Por Javier Prada.
Tras la manifestación del 27N, el régimen ha desplegado fuerzas represivas en las calles.
Estos días han sido enervantes, incómodos. Me ha costado trabajo dormir, estar sentado, permanecer en una cola, que es lo más parecido a una muerte lenta, aguantándome el deseo de convidar a cualquiera a iniciar una protesta pacífica, una marcha a la que se sume mucha gente y acabe como acabe. He sentido deseos de saber quiénes están realmente dispuestos a ponerse en primera fila y soportar los palos, morir incluso si a la dictadura se le va la mano; una reacción que cabe esperarse de quienes han cambiado el diálogo por la confrontación al extremo de promover en ese asqueroso rotativo que ni es digno de Cuba, ni fomenta el debate, un plan de machete contra los que piensan diferente.
Han sido días de opresión en el pecho, con el carácter amargado por la impotencia y la decepción. He visto a un joven periodista “quemarse” públicamente y dar la espalda a lo más noble de su generación, a la empatía y el apoyo que nunca recibirá de los criminales que explotan este país, y que no dudarán en desecharlo cuando ya no les sirva para nada, lo cual sucederá más pronto que tarde. Lo han hecho anteriormente con profesionales más duros y brillantes que él.
Se ha escrito copiosamente desde las más diversas (im)posturas políticas y alturas del intelecto; desde la mediocridad y el servilismo; desde el ansia terrible de que Cuba acepte el sacrificio final y renazca en libertad para dejarse reconstruir por todos sus hijos. Son muchos los escenarios hipotéticos que se presentan, y es difícil hallar el camino hacia la razón con la alambrada del miedo cerrándose alrededor nuestro.
Mis vecinos han dejado de ver las noticias. Hasta los más crédulos consideran que es demasiado y observan preocupados cómo el régimen intenta movilizar pueblo contra pueblo, sin escatimar en odios y bretes, ofreciendo por detrás del tapete migajas que bien valen una misa en medio de tantas penurias.
La dictadura repite que se ha orquestado un “golpe blando” siguiendo las instrucciones de no sé qué libro, y acusa de terroristas a jóvenes que llevan todo un año soportando vejaciones sin haber ripostado jamás con agresividad. Creo superfluo indagar sobre el susodicho “golpe de manual” porque me basta con las noticias sobre la prisión domiciliaria impuesta a varios de los que se reunieron con el demagogo Fernando Rojas la noche del 27 de noviembre. Mi pan de estos días ha sido leer sobre los atropellos a ciudadanos de bien, ajenos a cualquier tipo de violencia, blanda o dura.
He notado que la gente cercana, no solo mi familia, se siente igualmente disgustada por la cara que está mostrando el poder. Solo nos faltan los muertos para retroceder a la Cuba de Batista, y da la impresión de que Díaz-Canel, por decisión propia o de Raúl Castro, está dispuesto a sembrar el país de cadáveres antes que aceptar la diversidad de posicionamientos políticos y la existencia digna dentro de la Isla, fuera del yugo chantajista que alguna vez se llamó “Revolución”.
Un auténtico golpe blando sería que todos los profesores honorables de las escuelas de arte se negaran a dar clases en respaldo a Anamely Ramos y Omara Ruiz Urquiola; que los artistas de renombre dejaran a un lado sus canonjías, se unieran a los talentos emergentes y cerraran filas en torno a Tania Bruguera; que cada crítico de arte humillado por el castrismo buscara su lugar en cualquiera de los medios independientes que recibirían con agrado sus lúcidas disertaciones; que los juristas recordaran su deber sagrado hacia los cubanos y expresaran su repulsa al ataque mediático contra el Dr. Julio Antonio Fernández Estrada, patriota y martiano donde los haya.
No hace falta recurrir a un libro para comprender que el golpe blando más efectivo contra una dictadura es la decencia individual, el coraje colectivo y la solidaridad entre ciudadanos. El gran temor del castrismo es que el pueblo cubano pueda reeditar, multiplicado, el plantón del 27 de noviembre; que quienes defienden su derecho a pensar y expresarse libremente se unan a los que tienen ambiciones más modestas, como conseguir alimentos sin sobresaltos ni colas de madrugada.
Esos extremos que parecen distantes confluyen en el punto medio de la necesidad de libertad para cumplir sus anhelos. El bloqueo y el imperialismo dejaron de ser argumentos válidos el día que abrieron las tiendas en dólares para sostener la moral revolucionaria y la adhesión de los miserables que engrosan actos de repudio mientras “calientan” el móvil de sus familiares en el exterior con mensajes sobre un fin de año tétrico y precios zumbados. Golpe blando no es más que el pueblo hastiado y desarmado en las calles, poniendo el cuerpo en la mira de los militares, a ver si se atreven a disparar. Si lo hacen, se acaba todo.
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