El ridículo, la humillación, el esperpento y la grosería conviven con armonía en una sociedad cuyos titulares periodísticos pueden ser, en una semana, el informe de la inauguración de un tren que la mayoría de los viajeros no pueden pagar por los altos precios de sus boletos, al mismo tiempo, que se anuncia, con una combinación de glamour y picardía, una ceremonia de brujería artificial, para que el presidente del país tenga suerte, buenaventura, salud y buenos caminos.
Con esas dos noticias bastan y sobran para que la gente se haga una idea clara de la nación que habitan y la tierra que los acoge. Lo que pasa es que los grandes sectores de la población, tienen que vivir también los rigores de la vida cotidiana, las angustias diarias, el acoso policial y el miedo como sistema, a lo largo de las 24 horas del día.
Todo en silencio, como si esa realidad no fuera la suya, como si todo ese esquema represivo y circense sucediera lejos o pasara en una pantalla del tamaño del cielo de la Isla.
Esa maquinaria estatal productora de referencias y crónicas triunfalistas o reseñas de leyes y órdenes, que hacen al país un incierto edén terrenal lleno de equidad y alegría, tiene otra función, que es, desde luego, muy importante para los rollos de mentiras que proyecta.
Hablo del olvido porque una de las funciones principales de los programadores del Partido Comunista, que hacen ese trabajo, es el decreto permanente del olvido. El robo descarnado de la realidad y de todos sus dolores y heridas.
Con la promoción del tren chino y los alcoholes de la brujería para el bienestar de Miguel Díaz Canel, se quedó en la tinieblas de quienes viven en la geografía de la Isla, la muerte de uno de los promotores de la ya larga batalla por los derechos humanos y la libertad de Cuba.
Me refiero a Ricardo Bofill Pagés, un hombre sencillo y humilde que en la década de los setenta (exactamente el 28 de enero de 1978) junto a unos pocos amigos, inició el trabajo por devolverle la democracia y el progreso a su patria. Murió discretamente como vivió, en un hospital de Miami, a los 76 años, después de cumplir varias condenas de prisión. Su amigo y compañero de los años duros, el periodista Rolando Cartaya escribió:
“Este es el hombre que comprendió que las violaciones de los derechos humanos no eran puntuales, sino institucionales, y que después que el régimen ahogó en sangre la lucha armada clandestina sólo era viable lucha pacíficamente, a cara descubierta y desde la plataforma elaborada por la ONU. Este es el hombre que cuando llegábamos a su casa al amanecer, en el reparto mañana de Guanabacoa, ya tenía media docena de denuncias mecanografiadas en original y ocho copias al carbón para distribuirlas a las agencias extranjeras y a las embajadas.”
Pues bien, la muerte de Ricardo Bofill es la noticia más trascendente y conmovedora por estos días en Cuba.
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