El presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, pronuncia su discurso conmemorativo del 26 de julio. Bayamo.
«Tenemos un problema», dijo Raúl Castro, sin levantar la vista del informe que tenía sobre el escritorio. Miguel Díaz-Canel tragó en seco, y repasó mentalmente la lista de todas las personas con las que se había reunido durante las últimas semanas. Casi no había ningún extranjero entre ellos, y entre los cubanos, no había ninguno que tuviera un rango inferior al de presidente de gobierno municipal. Díaz-Canel se había asegurado, antes de encontrarse con ellos, de que ninguno hubiera caído en desgracia o estuviera bajo investigación de la Seguridad del Estado. ¿Se habría enterado Raúl de algo que Díaz-Canel había hecho sin enterarse siquiera de que lo estaba haciendo? «El Estornudo está diciendo que no te dejamos hablar en los actos importantes, como el del 26», soltó Raúl. Díaz-Canel permaneció impávido, tratando de adivinar si Raúl estaba enojado con El Estornudo, por su impertinencia, o con él, por no haber pedido con más insistencia la oportunidad de pronunciar el discurso central del 26 de julio, y haberle dado, con su pereza, una excusa al enemigo para atacar a la Revolución. Raúl continuó: «Yo pensé que te habías ocupado de El Estornudo. Esos chiquitos me tienen hasta los cojones». Díaz-Canel respondió, atropellando las palabras: «A esa gente no los lee nadie en Cuba, los tenemos bloqueados». «No seas comemierda», Raúl empezó a perder la paciencia, «eso ni tú mismo te lo crees». En los ojos de Díaz-Canel hubo un relámpago de pánico. Raúl lo miró durante tres, cuatro, cinco segundos, sin decir nada. «Y a este hombre lo hice yo presidente de Cuba», pensó. Volvió entonces a clavar la vista en sus papeles. «No tengo tiempo ahora para hablar de El Estornudo, pero tú y yo vamos a tener una conversación sobre ese temita en los próximos días», dijo, imitando, sin poderlo evitar, el tono que adoptaba Fidel para advertir a sus ministros que tenían los días contados. «Por lo pronto, prepárate, que vas a dar el discurso del 26 en Bayamo». Díaz-Canel exhaló, y al hacerlo, se dio cuenta de que llevaba casi medio minuto conteniendo la respiración. Pero la cálida sensación de alivio que había recorrido su cuerpo, de la cabeza a los mocasines, fue sucedida rápidamente por un antártico terror. «Es un gran honor, general, no lo esperaba… Pero yo creo que ese honor le corresponde a usted o al compañero Machado… Yo no quisiera que el compañero Machado pensara…» Raúl bramó: «El compañero Machado hace lo que yo le diga, y tú también. Tú vas a dar el discurso y se acabó. Y procura que no pase de media hora, que quiero estar de vuelta en La Habana al mediodía».
Así, por culpa de El Estornudo, y cuando menos lo esperaba, Miguel Díaz-Canel fue encargado de pronunciar el discurso central del acto por aniversario 66 del ataque al Cuartel Moncada. Los amanuenses del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista le escribieron un discurso muy semejante a los que han escrito durante años para Raúl y Machado Ventura, en el estilo árido, infértil, en el que mienten, gritan y juran, a veces todo a la vez, los funcionarios públicos cubanos. Pero Díaz-Canel insistió en añadir algunas notas personales, para que su oración no pareciera demasiado machadoventuresca, y pidió ideas a algunos periodistas e intelectuales a los que suele recurrir en busca de apoyo. Uno de ellos sugirió que Díaz-Canel debía reconocer, al inicio de su discurso, que su designación para pronunciar las palabras centrales del acto era, en sí misma, un signo de encumbrado significado, el robusto símbolo lampedusiano de la continuidad como cambio y del cambio como continuidad, aunque los colaboradores del presidente de Cuba no pudieron llegar a ponerse de acuerdo sobre qué, exactamente, había cambiado o había continuado en la isla en los últimos tres años, ambos conceptos, cambio y continuidad, son ariscos e imprecisos en una época neblinosa en la que nada parece cambiar y sin embargo todo el mundo tiene la impresión de que el estado del país es cada vez peor. «Eso no importa ahora, terció uno de los redactores, «este es el discurso del 26, no la Tritogenia de Demócrito. Lo que importa es que El Estornudo se tenga que tragar sus palabras». Un redactor sugirió añadir al discurso un verso de Miguel Barnet, «Yo soy el que anda por ahí empujando un país». A Díaz-Canel le gustó, pero pidió que se lo pusieran en plural, referido no a él mismo, sino a las «nuevas generaciones», para que Raúl no fuera a tener la fatal impresión de que el presidente de Cuba se creía que era él quien gobernaba el país. Otro escriba vino con un artículo de Graziella Pogolotti en Granma. A Díaz-Canel le gustó aún más que el verso de Barnet, y decidió que le vendría bien para introducir la sección final del discurso, el efervescente crescendo hacia el patriaomuertevenceremos. «Los años duros impuestos por el asedio del imperialismo no pueden ocultar verdades como puños bajo el manto de la desmemoria», había escrito Pogolotti. «Porque la lucha no ha concluido, siempre es 26». «Es como si cantara Omara, pero con profundidad», dijo Díaz-Canel.
