lunes, 29 de enero de 2018

Regreso del hijo pródigo.

Por Antón Arrufat.

- Arrufat, nos vemos en el Lucero.

virgilio-pineraAcepté, y colgó el teléfono. Para entonces, finales de la década del cincuenta, 1958, Virgilio Piñera residía - definitivamente-  en La Habana. En las noches del caluroso verano, se nos había vuelto casi una costumbre citarnos en el bar Lucero, fresco lugar cercano a la bahía, conversar un rato y tomar inocentes jugos de fruta bomba. Como le gustaba emplear con frecuencia términos militares, tal vez anticuados, llamaba al Bar, nuestro “centro de operaciones”. Solíamos sentarnos a una de las mesas que ponían en las aceras, bajo toldos rayados de colores que batía el aire marino. Nos quedábamos largo rato contándonos los últimos episodios de la ciudad letrada, algunas lecturas, o sencillamente planeábamos el itinerario de la noche. Aquella vez me invitó a que lo acompañara a Guanabacoa, al otro lado de la bahía.
La invitación me sorprendió. Especie de paseo nocturno inesperado, por una pequeña ciudad en la que residió durante un corto periodo de su infancia - lo supe años después de su muerte.

Con ayuda de la memoria puedo explicar mi sorpresa. Por esa época Piñera había iniciado cortos viajes, de ida y vuelta, sin comentarlos y sin pedirle a ningún amigo que lo acompañara. Ausente de su apartamentico del Vedado, su teléfono sonaba en vano. No había respuesta hasta el anochecer. Preguntarle era inútil, cambiaba de conversación. Preguntar a cualquiera de sus amigos, resultaba por igual inútil: nadie conocía el lugar exacto donde había estado durante esas horas. Tales desapariciones figuraban entre sus numerosos secretos, que si no era de los más inquietantes, lo guardaba tanto como si pretendiera que lo fuera. Siempre, constructor de secretos reales o imaginarios, dado un momento por él teatralmente escogido, nos eran develados de pronto mediante una escenificación cuidadosa: gestos, miradas, entonaciones, pausas medidas.

Una de aquellas noches del Lucero, después de conversar un rato de Julián del Casal - la casa donde naciera el poeta, paredón negro en ruinas, se hallaba a un costado del bar- , olvidando su estrategia en crear diversas categorías de secretos sobre su vida, y como solía ocurrir, a la vez dispuesto a impresionarme, Piñera me preguntó si lo había llamado. Le dije que sí, que varias veces, a horas distintas.

- Y naturalmente, no estaba.

- Naturalmente.

- ¿No te interesa saber dónde?

Para no darle por la vena del gusto negué con la mano. Lanzó al aire una bocanada de su sempiterno cigarro e imprevista llegó la revelación:

- Me escapé a Matanzas.

Tras otra bocanada y mientras el humo se disolvía, contó que la primera escapada fue en complicidad con Rodríguez Feo, quien lo había llevado en su Cadillac rojo, alias el poderoso, y que siguieron después hasta Cárdenas.

- Donde yo nací, tú sabes.

Luego comprendió, pasadas las inesperadas emociones de aquella ocasión, que debía regresar a Cárdenas solo, y fue dos o tres veces más en guagua, máquinas de alquiler o el tren de Hershey, que tomaba “ahí, cruzando la bahía”, y alzó la mano con el cigarro. Si consiguió avivar mi curiosidad, le dije sin embargo irónico:

- Vaya, el regreso del hijo pródigo.

Pero había conseguido interesarme en esos desplazamientos inopinados y, entre sorbos de jugo, me sentí dispuesto a escuchar.

Las veces que fue solo a Cárdenas, caminó la ciudad despacio y mirándolo todo, de una manera, diré, dúplice: los recuerdos de su infancia se mezclaban con el presente. Recorrió la calle en la que había nacido, que se llamaba Jenez cuando él nació, entró en la iglesia parroquial en la que se casaron sus padres, se detuvo ante la escuela pública donde fue maestra su madre, que ocupaba un antiguo cuartel de los tiempos de la Colonia, pasó por la calle Merced, donde nacieron varios de sus hermanos, en una casa que ya no encontró o no pudo identificar. Se llegó a un barrio cercano, que en su época se llamaba Mijala, nombre en recuerdo de un municipio de Castilla. Toda su familia, padres y tíos, había nacido en Cárdenas, menos sus dos abuelos, que eran de origen asturiano.

