aunque -como reveló el propio Batista- aceptaban de buen grado sus “donativos”, y alguno hubo que hasta le reclamó que ese dinero obsequiado “no le alcanzaba para un viaje a España con su mujer”. Sin embargo, “jalaron soga para su pescuezo”: después de sus servicios con el micrófono en favor de Castro, éste se lo arrebató para quedárselo él solo. Creo revelador el hecho que tanto Pardo Llada como Ortega Sierra, después de un largo exilio, fueron tan inescrupulosos de visitar a Cuba y ser amistosamente recibidos por el propio Fidel Castro. A la larga, amarga lección de la historia, sólo fue el repudiado Otto Meruelo quien único dijo la verdad desde el principio, aunque fue calificado -y condenado- como calumniador y pluma vendida del régimen batistiano, y sufrió 18 años de dura prisión (la condena fue de 30), antes de poder salir al exilio. Raúl Castro lo consideró su “preso personal”, pues nunca le perdonó que lo llamara “la china de los ojos tristes”.
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