Una idea agriamente discutida fue la proposición de uno de los redactores, un joven historiador, de usar un estudio de 1957 de la Asociación Católica de Cuba para justificar la Reforma Agraria de Fidel Castro. El estudio, explicó el muchacho, había concluido que los trabajadores agrícolas cubanos vivían «en condiciones de estancamiento, miseria y desesperación difíciles de creer». «Eso sí sería tremendo, usar un documento católico para explicar la revolución». Díaz-Canel sonrió: «A Machado y a Ramiro no les va a gustar, pero a Raúl le va a encantar la idea». El historiador explicó que uno de los autores del estudio de 1957 era José Ignacio Lasaga, un notable intelectual católico que se había marchado al exilio después del fracaso de la invasión de Playa Girón, y que había estado involucrado en grupos anticastristas en Miami. «Mejor», dijo Díaz-Canel, «vamos a citarlo con nombre y apellido». «Va a ser la primera vez que en un discurso del 26 de julio se mencione a un gusano para darle la razón», advirtió uno de los redactores, pensando para sus adentros que si la Seguridad del Estado lo detenía y le preguntaba quién había sido el de la idea de mencionar a Lasaga en el mismo discurso en el que estaban mencionados Fidel, Abel Santamaría, Ñico López y Miguel Barnet, iba a cantar como María Remolá, él sí no se iba a echar la culpa de nada. Ya tenían casi el discurso listo cuando murió Roberto Fernández Retamar, y uno de los redactores dijo que esa era una oportunidad fabulosa que no podían desaprovechar, terminar el discurso con unos versos del poeta muerto. «Ya tenemos tres intelectuales citados en el discurso», se quejó otro redactor. «Cuatro son demasiados. Uno más y esto va a parecer un artículo de La Gaceta más que el discurso del 26». «Hay que quitar uno», concedió otro. «Si ponemos a Retamar hay que quitar a Barnet». «A Raúl tanta poesía no le va a gustar», añadió un tercero. Díaz-Canel decidió hacer alarde de autoridad. «Este es mi discurso, y si yo quiero que haya, no tres, diez poetas, hay diez poetas». Sus amigos lo miraron con desconcierto, y, tras un brevísimo instante de duda, como si comprendieran el chiste al unísono, estallaron en rabiosas carcajadas.
Raúl Castro abraza a al presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, mientras se les unen en el estrado Ramiro Valdés y José Ramón Machado Ventura. Acto por el 26 de julio en Bayamo.
Al fin, uno dio con el discurso inaugural del nuevo primer ministro británico, Boris Johnson, al entrar a 10 Downing Street después de recibir el encargo de la Reina de formar gobierno. «Aquí lo tengo», gritó a los otros. Les leyó lo que había dicho Boris: «Nadie gana cuando apuesta contra Gran Bretaña». «¿De qué nos sirve eso?», preguntó uno. «¿Qué tiene que ver Inglaterra con Cuba?» «Muy sencillo», dijo el que había encontrado el discurso de Boris. «Gran Bretaña es la quinta economía mundial y Cuba ni siquiera está en la lista…» «Por el bloqueo», aclaró Díaz-Canel. «Claro, claro, por el bloqueo…», continuó el redactor. «Gran Bretaña es una potencia nuclear, y Cuba…», dijo, mirando de reojo a Díaz-Canel, «es un país acosado, sitiado…» Hizo una pausa. «Pero en el fondo, se parecen, los británicos están a punto de destruir su país con Brexit, y nosotros…» Dudó. «¿Nosotros qué?», preguntó Díaz-Canel. «Nosotros estamos recuperándonos del período especial, del bloqueo, de la Helms-Burton, de los huracanes…», el redactor recuperó su elocuencia. «Lo que quiero decir es que ambos países necesitan en este momento que alguien les diga que ellos son los mejores, que pueden hacerlo todo, que pueden superar cualquier obstáculo, que son invencibles, aunque no sea cierto». «Pero Boris es un charlatán, un reaccionario, un Trump más educado», arguyó uno. «No, no, yo entiendo lo que tú estás diciendo», dijo Díaz-Canel. «Eso es lo que hacía Fidel». Se hizo un silencio sepulcral. Díaz-Canel comprendió que lo que había dicho podía costarle no solo el cargo de presidente de Cuba, sino hasta los mocasines. «Claro, en el caso de Fidel, era cierto, el optimismo», aclaró. Durante horas, Díaz-Canel y sus colaboradores buscaron una frase que tuviera el mismo fragrante optimismo de la de Boris, que fuera igual de picante, y sencilla, y deliciosamente falsa. Al final, lo mejor que se les ocurrió fue: «El mundo verá lo que somos capaces de hacer». «Y el mundo nos acompañará en nuestra resistencia», añadió Díaz-Canel, a mano sobre el borrador, orgulloso de su ingenio literario. A nadie le pareció que fuera gran cosa, pero no tuvieron tiempo de encontrar nada mejor antes de que Díaz-Canel tuviera que partir hacia Bayamo.