Aunque no encontró la casa, la recordaba como un chalet de madera, de dos plantas, algo desvencijado. Arriba dormía toda la familia, padres y seis hijos. En el enorme patio, “de la casa de la calle Merced”, me aclaró de repente como si regresara a la actualidad del bar Lucero, casa que al parecer ya no existía en la realidad y sí en las visiones de su memoria, en ese enorme patio comenzó su padre a sembrar el millo de las escobas y la cría de gallinas catalanas, grandes ponedoras.

El padre, apasionado por negocios fantasiosos, que le proporcionarían fabulosas ganancias que el tiempo demostraría imposibles. Ninguno de estos negocios, de estos sueños de fortuna, triunfó. Por el contrario, fracasaron todos. El chalet de Mijala contaba con un enorme sótano, de alto puntal. Allí jugaba con su hermana Luisa Joaquina.

Vuelvo a nuestra excursión nocturna por el pueblo de Guanabacoa.

Como estas palabras son una reconstrucción evocativa, dos formas del tiempo, pasado y presente, se mezclan y parecen convertidas en una sola fluencia, al menos verbal. La evocación es, hasta cierto punto falsificada: como conozco ahora aspectos de su vida, datos de su biografía, que ignoraba cuando juntos recorríamos el pueblo, tiene algo de visión retrospectiva.

Obligados por las vicisitudes económicas los Piñera abandonaron Cárdenas cuando Virgilio tenía diez años y fueron a residir a Guanabacoa, en la calle Barreto, antes de asentarse por largo tiempo en la ciudad de Camagüey. En nuestra excursión recorría ciertos barrios despacio, silencioso, deteniéndose en algunos lugares, ante el aspecto envejecido de ciertas casas, sin dar detalles ni advertirme nada, mirando y recordando a la vez, en esa singular remembranza que produce retornar a ciertos lugares en los que se ha vivido años atrás, y por seguro lo hacía de la misma manera en que había recorrido Cárdenas. Noche perfectamente propicia para aumentar sus secretos personales, para ocultar o esconder lo que después, también en un momento propicio, habría de revelarme.

He aquí por qué cuento esto.

Aunque era verano, el ambiente había refrescado. Al terminar el paseo nos sentamos en un parquecito, ante la iglesia de Santo Domingo, estiramos las piernas y él encendió otro cigarro. Esta vez, rompiendo su costumbre de guardarlas en el bolsillo de la camisa, tiró la boquilla contra la yerba. “Cuando quieras nos vamos.” Era más allá de las once, hora habitual en la que volvía a su departamento. Durante el recorrido por el pueblo lo había notado conmovido, hablando poco, sin contar demasiado con mi presencia, distanciado de sus habituales raptos de humor, quizá entregado, hoy debo suponer, a la reconstrucción memoriosa de una etapa de su infancia. Minucioso observador del curso de las horas, esta vez no miró nunca el reloj y, cuando regresamos a La Habana, al bajarnos de la guagua, el mío marcaba cerca de las doce.

Recordé entonces, caminando hacia casa, la observación leída en un ensayo de Lionel Trilling: la energía literaria que provoca en un escritor, transcurrido el tiempo - como en su caso-  volver a los lugares que tuvieron un significado en sus vidas. Regresar en la madurez - contaba 48 años-  despertó sin duda vivencias olvidadas que lo llevarían a escribir.

“Te pedí que vinieras. Quiero que conozcas esto.”

Sacó la cuartilla de su máquina, una Royal azul, la unió a las demás que se hallaban encima de la mesa, y tras sentarse en la butaca de moaré, se dispuso a leer en voz alta, sin duda de sus intensas aficiones. Nos hallábamos en la sala de su apartamento. No había otra luz que la del mediodía. A raudales entraba por el ventanal abierto.

Volví a recordar la observación de Lionel Trilling, sin duda cierta: lo que escuchaba leer eran las primeras páginas de unas memorias o singular autobiografía. A sus visitas a Matanzas, a Cárdenas, a Guanabacoa, debería atribuir la redacción. En aquellas páginas, trazadas con extraordinario desenfado, aciertos verbales y descuidos, le oí por primera vez escribir, leer en voz alta, la confesión de su homosexualidad.

Sus preferencias sexuales eran sumamente conocidas, no las ocultaba ni tampoco las proclamaba, podía hablar de ellas con tranquila franqueza, contar a sus amigos íntimos, amigos y amigas, a veces como desmesuradas historias grotescas, sus experiencias y aventuras sexuales. Para ciertos fundamentalistas de la heterosexualidad, era un completo exhibicionista. Cuanto ocurrió aquel luminoso mediodía me resultó muy diferente. Desde las primeras páginas, me dejó sorprendido. Contar a los amigos no es lo mismo que escribir esas historias.

