Por Ernesto Pérez Chang.
Clientes a la entrada de un restaurante en Holguín (Foto: Archivo de CubaNet).
“Parecen estar permanentemente enfadados. Algunos hasta pudiera decir que miran con una mezcla de odio y desprecio, de ‘me molesta atenderte’”, me dice un amigo, ajeno a cualquier paranoia aunque muy afectado por eso que con ironía ha bautizado como la verdadera “marca país” y que en realidad son los constantes maltratos que cubanos y cubanas damos y recibimos entre nosotros mismos, al punto de que algunos han llegado a normalizar el problema.
“Ha escalado tanto que si te enfadas o reclamas en público el raro eres tú”, comentaba otro amigo, y ponía como ejemplos dos experiencias recientes que tuvo. La primera con una empleada de la tienda La Época, en La Habana, y la segunda con un chofer del taxi colectivo donde viajaba.
“Les reclamé por la mala atención”, cuenta. “No solo estaban siendo groseros conmigo, sino con los demás clientes; nos gritaban y maltrataban como si en vez de clientes fuéramos mendigos acosándolos, pero aun así nadie se solidarizó conmigo, al contrario, me miraban como a un loco, un problemático; defendían tanto al chofer como a la tendera a pesar de que ambos continuaron con sus maltratos y groserías contra los mismos que los defendían. Esto es algo que me tiene muy preocupado porque sucede todo el tiempo, en todas partes, y muy pocos parecen asombrarse”.
Se trata de eso que llamo la “grosería nacional” y que de cierto modo también ha viajado y emigrado con nosotros hacia donde hemos marchado pensando que dejamos todo atrás, pero no es así. Es como si el ser groseros, despóticos y violentos formara parte de una “cultura” que solo llamamos como tal quizás para justificarnos por la total falta de ella, por causa de las deformaciones y degradaciones que ha sufrido durante décadas un sistema educativo cuyo principal objetivo no es educar o inculcar valores, sino inocular obediencia ciega no tanto a una ideología o partido -eso son solo pretextos-, sino a un régimen totalitario sin ideología verdadera ni principios éticos y morales, cuyas relaciones con los ciudadanos son groseras y violentas.
Pudiera ser esa la raíz del mal que denuncian estos amigos, siendo nuestras actitudes tan solo un reflejo de un sistema político abusivo que para lograr nuestra obediencia comienza por extirparnos la empatía, sustituyéndola por actitudes “programadas” y acciones de reflejo que responden, a modo de rebaño, a una cofradía, a un reglamento, a un “comité de base”, a una organización “política y de masas”, a una orden, a un decreto, a un cargo, a un poder irrevocable, a una burocracia institucionalizada, a una ideología, incluso a una “tarea”, una “misión”. Y esas “marcas”, como podemos comprobar a diario, se revelan en la jerga que empleamos dentro de esa “cultura” de la grosería.
Por ejemplo, el trato impersonal, deshumanizado, mecánico, policial, dictatorial que recibimos a la entrada de un banco, frente a una ventanilla de trámites, en el mostrador de una bodega o una farmacia, en la consulta médica y hasta en los sistemas de “atención a la población” -diseñados para evadirnos y no para atendernos-, repiten el esquema despótico de un régimen consciente de que su permanencia en el poder no depende de nuestra voluntad sino de su capacidad de violentarnos con efectividad, de su capacidad de transformarnos en bestias, es decir, en animales con la capacidad de enfrentarse entre ellos mismos hasta la muerte pero, al mismo tiempo, de obedecer con mansedumbre al dueño del rebaño, aunque las órdenes no sean de su agrado.
Sin embargo, eso que pudiera servir para entender los mecanismos más profundos del “sistema” no explica eficientemente el enfado de fondo, casi generalizado, que detectamos en esas acciones y reacciones groseras tanto en la empleada del banco como en la de la OFICODA, como en la camarera de tal restaurante privado o en la de una cafetería estatal, en la enfermera, el portero, el agente de aduanas y hasta el carretillero o el vendedor por internet que, para vender rápido su mercancía, debería primero librarse de “enojos”.
Pero en el enojo que nos embarga a casi todos, en el enfado profundo que cargamos con nosotros, incluso años después de haber escapado de esa maquinita de moler carnes y almas a la que llamamos Cuba, se ocultan decepciones, frustraciones y hasta falsas resignaciones en cantidades altamente tóxicas.
Así, solo quienes saben lidiar con esa carga letal que cada uno de nosotros lleva encima en mayor o menor proporción, quienes son conscientes de que la llevan aun en contra de su voluntad, pueden asombrarse y hasta preocuparse frente a la grosería que lamentablemente nos invade y destruye. El resto, enfadado pero obediente, simplemente no es capaz de verla ni siquiera en sí mismo. Esa grosería es la verdadera “marca país”, como cualquier marca hecha con hierro candente.
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