Ramiro Valdés, Miguel Díaz-Canel, Raúl Castro y José Ramón Machado Ventura. Acto por el 26 de julio en Bayamo.
Las pocas personas que prestaron alguna atención al discurso de Díaz-Canel en la Plaza de la Patria de Bayamo, o a través de la televisión, dijeron después que les había gustado. La mayoría de los asistentes al acto ni siquiera se enteraron de lo que dijo el presidente de Cuba, solo escucharon el cansino repicar de palabras familiares que, en cualquier orden en que se las pongan, significan lo mismo, patria, Fidel, Moncada, imperio, gloria, unidad, revolución, mártires, victoria. Solo los sacó de su letargo la breve sección del discurso dedicada al aumento de los salarios de los trabajadores del llamado «sector presupuestado», una riesgosa pero noble medida que permitirá elevar el salario medio de los trabajadores de la educación, la salud pública y la administración central del Estado a la respetable cifra de 44 dólares mensuales, y el salario mínimo a 16. Ninguno de los asistentes al acto, salvo Machado Ventura y Ramiro Valdés, había oído hablar jamás de José Ignacio Lasaga, y asumieron que se trataba de un remoto e inofensivo personaje republicano que Díaz-Canel había citado para mostrar su erudición. Al oír el nombre de Lasaga, Machado Ventura y Ramiro se miraron, y el primero hizo una breve anotación en una libretita que guardaba en el bolsillo de su guayabera. Machado llevó la cuenta, siete menciones a Fidel en el discurso, cinco a Raúl, dos al Ché, y una, respectivamente, a Martí, Céspedes y Abel Santamaría. ¿Y Miguel Barnet? ¿Retamar? «Hum», gruñó Machado, molesto. Raúl no se enteró de nada, estaba dormitando, protegido por unas gafas de sol. El Cangrejo lo tuvo que despertar al final del discurso. «¿Tiempo?», preguntó Raúl a su nieto y guardaespaldas. «36.15, general», respondió el Cangrejo. «Se pasó seis minutos», gruñó Raúl. «Sí, general», asintió el Cangrejo, «y quince segundos», insistió. Raúl subió a la tribuna, seguido por Machado Ventura y Ramiro Valdés. Díaz-Canel alzó los brazos de Raúl y Ramiro en señal de victoria. Machado, para no quedarse fuera de la cadena, trató de levantar el otro brazo de Raúl, pero el dueño de Cuba se zafó, bruscamente, y abrazó a su lugarteniente. «¿Me perdí algo?», susurró a su oído. «Después te cuento», respondió Machado. El acto del 26 fue retransmitido por la televisión nacional por la tarde, pero los primeros datos de audiencia disponibles indican que nadie, absolutamente nadie, lo vio, ni a las 6:30 de la mañana, en vivo, ni después. No obstante, Díaz-Canel cree que fue un éxito, sus amigos y su propia esposa le han asegurado que todo el mundo está hablando de su discurso. «Brillante, papi», le dijo Lis Cuesta a su marido, «eso es lo que este país necesita, optimismo y honestidad». La verdad es que nadie recuerda ya el acto del 26 ni lo que dijo Díaz-Canel, con la excepción de Machado Ventura, que sigue analizando el discurso, días después, y le ha pedido al Cangrejo que averigüe los nombres de todos los que ayudaron al presidente de Cuba en la redacción. Por si las moscas, uno de ellos se fue a Madrid el domingo, y otro ya anda cruzando el Darién. En cuanto al problema de El Estornudo, Raúl ha citado a Díaz-Canel para la semana que viene. «Tráeme un plan», le ordenó.
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