- ¿Te quedaste etoné? - y se burlaba de mi perplejidad- . ¿Piensas que no debería escribirlo?

- Nunca creí que llegarías a hacerlo.

Creo recordar que me confirmó que su conducta se normaba por una advertencia de Nietzsche, autor que había leído en provincias desde la juventud, hazte el que eres. Sabio y difícil, dije yo con cierta melancólica ironía, y para que no entendiera equivocadamente el motivo de mi desconcierto, referí parte de nuestra conversación en el pueblo de Guanabacoa. Allí, en el banco del parquecito frente a la iglesia, estiradas las piernas, le pregunté por qué la homosexualidad no aparecía con frecuencia en su escritura.

Aquella pregunta se hallaba relacionada con lo que habíamos estado conversando sobre la autenticidad de un escritor como una de las pruebas posibles con que juzgar el valor de una obra literaria, prueba que a Piñera le gustaba mencionar. Más bien semejaba esgrimirla como arma infalible. Esta autenticidad consistía en no ocultar ni ocultarse el llamado de una voz interna, en escribirse en lugar de escribir simplemente, siguiendo la advertencia que he citado de Nietszche, en ser honrados y francos consigo mismos, en aceptar su diferencia en público. Claro, tal diferencia no tenía que ser - exclusivamente-  la manifestación de sus preferencias sexuales, podían ser estéticas, profundamente diversas, incluso opuestas, a las convenciones de su tiempo. Solía sumar, a la máxima de Nietzsche, la conclusión de la conducta moral de André Gide, vive como eres, con una variante significativa, escribe como eres. Por supuesto, más que hablar o referirse a categorías estéticas, de valor y comprobación general para juzgar una obra artística cualquiera, Piñera parecía dar un consejo a algunos otros artistas, su opinión acerca de un procedimiento válido, a partir del cual debía crearse una obra.

El lector de Piñera, principalmente de sus ensayos y crítica literaria, conoce que gran parte de su escritura muestra un conflicto entre la escritura y la vida real, entre el valor, como absoluto, de la literatura y las contingencias sociales, la naturalidad personal y la ornamentación libresca. En su existencia este conflicto o estos diálogos, algunos tormentosos, fluctuaron y se inclinaron a veces hacia un plano o hacia el otro: de un lado las experiencias vitales del autor y del otro sus experiencias literarias, sus transformaciones en escritura. En los años finales de su desolada vejez, este dualismo, muy lacerante, sufrió una inclinación definitiva hacia el valor de la literatura.

Aquella ocasión en Guanabacoa, como solía ocurrirnos, la conversación se enserió de improviso hasta el punto de la confidencia, gravemente íntima. Me dijo, y durante el mediodía en su casa reproduje la frase con exactitud:

- A mí no me interesa hacer literatura con mi homosexualismo ni con el homosexualismo de los demás.

No le parecía que comenzar a escribir su autobiografía, apenas empezada, con una confesión de tal franqueza, constituyera una contradicción tan explícita, respecto a la confesión que me hiciera en el parquecito. Se trataba de unas cuantas páginas surgidas por una suerte de impulso irreprimible.

- Ya veré lo que sale de ahí.

Trabajó un tiempo. En 1961 dio a publicar varios capítulos, cuatro en total, en Lunes. Aparecieron bajo el título La vida tal cual. No entregó las partes, casi al inicio, en que confiesa su homosexualidad. De antemano sabía, también yo que era el único en conocerlas, que dada la aguda homofobia reinante en aquellos años no serían aceptadas. Es más, podrían traerle, al pretender publicarlas, graves consecuencias sociales. Ya era un acto de enorme valentía haberlas escrito, una valentía suprema en la cultura de un país donde no existían (ni existen) tales confesiones escritas, aunque sea escondidas.

Las memorias quedaron inconclusas. Son unas 120 cuartillas escritas a máquina. Nunca conocí el motivo ni las razones de Piñera para no continuarlas, creo que cualquiera que éstas fueran, serían muy atendibles. Confesarse en público, ante un vasto auditorio de lectores, en nuestro país y en nuestra tradición cultural castellana, es quedarse desnudo y entregar el alma a los teólogos de cualquier sistema ideológico. No se trata solamente de la homosexualidad, se trata de que en esas páginas realiza un pase de cuentas a la vida cubana de su tiempo, de modo implacable, sarcástico, partiendo de su propia vida y de la vida de su familia, poniéndolas en la picota pública, y en este caso, como él mismo diría, las particularidades llevan a las generalidades.

