Por Claudia Cadelo.
Yo tuve suerte: terminé noveno grado con un maestro para cada asignatura. Unos años después empezó la debacle de profesores emergentes condenados a la no especialización. Un mismo maestro impartiría las ciencias y las letras de toda la secundaria. La vieja guardia de la instrucción retrocedió atemorizada (el diablo sabe más por viejo que por diablo) y la mayoría de los profesores cambió de nivel de enseñanza, pidió la baja o se retiró de una larga trayectoria profesional siempre mal pagada.
Apagada la voz de la experiencia, el Ministerio de Educación dio rienda suelta a su imaginativo del absurdo, y de las clases sin especialización pasamos a las clases por televisión. Para colmo de males el salario y las malas condiciones de las aulas continuaron siendo los mismos. Se acabó la era académica y entramos en la era ideológica: más política y menos conocimientos.
Así las cosas, los maestros emergentes se cansaron rápido de una profesión que daba más trabajo que ganancias y el gobierno decidió castigarlos con siete largos años de servicio social obligatorio en las aulas. La negligencia, la corrupción y la mediocridad se instalaron donde antes vivían la sapiencia y el magisterio. Los padres con posibilidades económicas buscaron maestros particulares y los otros se resignaron a cambiar a cada rato de escuela sus hijos.
En eso a alguien se le ocurrió la peregrina idea de probar una "novedosa" receta: la enseñanza especializada. Ahora vuelven los días en los que el profesor de matemáticas sólo se ocupa de números y no de sintaxis ni efemérides. Cuatro o cinco escuelas en La Habana sirven de conejillo de indias para el "inédito experimento" y los padres -entre los cuales tengo a varias amigas- mueven cielo y tierra para que sus niños estén entre los escogidos para "ensayar la nueva fórmula".
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