Por Esteban Fernández.
Una de las incongruencias que se implantó en Cuba a partir de enero del 59 fue el “corre-corre”. Se acabó la tranquilidad y se dio riendas sueltas al desasosiego y a la improvisación. Era como si todos los representantes del régimen tuvieran culillos.
Un montón de gente desesperada por hacer méritos, un “empuja-empuja”, un quítate tú para ponerme yo, y todo se hacía en forma atropellada y descabellada. Era un total desbarajuste nacional.
No había un solo minuto de tranquilidad en el país, mítines relámpagos que el único objetivo era mantenerme a la gente en jaque.
La televisión y la radio dejaron de ser remansos de entretenimiento y alegría para sumarse y promover el caos colectivo. Casino de la Alegría y Jueves de Partagás fueron sustituidos por el juicio a Sosa Blanco.
Todo el gigantesco desorden emanaba de un líder que invariablemente daba la impresión de estar apurado y caminando dando zancadas mientras el resto de su comitiva tenía que andar siempre corriendo para no quedarse rezagados.
Los comandantes, los capitanes, los tenientes, los ministros, los comisionados municipales, sin tener una verdadera agenda de trabajo no les quedaba más remedio que sumarse al berenjenal, al correteo existente e imitar la actuación caótica del jefe supremo.
Dentro del mal llamado “Gobierno Revolucionario” era imposible encontrarse con un oficialista calmado, ecuánime y razonable, realizando una labor definida y organizada.
Daba la impresión de que la nación se había convertido de sopetón en un gigantesco “Hospital de dementes de Mazorra”, en un maratón corriendo hacia el abismo. No se podía ir a un parque, ni a un cine, ni a una obra de teatro sin que grupos de desalmados trataran de inocularnos y meternos por las cabezas las descabelladas consignas fidelista.
Imposible resultaba escapar al escándalo de altoparlantes lanzando discursos encendidos, violentos y groseros de un tipejo con hormigas y ladillas en sus cochinos calzoncillos. La forma en que Fidel Castro le hablaba, regañaba y gritaba al pueblo cubano era como los chulos les hablaban a sus prostitutas.
Nos atiborraban de consignas -hasta ese momento casi nadie ni sabía lo que era una consigna- agresivas como “Cuba si, Yanquis no” y “Si Fidel es comunista que me pongan en la lista”.
Los revolucionarios no poseían un trabajo fijo, pero ninguno dejaba de estar agitado y en un febril correteo dándoles impulso y cranque a todas las personas a su alrededor. En las esquinas del país se levantaban tribunas y orados improvisados de barricada lanzaban ardientes arengas fidelistas.
Los primeros rusos -los “bolos”- que llegaron no entendían ni media palabra de lo que estaba pasando en la isla que un trastornado se las había regalado. Cuando estos le reportaban al jefe supremos de la URSS la situación internada de Cuba le decían en su idioma y traducido al nuestro: “Compañero Nikita, con pena le informamos que los cubanos van a toda prisa creando un “marxismo leninismo tropical ‘sui generis’ con ron, rumba, cha cha chá y mambo”.
Pero bueno, me parece que Dios al final logró castigar al mayor de los causantes de nuestra tragedia parándole en seco el corre-corre, postrándolo en una silla de ruedas, sin poder hilvanar una sola frase y con una horripilante compañera a lado, terminando incinerado encerrado dentro de un infernal seboruco.
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