Aunque no aparecen ordenadas o estructuradas en orden cronológico, más bien en el orden aleatorio de la recordación, parecen terminar cuando Piñera abandona la provincia de Camagüey y se traslada a La Habana, a los 25 años de edad. Hay después numerosas páginas sobre su viaje a Buenos Aires y estancia en dicha ciudad, a partir de 1946.

La vida tal cual trata - esencialmente-  de su infancia y juventud, en las que realiza sus tres descubrimientos, sus tres crueles gorgonas: la del arte, la homosexualidad y la del hambre. “Lo bastante sucias como para no poderme lavar jamás de ellas. Aprendí que era pobre, que era homosexual y que me gustaba el arte.”

Quizá “sucias”, término sorprendente y equívoco, quiera decir en verdad “fatales”, en el sentido del fatum de la tragedia griega. De las tres le resultará imposible salir, es decir, “lavarse”. Piñera es el único escritor cubano que ha hablado o se ha referido a estas tres categorías como gorgonas, las que dan muerte con la mirada. El saldo que arrojan es la pavorosa nada. En un momento de La vida tal cual, momento extraordinario, tras el descubrimiento de las tres gorgonas con su implacable saldo de la nada, Piñera realiza una representación sensible: toma un vaso, y simulando que está lleno de agua, comienza a beber ansiosamente. Su padre lo sorprendió fingiendo que bebía y le preguntó muy intrigado. Estoy tomando “aire”, le respondió.

Después de leer con calma y emoción La vida tal cual, cuando al fin llegue a publicarse, pienso que tal vez podría convertirse en su gran obra. Tiene por adelantado su valentía y el hecho indudable de ser un texto único en la literatura cubana.

En el transcurso de su vida como escritor, se mantuvo fiel a su decisión de no dejarse encerrar en un gueto, en el gueto del escritor homosexual, o de cualquier otro tipo de clasificación. Me parece que esto es lo que quiso decirme en el parquecito de la iglesia de Santo Domingo.

En verdad poco escribió sobre el tema. Un tiempo antes de comenzar La vida tal cual, que podría situarse, con alguna probabilidad, hacia 1958, compuso y publicó dos textos fundamentales en la misma revista, Ciclón, y en el mismo año 1955. Su nota introductoria a la edición de varios fragmentos del marqués de Sade y el ensayo “Ballagas en persona”.

Me detengo un instante. Encuentro que un aspecto de la revista Ciclón debe ahora ser subrayado. Consiste en el peligroso y liberador esclarecimiento de la sexualidad como generadora de ciertas zonas de la escritura literaria. Piñera, tanto como Rodríguez Feo, ejercieron una influencia decisiva en ese reconocimiento. Por primera vez en español y por primera vez en Cuba, una revista literaria publica en sus dos números iniciales una presentación en varias partes de Las 120 jornadas de Sodoma. Clara posición desde el comienzo mismo. “Si debe leerse un escritor como Kafka que expresa, a través del terror, el absurdo de la vida humana - afirmaba Piñera al presentar el texto- , también está en el deber de informarse sobre un escritor llamado Sade que expresa, por medio del terror, la oscura vida sexual del hombre.”

Podría esperarse que poner al marqués de Sade, al divino marqués, como lo llamara Rubén Darío, en manos del lector cubano era suficiente como presentación de la futura lucha de la revista contra el disimulo y la hipocresía, que regían nuestra cultura desde el siglo XIX, como ya fuera señalado y definido por Manuel Sanguily, observación que he citado con frecuencia. Sus editores y su equipo de colaboración no lo consideraron suficiente. Ni el escándalo que produjo ni las amenazas policiales de prohibir la revista y recoger la edición por publicar “pornografía”, los amedrentaron. Ciclón prosiguió su camino. En diversos ensayos sucesivos, dos poetas - Oscar Wilde y Walt Whitman-  fueron interpretados en cuanto su sexualidad. Se escogería y traduciría al castellano, para el caso de Oscar Wilde, uno de los capítulos del libro de Robert Merle, El destino del homosexual. Calvert Casey se ocupó, en su Nota sobre pornografía, texto excelente, de las obras de Henry Miller y de Jean Genet.

Si es cierto que Piñera no quiso ser confinado ni confinarse voluntariamente en el guetto de la literatura homosexual, y ver las cosas desde su homosexualidad no era lo único que le interesaba como escritura, las pocas veces que se ocupó del tema realizó contribuciones de primera magnitud.

