Por Luis Cino.
Siendo como somos sus compatriotas, se mete en aguas hondas y procelosas, por decir unas cuantas verdades sobre los cubanos y nuestra forma de ser, el escritor y periodista Manuel Gayol Mecías con su libro 1959: Cuba, el ser diverso y la isla imaginada (Neo Club Ediciones, Palabra Abierta Ediciones, 2019).
Muy acertadamente, el escritor Amir Valle califica este libro como “un antídoto contra la idiotez nacionalista”. Es eso exactamente, pésele a quien le pese. Y muy necesario que es ese antídoto cuando todavía en Cuba y el exilio seguimos creyéndonos el centro del mundo y otras monsergas y paparruchadas de las que tanto daño nos han hecho a todo lo largo de nuestra historia.
Gayol Mecías, con erudición y lucidez, con mañas de sicólogo y de filósofo, disecciona nuestra alma nacional y analiza los cómo y los por qué de nuestro enfermizo patrioterismo, de nuestra recurrencia en confundir el límite entre la realidad y los mitos, aquellos que nos inculcan caudillos y demagogos y los que nos inventamos nosotros mismos.
Esa confusión fue la que tuvimos al triunfar la revolución de Fidel Castro, cuando nos empeñamos en creer que vivíamos una hermosa gesta para hacer una sociedad más justa, un paraíso terrenal, negándonos a ver los fusilamientos, los millares de presos, las expropiaciones, la conculcación de las libertades. Y así, cuando vinimos a darnos cuenta, se había entronizado una tiranía totalitaria que ya dura 61 años y nos hace cada vez más infelices y miserables.
Esa confusión también la tienen quienes se van de Cuba y dicen que es por motivos económicos y no políticos, y no consiguen ni adaptarse plenamente a su nuevo medio (donde las cosas no caen del cielo como creían), ni liberarse de la tiranía que dejaron atrás, cortar de cuajo el cordón umbilical que las ata a ella, porque, pendientes como están de la suerte de sus familias en la Isla, siguen chantajeados por el castrismo, que les chulea sus remesas y se arroga el derecho, según sea su comportamiento, de permitirles visitar su patria o no.
Tienen esa confusión lo mismo los castristas que piensan que la izquierda mundial tiene a Cuba como referente luminoso, que los exilados que piensan que el presidente que esté en la Casa Blanca tiene a Cuba como su principal prioridad en política exterior, y nos va a liberar de la dictadura castrista.
¿Por qué seguimos pensando que Cuba es el ombligo del mundo, la medida de todo? ¿Por qué esa manía de creernos los más listos, los más simpáticos, los mejores amantes, los más diestros bailadores, los mejores peloteros?
Tenemos que preguntarnos si nuestro desmesurado ego nacional no ocultará un complejo de inferioridad por habitar una diminuta ínsula que nos resulta estrecha para tanta ínfula y delirio de grandeza.
El complejo por haber sido los últimos en independizarnos de España, y para eso, con la ayuda de los norteamericanos, que a cambio nos impusieron la Enmienda Platt, nos trajo como consecuencia la revolución de Fidel Castro, que derivó en una longeva dictadura que nos ha sumido en la indigencia material y moral y de la que no logramos desembarazarnos.
Gayol Mecías explica en profundidad y con el rigor de un naturalista cómo la mezcla de razas que conformó nuestra nacionalidad, el devenir histórico, el clima, el catolicismo hispano y el sincretismo con las religiones africanas, entre otros factores, conformaron la sicología del “isleñis cubichi” y sus hechos y acciones, desde la llegada de Colón hasta hoy.
En esta sicología mucho ha pesado el choteo del que hablara Jorge Mañach, “el tirarlo todo a relajo para no poner el muerto”, como dice Gayol. Y ha sido fatal, porque si bien nos ha servido para resistirnos a la solemnidad y el pomposo teque castrista y para soportar las penas riéndonos de ellas, burlándonos de nuestras desgracias, al hacer catarsis con los chistes de Pepito o de Pánfilo (el personaje cómico de la TV que interpreta el actor Luis Silva), hemos perdido, amparados en la cínica frase de que “esto no tiene arreglo pero no hay quien lo tumbe”, la capacidad de enfrentar a la dictadura y reclamar nuestros derechos y libertades.
Así, hemos terminado convertidos en lastimosas y estereotipadas caricaturas al servicio del turismo internacional: mulatas sexys, rumberos, babalawos de utilería, buscavidas, jineteras, pingueros, todos desesperados por los dólares, o mejor, por largarse de Cuba adonde sea.
Advierte Gayol Mecías que al perder la imaginación vital y quedar solamente “la rutina, la falta de creatividad, la existencia repetida en una uniformidad de miseria, la monotonía de una vida que nada más dispone de corrupción, miedo e incertidumbre”, se ha creado una cultura de la subsistencia donde vale todo y que entraña el riesgo de degenerarnos como pueblo. En ese punto estamos hoy.
Sentencia Gayol Mecías: “ La justificación de la supervivencia no es más aceptable que la justificación antropológica de que en realidad es nuestro carácter el que nos ha llevado a buscar estos supuestos caminos de justificación. Si no hubiéramos estado condicionados socialmente por el germen o el temperamento de la dependencia, seguramente que nuestra disposición ante la circunstancia dictatorial habría sido otra. Pero también hay que insistir que en el cubano late, junto a los defectos, esa imaginación de la esperanza y junto a la esperanza vibra una estrategia de resistencia. El hecho de repetirse inconscientemente que siempre habrá una vida mejor.”
Cuando refiere Gayol que “el temperamento imaginativo del cubano le lleva a soñar con cosas que aún no tiene con seguridad entre las manos”, nos remite a nuestra incapacidad para deslindar la realidad de lo soñado y deseado, algo que, cuando se suma a la facilidad con que olvidamos anteriores engaños y fracasos, nos pone a dar vueltas en vano como un perro mocho que intenta morderse la cola que no tiene.
Gayol detalla muchas características del cubano: su fatalismo de “víctimas fiesteras”, su regodeo en el sufrimiento y el melodrama, el miedo al cambio.
En los últimos capítulos, Gayol hace el recuento de lo que han sido los últimos 61 años para los cubanos y analiza cómo ha sido posible, pese a los tantos fracasos y calamidades, la supervivencia del castrismo, aun sin Fidel Castro.
Casi al final del libro, advierte Gayol que cuando termine la pesadilla, para curar sus heridas, el cubano “…no será nada si no cuenta sus defectos, para ganar en afectos en la medida en que se recompone, en que reconsidera su propio ser como una nueva vida cuando nuevamente tenga la oportunidad de la esperanza”.
Justamente eso, desde ya, es lo que hace este libro.
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