jueves, 11 de julio de 2019

Viviendo en el ‘paraíso socialista’.

Por Iván García.

Viviendo en el ‘paraíso socialista'

Hacen una sola comida al día. Habitan en cobertizos de cartón y chapas de aluminio sin agua potable ni servicios sanitarios. Al ser residentes ilegales en La Habana, no tienen libreta de racionamiento. Su afición preferida es beber ron de quinta categoría. En cualquier lugar, a cualquier hora.

Luego del alcohol casi siempre llegan las broncas. Auténticas batallas a puñetazos o machetes. En los más de 60 asentamientos ilegales existentes en la periferia de la ciudad, cerca de tres mil personas viven como animales.

En su mayoria huyen de la miseria y falta de futuro en las provincias orientales. Casi todos vendieron sus pertenencias, algunos incluso la casa, con la ilusión ganar dinero en la capital y mantener a los familiares que dejaron atrás.

Son parias en su propia patria. Para la policía son delincuentes que infringen las leyes. A cada rato las autoridades montan operativos relámpagos. Destruyen las chozas y los montan en trenes rumbo al oriente de la isla. Más tarde o más temprando, terminan regresando.

Llamémosle Ignacio. Un tipo de piel amarillenta y pómulos hinchados por el exceso de alcohol. Viste un overol negro empercudido que a gritos pide ser lavado. Fuma un cigarrillo tras otro. Jura tener 40 años, pero aparenta veinte más. La última vez que comió carne fue hace dos semanas, cuando en el vertedero de la Calle 100 recogió panza, lengua y algunas costillas de res.

“Si tú supieras la cantidad de cosas de valor que la gente y las instituciones del Estado botan no me creerías. Computadoras que funcionan y comida que se puede comer. Si la carne tiene un poco de peste, se le quita lavándola con agua y sal o vinagre. Luego pal’ sartén”, dice con una sonrisa forzada.

Las costillas, después de lavadas, Ignacio las vendió a tres pesos cada una en el ‘llega y pon’ donde vive hace siete años. “Pa’sopa no tienen precio”. Con el puñado de pesos se compró el trago de los olvidados: aguardiente casero filtrado con miel de purga y que en Cuba se le conoce como Bájate el blúmer y Chispa de tren, aunque ahora le llaman Donald Trump, pues al bajarte un litro hablas más sandeces que el mandatario estadounidense.

Los vecinos de Ignacio no lo quieren. Según Elsa, es un personaje tenebroso, borracho consuetudinario y muy cochino porque está una semana sin bañarse. “Además pajuso. Cuando se empina tres tragos, se pone a rascabuchear a las mujeres. Ya ha tenido broncas con los hombres por su descaro. O se va a una vereda que queda cerca de la CUJAE a masturbarse con las estudiantes que por ahí pasan. De los que viven aquí es el peor. Lo último que trajo el barco”.

Justo, un mulato encorvado y larguirucho que frisa los 50, lleva ocho años en La Habana. Trabaja pedaleando durante doce horas en un bicitaxi. Hace dos años trajo a su mujer y los dos hijos de un poblado remoto en Santiago de Cuba.

“No había futuro,nagüe. Vivíamos en un antiguo batey azucarero que por decreto de Fidel Castro cerró hace quince años. Allí la gente vive del aire, vendiendo guineos (plátanos), mangos, matando vacas y bebiendo aguardiente del malo. Primero vine yo solo. Después mi mujer vendió el ranchito y vino con los hijos. Yo me defiendo con el bicitaxis y ella lava pa’la calle y cuida viejos enfermos. Los chamacos van a la escuela, quieren estudiar, ganar dinero y vivir en una casa decente. Aunque vivimos mal, no quieren regresar a Oriente. De La Habana, dicen, si se van es pa’la yuma” .

La mejor vivienda del ‘llega y pon’ es la suya. Mitad ladrillos y bloques, mitad chapas de aluminio y tejas acanaladas. La luz eléctrica se le roba de un tendido cercano que pasa por la Autopista. Dentro construyó una letrina. Tiene un televisor de pantalla plana y un potente equipo de música que los fines de semanas no para de tronar un reguetón tras otro.

“A la puerta tuve que ponerle cerradura y reforzarla. Los ladrones hacen ola. Muchos de los que viven en el llega y pon son meao de perro, personas sin valores. El Estado no hace nada por ayudarnos. No tenemos libreta de abastecimiento. Gracias a una resolución especial, los hijos de los ilegales pueden ir a la escuela. Por no tener papeles, tenemos que trabajar siempre por la izquierda. Esto aquí es la ley de la selva. Estoy reuniendo un dinerito pa’ comprarme una casita en Marianao. Ese es mi sueño, legalizar mi situación en La Habana”, confiesa Justo.

Cuando cae la noche, los residentes de esta favela habanera refuerzan su moral contando historias de cubanos que vivieron como ellos y triunfaron. El éxito, en su opinión, es desayunar café con leche y sentados en una mesa, comer tres o cuatro platos diferentes. Tener legalizada su situación y poder vivir en una habitación con techo de placa.

No son muy exigentes. Para ellos La Habana es lo más parecido a Miami. Una primera escala.
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