Entre ellas se encuentra el ensayo “Ballagas en persona” (1955), publicado igualmente en la revista Ciclón, que estremeció a la simuladora ciudad letrada nacional. Piñera no escribe sobre algún artista extranjero, según ocurría con los trabajos anteriormente publicados en la revista; no se trata de un escritor extranjero, sino de un poeta cubano, y que acaba de morir, se trata de Emilio Ballagas. Va a escribir acerca de su obra poética, desde un punto de vista insólito entre nosotros, y desde ese punto de vista ha de referirse a uno de los grandes temas tabú de nuestra vida hasta el presente, no solo literaria y artística, del que todos hablábamos pero nadie escribía. Uno de los graves problemas de la sexualidad del cubano, un asunto escondido que pone a nuestras familias en estado de agitación y delirio: el homosexualismo nacional. Estaba dispuesto a correr ese riesgo.

De él hablamos varias noches en el bar Lucero. Una de ellas me dijo que buscaba una palabra que definiera la actitud de cierta gente. Yo le dije “gazmoño”, porque me vino de repente a la boca, y él dijo “¡esa misma!”, y así apareció escrita en su ensayo. No sólo correrá Piñera ese riesgo, también Rodríguez Feo, incluso el equipo de colaboradores de la revista. Creo que pese a las preocupaciones - ya había el precedente de lo ocurrido con los textos del marqués de Sade- , nadie retrocedió.

El ensayo no surgió como trabajo solitario de opinión literaria; por el contrario, tuvo un acicate social fuerte y evidente. Fue sin duda una respuesta. Un año después de la muerte de Emilio Ballagas, acaecida en 1954, apareció una edición de su obra poética con prólogo de Cintio Vitier. La lectura de este prólogo, ejemplo brillante de nuestra tradición del disimulo y la hipocresía, indignó a Virgilio Piñera, quien había tenido una estrecha amistad con Ballagas, indignación que lo indujo, también a instancias reiteradas de Rodríguez Feo, a responder con la escritura de su ensayo. Texto único en nuestras letras, verdaderamente emblemático.

Interpretar la obra de un poeta cubano desde su homosexualidad podrá parecer indemostrable e inverificable a muchos lectores - aunque en este caso parte de confesiones personales y del trato fraternal- , pero resulta una interpretación insólita entre nosotros, un hecho de consecuencias liberadoras.

El ensayo se fundamenta en una cuestión: la actitud del poeta ante su sexualidad. Víctima consciente de la tradición judeocristiana que condena la homosexualidad, Ballagas se convirtió en el atormentador de sí mismo. No aceptó su inclinación o su preferencia sexual. Luchó contra ella a brazo partido, sin descanso. Se casó y fue padre de un hijo. Como perseguido por un destino inflexible, huyó de su homosexualidad para caer en ella cada vez que se descuidaba. Entró en la iglesia católica y se hizo creyente practicante y devoto. Buscó la purificación de lo que concebía como un pecado, el “pecado nefando”, según lo califican la sacrosanta iglesia católica y toda la cristiandad homofóbica. Éste es el drama, humano y teológico, que Piñera descubrió en la escritura de Ballagas.

A este ensayo fundador podrían sumarse dos textos sin publicar durante su vida, que aparecieron entre sus papeles póstumos. Se trata de “Tres elegidos”, de 1945, y “Distancias”, sin fecha reconocible. (Dentro de esta tendencia estaría “Discurso a mi cuerpo”.) Realizados a la manera de otros de sus numerosos escritos de igual dimensión, tres o cuatro cuartillas, exposición rápida, desarrollo y conclusión relampagueante, planteamiento inusual, con su habitual dejo humorístico, son de clasificación difícil. Podrían tomarse por artículos o más bien por un conjunto de reflexiones paradójicas. En uno de ellos se debe destacar el sentido que Piñera le da al término “elegir”, de prosapia existencialista, una prueba más de su mente reactiva. Para la filosofía de la existencia, especialmente en Jean Paul Sartre, la elección implica una exclusiva toma de decisión individual, la existencia humana no puede dejar de elegir constante y cotidianamente, elegir lo que va a ser, lo que será. La elección parece dotar a la existencia de una consistencia singular, hacerla consistir.

