Por Luis Cino Álvarez.
A la literatura cubana, la posmodernidad, o una muy particular versión de ella, adaptada a las circunstancias del régimen castrista, llegó con retraso y desventaja, casi dos décadas después de mayo del 68 y unos pocos años antes de la caída del Muro de Berlín.
Para cuando se empezó a colarse de a poco entre las grietas de la plaza sitiada, los debates sobre la posmodernidad en los medios intelectuales del Primer Mundo ya habían concluido. Así, los escritores cubanos, hartos de tanta ideologización y ávidos de ponerse al paso del resto del mundo, tuvieron que estirarse y saltar como ranas de las aguas estancadas de la charca del Quinquenio Gris y el realismo socialista como política cultural de Estado a la procelosa corriente del arte pos-moderno.
Hoy, los nuevos escritores cubanos son posmodernos -¡Qué duda cabe!-, sólo que con una abigarrada mezcla de cinismo, desesperanza, hedonismo, camuflaje, pedantería, escapismo revoltoso y la autocensura que dicta su aguzado instinto de conservación. Porque, aunque ya quedó atrás el Pavonato, la parametración y Leopoldo Ávila abriendo fuego contra los escritores desde las páginas de la revista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, tampoco, por muchas redes sociales que haya, son los tiempos de los perestroikos y los pintores contestatarios de Arte-Calle.
No olvidemos que el régimen de la continuidad castrista, que se dice víctima de “una guerra cultural impulsada desde los centros de poder hegemónicos”, no escatima las leyes y decretos para limitar la creación artística y aherrojar todavía más el arte.
Frente a ese desestimulante panorama, los nuevos narradores se asumen como posmodernos y descontextualizados, cual si ese fuera el ropaje que los impermeabiliza de comisarios y censores.
Los nuevos narradores se empeñan en usar un lenguaje preciosista y críptico (metatranca lo llama el vulgo). Cuando se refieren a la realidad nacional, lo hacen del modo más difuso posible. Eso les evita buscarse problemas con la censura.
Seis décadas de aberrantes políticas culturales que se iniciaron en junio de 1961, con la advertencia de Fidel Castro a los escritores y artistas de que “dentro de la revolución todo, contra la revolución, ningún derecho”, han generado en Cuba un medio intelectual donde imperan el miedo, la simulación, el doble discurso y la desvergüenza.
Los jóvenes escritores y poetas de la Asociación Hermanos Saíz son parte de ese medio. Saben que tanto la AHS como la UNEAC, en vez de ser un gremio de escritores y artistas, funcionan como todas las demás organizaciones de masas: cumpliendo orientaciones “de arriba”. Por tanto, han tenido que aprender a lidiar con los comisarios reclutados por el régimen entre oportunistas y mediocres -y hasta algunos talentosos que aceptaron someterse- para implementar sus políticas culturales.
Si no quieren ser condenados al ostracismo, tienen que jugar con las reglas de los comisarios y arreglárselas con su mangoneo de los jurados de los premios, las revistas, las editoriales, la radio, la TV y los viajes al exterior.
En la más reciente narrativa cubana (¿pos-literatura para el pos-totalitarismo?), el discurso oficial es sólo un zumbido remoto, un abejeo que apenas molesta, relativamente fácil de obviar.
Para escribir sus atmósferas intimistas, alucinadas y cargadas de sexo, que no llegan a ser verdaderas historias, al menos en el sentido aristotélico, los autores, a través de la fusión, la parodia y la intertextualidad, apelan a todo tipo de influencias: Lezama, Borges, Bukovsky, Houellebecq, Cormac McCarthy. También les sirven de referentes la mitología del rock, las películas de Hollywood (especialmente las de Kubrick, Tarantino, Woody Allen, Alan Parker y los hermanos Cohen), la ciencia ficción o los muñequitos rusos. Hasta a los labios de Norah Jones echan mano, como hizo Alberto Garrandés, para titular un cuento homoerótico.
Gracias a la descontextualización, los narradores -y a veces ciertos ensayistas, que son los que se atreven a ir más lejos- en vez de regaños de los comisarios de la UNEAC, suelen recibir premios en concursos convocados por revistas literarias. Rara vez llegan a las editoriales nacionales. Cuando más, los publican en El Caimán Barbudo, La Gaceta de Cuba o la revista Unión. Pero se conforman con lucir sus dotes y desahogarse, diciendo hasta donde se atreven y sin buscarse demasiados problemas.
En definitiva, ellos tienen claro lo que quieren decir. El arte -no se cansan de repetirlo, y hay que admitir que tienen mucho de razón en eso- más que en cualquier otra cosa, está en la insinuación.
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