Por Raúl Rivero.
José Lezama Lima escribía prosa cuando amanecía claro y poesía en los días oscuros que le permitían sentir la humedad matinal porque él creía que los versos necesitan una atmósfera nebulosa, unas veredas reservadas que van a dar a las encrucijadas o a los abismos. En ese juego se pasó la vida (1910- 1976) en su casa habanera de la calle Trocadero, 162, cerca del mar, de las arboledas y los leones quietos del Paseo del Prado.
Hizo una obra en solitario, con el fantasma de su padre sentado en el patio y Luis de Góngora como confidente y asesor, mientras afuera rompía una realidad que trataba de envolverlo y a la que el poeta entraba nada más que por la amistad, los libros, la correspondencia, los helados, las empanadillas, otras leves flaquezas de la carne y los compromisos de la subsistencia.
En su centenario, José Lezama Lima no podrá celebrar nada porque el día entrará por una puerta del cementerio de Colón y saldrá agotado, unas horas después, por la otra, ya lejos su tumba recién blanqueada. Las pequeñas fiestas son las relecturas, los recuerdos, los homenajes de sus seguidores, de los críticos, del mundo académico. La evocación obligada que provoca el asombro de que se pueda celebrar el primer siglo del nacimiento de un artista puro, sin más compromiso que con sus cuartillas trabajadas a golpe de máquina en lo que ahora se considera ya como otra edad de piedra. O de plomo.
El hombre de Paradiso y de Oppiano Licario hizo ese mundo particular en casa, asistido por su madre y por su esposa María Luisa. Pero su agorafobia tenía un límite previsto, sólo para evitar contaminaciones y cegueras. Porque, en e tiempo del sobre de carta y el sello de correos, ese abogado lento, asmático y enorme sabía, de primera mano, lo que se escribía en otras partes del mundo y concentraba toda la virtud de la ambición en la búsqueda de libros y revistas literarias.
Lezama Lima protegía y enriquecía su universo literario con un intercambio epistolar permanente con intelectuales amigos. Se olvidaba del olvido oficial y de las pendencias políticas de todas las épocas porque se sentía obligado a hacer una obra que no venía de la inspiración, ni de hallazgos casuales. Era un mandato interno, la necesidad de darle cobertura a su inteligencia y a su sensibilidad.
En unos años, fue víctima de la indiferencia de los funcionarios y en otros, después de enero de 1959, por su afán de aislarse y de defender unos metros de libertad en su hogar, llegó a ser considerado un enemigo peligroso.
En los momentos en que muchos cubanos (este redactor de lobregueces, por ejemplo) se habían entregado al fervor de los sueños probables y se marchaba con las milicias populares por las calles bajo la cantaleta de «uno dos tres, tres cuatro, comiendo mierda y rompiendo zapatos», el autor de Enemigo rumor se dedicaba a hacer antologías de los poetas clásicos cubanos del siglo XIX, releía a Platón con los himnos revolucionarios de fondo y escribía esta nota: «A veces, el tratado del verso en Góngora recuerda los usos y leyes del tratamiento de las aves cetreras. Cubre la testa de esas aves una capirota que les fabrica a sus sentidos una falsa noche. Desprendidas de sus copas nocturnas artificiosas, les queda aún el recuerdo de su acomodamiento a la visión nocturna, para ver en la lejanía la incitación de la grulla o la perdiz».
Lezama Lima era un hombre ajeno a los fuegos artificiales que después llegaron a quemar, a herir, a matar y desterrar. Era cubanísimo, amante del béisbol, del café con leche y de La Habana y, supongo, que de otros retazos que su ocupación de inventor de una catedral en el aire le podía permitir.
Éste es el centenario de un hombre querido en la distancia y en silencio. Un luchador sin equipo de prensa, un amparador de la familia (dispersa por la muerte y el exilio) y un escritor que creó, en la semipenumbra de su residencia, una fortaleza de torres inconquistables y suaves. Un señor de Centro Habana que tenía la facultad de convertir su buró de madera en un aparato silencioso que le servía para viajar en ayunas al mundo y a otros planetas sin permisos de vuelo y sin pasar por las aduanas.
«Hay viajes más espléndidos: los que un hombre puede intentar por los corredores de su casa, yéndose del dormitorio al baño, desfilando entre parqués y librerías. ¿Para qué tomar en cuenta los medios de transporte? Pienso en los aviones, donde los viajeros caminan sólo de proa a popa: eso no es viajar. El viaje es apenas un movimiento de la imaginación».
La literatura no es una carrera de 100 metros planos, pero el afán de la humanidad por dejar a los hombres célebres en un sitio seguro (ya sea en un pozo o en una montaña) obliga a muchos conocedores (y devotos) a que al poeta habanero se le considere el escritor más trascendente del siglo XX cubano.
Para dejarlo allá arriba, por encima de todos los demás, se apela a sus ensayos lúcidos; a Paradiso, su novela clásica, considerada pornográfica por las autoridades de su país; a sus cuentos; sus crónicas periodísticas y su labor como animador de la revista Orígenes y de otras publicaciones literarias. Y se suele colocar en primera línea el país sin fronteras ni claridades que ha inventado con sus libros de poesía.
Los expertos hacen análisis hondos y sabios sobre su obra, pero es ésa la zona más compleja, enigmática, cerrada y difícil de todo su trabajo. Nada más hay que tener en cuenta que para Lezama la poesía es un caracol nocturno en un rectángulo de agua. En cada poema o en cada verso -según la intensidad y la capacidad individual de los lectores- pueden hallarse remisiones y claves que sólo un hombre como él, culto, memorioso, curioso, profesional del enlace, puede dejar en la música terca de sus palabras en un estilo que consideraba despedazado y fragmentario.
Parece que al poeta no le importaba demasiado el sitio que le destinarían sus contemporáneos ni las generaciones que lo sobrevivieran. Sabía, lo dejó dicho, que el poema es un cuerpo resistente frente al tiempo.
Todo puede ser, en esencia, un gesto inocente. Habrá que creerle porque se lo contó a Tomás Eloy Martínez, que su primer impulso para escribir lo recibió una tarde, poco después de la muerte del coronel José María Lezama. Su madre, Rosa Lima, lo puso a jugar a los yaquis con sus dos hermanas y al lanzar el muchacho las crucetas al piso se formó la figura del rostro del padre. «¿Ves, Joseíto? -me dijo mamá-. Tu padre el coronel está ordenando que cuentes la historia de la familia».
Esa tarde, bajo la extraña orden del oficial de artillería muerto prematuramente, se supone que comenzó a nacer el compromiso de Lezama con las letras, gracias a la interpretación de un dibujo en el piso. Ese es, entonces, el origen de la obra del hombre que hoy cumpliría 100 años. Un personaje despierto, conocedor de que «el tiempo es el disfraz del diablo» porque es lo que nos destruye.
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