Por el contrario, el judío, el homosexual y el artista - los elegidos en el texto de Piñera-  lo son por los otros, la mayoría los elige. Los tres elegidos estarían dispuestos a formar parte, pero al elegirlos, la mayoría los aparta, execra y persigue. El judío resulta el más elegido, el más interdicto: decenas de miles morirán en los campos de exterminio. Sin duda, cuando se escribe el artículo (1945) ya se conoce públicamente el holocausto, circunstancia histórica que debió marcar al autor.

De acuerdo con la intensidad de la elección, el artista ocupa el grado siguiente. Tiene “la infinita desgracia” de presentarse como un individuo particular. Para expresar a los otros, se ve obligado, por su arte, a apartarse de ellos. Esta contradicción, esta tierra de nadie que existe entre los dos, estimula la elección de la mayoría. Será doblemente apartado.

El homosexual es el más numeroso, el que más abunda, y tiene un componente que podría servirle, en ciertos casos, de protección: su erotismo. Será en parte bien recibido si manifiesta la zona de su erotismo “entre el sexo desenfrenado y el grotesco más crudo”. Si trabaja en los prostíbulos, si actúa en una pieza bufa y hace reír al público heterosexual y homosexual con su gestualidad afeminada.

Piñera concluye con dos observaciones imprevistas. Utiliza la corriente comparación popular del homosexual con el pájaro (“Pájaros de La Habana” los llama García Lorca en su “Oda a Walt Whitman”), para recordar un hecho habitual: sobre la coraza del rinoceronte suele revolotear un pajarito. Es posible que en ese instante el lector también recuerde una imagen fotográfica que de seguro ha visto a menudo: la del rinoceronte acompañado por el pajarito. Piñera le advierte (nos advierte) que no olvide (olvidemos) tampoco que, con un movimiento brusco de su cabeza homicida, el rinoceronte puede despedazar al pajarito. La observación final, completamente inesperada, reúne a los tres elegidos en una sola persona. Cuando tal absoluto horror ocurre, estamos en presencia de la víctima propiciatoria: el cordero tricéfalo.

Como ya dije, “Distancias” carece de fecha. Entre esta prosa reflexiva y “Tres elegidos” existe cierta filiación y una diferencia esencial: “Distancias” está escrita en primera persona o con mayor exactitud: el autor parece hablar desde sí mismo, involucrarse de continúo.

Tras mencionar las distancias geográficas que han sido salvadas, vencidas por el ingenio humano - no oculta que sonríe al mencionar esta hazaña- , entra de inmediato en la distancia que le resulta fundamental, la que parece en verdad preocuparle, la distancia entre las personas, en este caso, entre un hombre y otro hombre, pues se trata de uno de sus escritos confesionales. Es decir, entre el cuerpo de un hombre y el cuerpo de otro hombre.

Están frente a frente. Para salvar la distancia, para conocerla al menos, una típica solución piñeriana ocurre: saca del bolsillo una cinta métrica y mide el espacio que los separa. Ya sabe: diez centímetros exactos. De tender su mano podría tocarle la cara, pasar los dedos por sus labios. “Si él quisiera - dice de pronto- , podría caer en mis brazos.” Esta condicional, este “si” dubitativo, manifiesta su impotencia para la conquista. Quiere, pero el otro puede no querer, y al no querer, aumentaría la distancia entre ambos.

En realidad esa corta distancia resulta “infranqueable”. Ha tomado por diez centímetros, según la cinta métrica, una distancia que supera, dentro del mundo de las mediciones, toda posibilidad de medir. He aquí el conflicto, lo infranqueable, lo que llama “el abismo”: una suerte de opacidad, algo que no se ofrece del todo, y resiste a la atracción entre ellos. Pese a la posibilidad de tocarlo, de frotarse con él, aunque se hallen formados de lo mismo, algo singular se encuentra en el cuerpo humano que resiste al conocimiento que otorga intercambiar abrazos, besos, sexo.

Antes ha mencionado el alma, “la infinita superioridad del alma sobre el cuerpo”, con cierta ironía frustrada habla de “la majestuosa catedral de la mente”, y de “sus naves tristemente desiertas”. Aunque resulte dudosa la relación entre los cuerpos, resuelve colocarse de su lado. “No espera que el otro lo comprenda, sino que lo sienta.” He aquí el conflicto de las distancias. Le bastan tres páginas para al menos plantearlo y darle una solución, que como en el texto anterior, es completamente inesperada e imaginaria, incluso de sesgo humorístico.

