Por Jorge Luis González Suárez.
Una cola para comprar alimentos en Cuba.
El hábito de tratar con educación y cortesía a las personas, en especial a las mujeres, los ancianos y los discapacitados, fue sustituido, desde los primeros tiempos del régimen revolucionario, por la llamada “caballerosidad proletaria”.
Fidel Castro consideró que era necesario diferenciar la caballerosidad proletaria de la cortesía, que según decía, era propia de la burguesía.
La cortesía nada tiene que ver con la posición social o la ideología. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define el significado de cortesía así: “Demostración o acto con que se manifiesta atención, respeto o afecto”.
Provengo de una familia de extracción humilde y nací y crecí en un pasaje, al lado de un solar, en un barrio que tenía mala fama. Pero, desde pequeño, mis padres me enseñaron a comportarme de modo cortés y educado. O sea, a saludar, dar las gracias, no decir palabras soeces, tratar de usted a las personas mayores, no gesticular, etc.
Antes de 1959, en la escuela había una asignatura llamada Moral y Cívica que enseñaba las normas de educación social que debían aplicarse y prevalecer, tanto en el ámbito del hogar como en los lugares públicos. Los primeros responsables del empleo correcto de esas normas eran los profesores, que debían dar ejemplo a sus alumnos.
La principal norma era dar los buenos días, tardes, o noches para quien llegara, así como al encontrarse con cualquier persona en todo sitio.
La amabilidad era una obligación de los comerciantes y empleados. En los ómnibus se veía a los hombres brindar el asiento a las mujeres o al montar decirles: “las damas primero”. Si la mujer iba con niños pequeños o estaba embarazada era una obligación, sin que existiese una ley, darle el asiento.
La corrección en el vestir era parte de las normas sociales, independientemente del poder adquisitivo de las personas. Podías vestir ropa modesta, pero debía estar limpia y presentable.
Aunque los cubanos hablamos bastante alto, sabíamos actuar en todo sitio según lo requerido por el momento y las circunstancias. Había excepciones, pero en esos casos, los perturbadores del orden eran requeridos para evitar un escándalo público mayor.
Luego de que el régimen comunista erradicara las actitudes consideradas “burguesas” hubo un relajamiento en las acciones de la ciudadanía y la consiguiente pérdida de valores sociales y morales.
Hoy, varias décadas después, en los sitios donde hay grandes concentraciones de personas, estas habitualmente se manifiestan exaltadas, con algarabía y agresividad. Esas exaltaciones de ánimo, ese lenguaje agresivo, no son ajenos a la fraseología empleada en su oratoria por Fidel Castro y sus sucesores al referirse a sus adversarios ideológicos y a todo el que discrepe de la línea oficial, a quienes acusan de “agentes del imperialismo”.
Esa agresividad alcanzó el paroxismo en el verano de 1980, cuando la mayoría de las más de 10 000 personas que entraron en la embajada del Perú en La Habana -luego de recibir salvoconductos para esperar en sus casas la salida de Cuba- fue golpeada, apedreada e insultada por turbas azuzadas por el régimen. Sus viviendas fueron ultrajadas con pintadas y carteles denigrantes en los que abundaban las más soeces ofensas.
Después de 64 años de régimen totalitario, en la sociedad cubana reinan el desorden y la indisciplina social. Las riñas tumultuarias, los robos, los asaltos y asesinatos van en aumento. En una supervivencia animal, las personas en las colas se insultan y llegan hasta a la violencia para comprar algún producto o acceder a algún servicio.
Para montar en los ómnibus, los más fuertes atropellan a los débiles, particularmente a los ancianos. Dentro del vehículo abundan los empujones, las discusiones y, muchas veces, los golpes. Para que alguien ceda el asiento que le corresponde a un impedido físico, hay que exigirlo a gritos, pues nadie se quiere levantar.
Producto de la sustitución de las actitudes burguesas por la caballerosidad proletaria, las frases amables o corteses son rarezas hoy en Cuba: uno se asombra cuando las escucha.
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