Por Alfredo M. Cepero.
En el momento de escribir estas líneas se cumplen exactamente 62 años de la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. Un documento en el cual tuvo una participación destacada la delegación de la República de Cuba ante esa asamblea. Precisamente ese día, el jefe de nuestra delegación, Dr. Guy Pérez Cisneros, reconoció la contribución de numerosos países, líderes y personalidades al texto final de la declaración y concluyó con la incluyente y lapidaria frase martiana de "con todos y para el bien de todos".
En su discurso, el jefe de nuestra delegación rindió tributo al autor del primer borrador del documento presentado para la consideración de la asamblea, el Dr. Ernesto Dihigo y López Trigo, Profesor Titular de Derecho Romano de la Facultad de Derecho de la Universidad de la Habana. Dihigo fue precisamente mi profesor mas admirado en el curso de 1954 cuando, pletórico de idealismo y de inocencia, decidí hacerme abogado para contribuir a purgar a nuestra decadente república de sus vicios y sus veleidades.
Ahora bien, nuestro objetivo de hoy no es destacar la indiscutible importancia jurídica y política de la Declaración Universal de los Derechos Humanos sino la eficacia de la misma como arma de combate para quienes literalmente se juegan la vida demandando respeto a los derechos humanos por parte de gobiernos tiránicos y dictatoriales. Esos hombres y mujeres merecen nuestra admiración, nuestro respeto y nuestra gratitud, sobre todo en una Cuba que, habiendo parido a los autores de tan hermoso documento, abortó mas tarde a los mayores violadores de derechos humanos en la historia del Continente Americano.
Hoy quiero referirme a un hombre a quien, sin duda ni reserva, considero el padre de la lucha por los derechos humanos en Cuba. Nació en un hogar modesto de inmigrantes españoles, se graduó de Doctor en Filosofía y Letras y fue profesor de Historia de la Filosofía en la Universidad de la Habana y, en 1965, decide enfrentarse a la tiranía castrista con el arma de los derechos humanos, la única idónea para su espíritu sensible y su temperamento apacible.
En 1967 es condenado a prisión y sufre quince años de privación de libertad. Allí comparte penurias e ideales con los hermanos Gustavo y Sebastián Arcos Bergnes con los cuales funda, en 1978, el Comité Cubano Pro derechos Humanos. En el curso de esos años sería objeto de la saña y las diatribas de los principales funcionarios del régimen, lo tildarían de loco y hasta sufriría el abandono de miembros cercanos de su propia familia.
Pero Ricardo Bofill Pagés, a pesar de su apariencia vulnerable y de su carácter afable, esta hecho del acero de los iluminados por un ideal. Y, por añadidura, le llegó el bálsamo de Yolanda, la mujer que desafió hasta la tortura de numerosos electro-shocks por amor y lealtad a quien, más que su marido, es su ídolo.
En 1988, Ricardo sale al exilio sin fanfarreas ni ostentación. En este hombre no hay un milímetro de arrogancia ni un adarme de protagonismo. Jamás le he escuchado referirse a nadie como enemigo ni suplicar el favor de los poderosos. Vive feliz rodeado de una docena de gatos que compiten, a veces hasta en forma agresiva, por el privilegio de su cariño y por la dama fiel que retó a los esbirros para servirle de consolación y alivio. Su optimismo inveterado quedó consagrado el día en que contesto a alguien que lamentaba la división de nuestra disidencia con la frase: "La disidencia no se ha dividido, se ha multiplicado".
No caben dudas de que Ricardo Bofill es una figura admirable y meritoria en la lucha de nuestro pueblo por su libertad. Debió haber sido objeto de nuestra más calurosa y pública acogida. Sin embargo, en una cultura que organiza homenajes de adoración mutua y reparte premios a cambio de prebendas nadie anda de prisa por exaltar los méritos de un hombre humilde que, como nuestro Apóstol, piensa que "el deber debe cumplirse sencilla y naturalmente".
Por otra parte, muchas veces me he preguntado por que motivo los seres humanos hacemos el elogio de los amigos que se han ido y nunca tuvimos la gentileza de expresarles en vida nuestra admiración y nuestro afecto. No quiero esperar a que ni Ricardo ni yo pasemos a la otra dimensión de nuestro viaje universal para agradecerle su dedicación a nuestro pueblo y su ejemplo edificante. Por eso hoy yo cumplo un compromiso que había contraído conmigo desde hace mucho tiempo. Hacer la apología de este gran cubano y de este extraordinario ser humano. El hombre cuya "locura sublime" será un faro que iluminara los caminos de la justicia, la libertad y la concordia en nuestra patria futura.
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