Entra en un vasto salón donde hay cientos de hombres reunidos. Supone que discuten sobre los salarios, sobre el precio del pan. No es así. Entonces, ¿sobre qué discuten? ¿De qué hablan? De “la enrevesada psiquis del hombre”. Se trata de una reunión de esos seres “presuntuosos” llamados psicoanalistas. A medida que la discusión se desarrolla, las distancias aumentan hasta volverse insalvables. Ante la confusión creciente, pide con urgencia la palabra, se levanta y propone que “callen las bocas y hablen los puños”. Tuvieron un admirable match de boxeo. “El público aplaudió a rabiar.”

Después de estos dos pequeños textos, es natural preguntarse por la relación que Virgilio Piñera tenía con su cuerpo. En otro texto corto ya mencionado, “Discurso a mi cuerpo”, algo de tal relación, hasta cierto punto indescifrable - como la que cualquier hombre o mujer mantiene con el suyo- , es puesta en evidencia, una curiosa dicotomía, en que alguien dialoga con su cuerpo, como si en verdad se tratara de dos personas diferentes, lo que contradice en parte cuanto se plantea en “Distancias”, donde no importa tal conversación.

Este texto, cuyas semejanzas con los anteriores son manifiestas, tampoco aparece fechado. Pero esta vez la dedicatoria a José Lezama Lima nos ofrece un indicio. Sin duda fue escrito en la década del sesenta, cuando la amistad entre ambos se reanudó, después que Lezama publicara su novela Paradiso. Eso ocurrió en 1966. Virgilio Piñera, cuya pasión por la escritura literaria era inmensa y decisiva, después de la admiración intensa que le causara la lectura de la novela, pasó por alto viejas rencillas, el silencio y la incomunicación que por años había existido entre los dos, y lo llamó por teléfono. No es difícil imaginar el estupor de Lezama cuando oyó del otro lado de la línea la voz de Virgilio Piñera que le decía, más o menos estas palabras: quien ha escrito una obra tan extraordinaria no puede ser mi enemigo. Lezama le respondió de inmediato, venga a verme, y la antigua amistad, por tiempo soterrada, reapareció. Durante una de esas tardes del jueves en que comenzó a visitarlo, en que tomaban té y mantenían largas conversaciones hasta entrada la noche, es probable que le diera a conocer “Discurso a mi cuerpo”, y le dejara el original con la dedicatoria como muestra de reconciliación e intimidad al leerle un texto confesional, lo que después harían numerosas veces entre sí.

Estuvo en la década del sesenta, y tal vez un poco antes, inmerso, según evidencia el “Discurso a mi cuerpo” y algunos cuentos como “La cara” (1956), en el misterio, el valor y la presencia de su cuerpo. Tal absorción quizá lo llevara a preocuparse al mismo tiempo por el de los demás. O más exactamente, el cuerpo de los otros generó la preocupación por el suyo.

El cuento “Las partes”, un tanto anterior a estos años, resulta primordial en este doble proceso de acercamiento. El enigma y quizá la belleza del cuerpo ajeno supuestamente desnudo debajo de una gran capa, que pasa ante la mirada del narrador por el pasillo de un hotel, provocan la aparición del peculiar reverso piñeriano: la mirada, atraída por la presencia del cuerpo que pasa, se vuelve sobre su propio cuerpo. Porque el centro de su meditación, incluso de su angustia, no es el alma, sino el cuerpo, al que suele, en estos años, llamar “la carne”.

Indudable, no estaba de acuerdo con su cuerpo. Desacuerdo singular y a ratos dramático, que en su “Discurso a mi cuerpo” es llamado “divorcio”. Curioso divorcio entre quienes nunca estuvieron casados. Tal divorcio no implica, por supuesto, un matrimonio previo. Más bien implica reclamo, petición melancólica.

Encuentro en su “Discurso…” una confesión inquietante. Aquella en que se siente como abandonado por su cuerpo. ¿Cuándo ocurre ese abandono? ¿Qué momento es ese? Aquel, el de “las tribulaciones amorosas”. Cuando más “indefenso y débil me sentía, te ingeniabas para irte de paseo a la montaña carnal donde se rompe la unidad de la vida”.

Enigmáticas palabras. Error en la transcripción del original o esa “montaña carnal” se refiere a algo que no ha sido dicho. El cuerpo por propia decisión, tal vez consecuencia de sus deseos incontrolados, se las ingenia para irse de paseo a esa “montaña carnal”. Lo deja solo, sin defensa, el cuerpo se ha retirado y se entrega a sus propios deseos, los deseos de la carne, se pasea por ellos, y su acción libre “rompe la unidad de la vida”.

