Por Emilio Ichikawa.
Hay dos formas en que Cuba puede afianzarse en el mundo global. En ambos casos, es lo que todo indica, no estaría en juego la continuidad de la elite en el poder y, mucho menos, la sociedad y el tipo de estado -centrado en una política o excusa de defensa nacional- que se ha consolidado en la isla, como resultado de aquel evento que se llamó hace ya tiempo revolución de 1959.
En su primera opción el mundo (EEUU y la Unión Europea básicamente) le pide al régimen que se maquille, que se “produzca", pues la invitación a la corte global requiere cierta etiqueta política. Constitución, elecciones, oposición, presidentes joviales, primeras damas altruistas (¿colabora Dalia con algún hospital o jardín botánico en Cuba?)… etc. Los gobiernos globales -o como dice Castro “el" gobierno global- no le exigen a los gobernantes cubanos que salgan del poder. Por lo menos esa cláusula no está en ningún documento escrito o declaración verbal. Ni siquiera en un gesto: ¿cómo batir el agradecimiento de los máximos líderes israelitas a Castro y el voto a favor del embargo en la ONU?
En el “tocador" político, el régimen cubano podría invitar a ingresar en sus estructuras a una parte de la oposición que es “compatible" con su organismo; y cuyo acople al sistema dominante sería no traumático. Por ser una oposición nacionalista, con muchas reservas ante la propiedad privada, con una zona moral que ensambla con el discurso justicialista dominante. El naufragio de esa oposición en la Asamblea Nacional, como le ha ocurrido a algunos líderes protestantes, deportistas y representantes de la sociedad civil, es tema aparte.
Pero el gobierno de La Habana cree, y es lo que ha priorizado, que la globalización tiene una segunda hendija por la que puede pasar sin hacer cambios; y es cierta sensibilidad -traducible en consentimiento- que el statu quo mundial tiene por la conservación de lo diferente, de lo curioso. Así, la política exterior cubana trata de refrendarse en la “diferencia", en la “singularidad" -como Corea del Norte. Un museo de la historia un tanto absurdo pero tolerable que, como un viejo Chevy Impala, usa piezas ajenas y se rompe con frecuencia, pero (que les) funciona.
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