La unidad no es otra que la del cuerpo con el alma. Unidad que es la anulación de las “distancias”. Ambos sin embargo, Piñera y su cuerpo libérrimo, han practicado “un boquete aislador, que impide toda comunicación humana”. Aislamiento, boquete, en el que los dos se hallan comprometidos, y que pudiera ser consecuencia del juicio de Piñera sobre su propio cuerpo. Desacuerdo, divorcio, aislamiento parten de esta apreciación.

Se consideraba, principalmente hacia los años de su madurez, de boca sin atractivo, demasiado flaco, grandes orejas, mentón hundido y frente protuberante. Había comenzado a perder el cabello y tenía los dientes manchados por el cigarro. Cuanto estimaba admirable eran los ojos, grandes y claros, las manos que movía con cierto encanto, los pies de los que hacía gala.

Si considerar su cuerpo escaso de atractivos, un tanto mal hecho, llevar una relación desacordada, constituye una incógnita y una desdicha para cualquier humano, resultan más agudas en un homosexual. En gran medida el homosexual padece el mito de la belleza corporal, vive en perenne conquista del cuerpo, tanto del suyo como del ajeno, batalla silenciosa que suele terminar en verdaderas tragedias íntimas.

Para esa batalla imprescindible se hallaba en desventaja, encontrándose en una paradójica situación sin salida: tener un cuerpo y hallarse inconforme con él. Dada su mentalidad de artista reactivo, tal situación encontró una salida en el espacio de la escritura, transformada en mutilaciones, antropofagias, sustituciones imaginarias, empleo de dobles… En La carne de René (1952) es menos violento el reverso, especie de compensación: el cuerpo de René ejercerá sobre otros personajes una irresistible seducción.

“¿Cómo escudarme?”, se pregunta el protagonista de la íntima confesión que es su relato “El enemigo”. El escudo sin duda ha de ser la literatura. Escribir lo que vivimos, me decía con frecuencia, y también lo que no vivimos. Lo que tenemos tanto como lo que no tenemos. Lo que no pudo ser, sea en la creación. En este sentido servirse de la literatura como de un escudo. Dotar a René de una piel y un cuerpo irresistibles, podría interpretarse como un sueño defensivo: la contrapartida del feo cuerpo de su autor. El menosprecio que sentía René por la carne humana, la dilatada expansión del desdén que sentía Piñera por la suya. Lucha del deseo con la realidad. Quizás el exceso de menosprecio le jugó al autor una mala pasada: su personaje de ficción avanza a regañadientes y dando tumbos en su experiencia carnal.

En su escritura no vamos del alma al cuerpo, viaje tradicional de las creencias occidentales, vamos del cuerpo al alma, un alma hipotética. Aunque su mundo es un mundo sin Dios, se combate en su escritura contra nuestras supervivencias teológicas, y casi propone, en una inversión herética, el cuerpo creador del alma. Única realidad posible, esplendorosa, perecedera, enfermiza, efímera. El camino de toda carne es la carne misma, su experiencia, exploración, aventura y aceptación final. Proyecto que, hasta cierta medida, él no pudo alcanzar en la relación con su cuerpo.

¿Qué sucede con Clamor en el penal?

Destino paradójico el de esta obra, curioso al menos. Pieza menor sin duda, que nada significa dentro de la dramaturgia de Piñera, pieza “sin ton ni son”, como él mismo la calificara, resulta importante para su biografía, importante, incluso decisiva: por primera y única vez hablará de homosexualidad en su teatro, y Clamor es el resultado, por supuesto imperfecto, de una urgencia interior que lo llevó a manifestar su condición de dramaturgo.

Si el lector recuerda aquel paseo nocturno por Guanabacoa, la conversación que tuvimos en el banco del parquecito frente a la iglesia de Santo Domingo, en la que pronunció una afirmación concluyente sobre su desinterés en la escritura de la homosexualidad, tendrá que reconocer el lector que algunas veces, contadas veces, se contradijo, sintiéndose provocado.

Cuando escribió por primera vez sobre el tema, tenía 25 años. Fue en 1937. Algunos investigadores han fechado Clamor en el penal, pieza en cinco cuadros cortos, como escrita en 1938. Según el resultado de mis pesquisas, simples por cierto, la compuso un año antes. Hasta ese instante había escrito solamente poemas, algunos publicados en revistas y periódicos de su ciudad. El dramaturgo que todos conocemos no existía aún. En el mes de diciembre, durante las representaciones del grupo teatral habanero La Cueva, invitado a Camagüey por el propio Piñera, su relación con la gente de teatro - director y actores- , su asistencia a los ensayos, ver montar la escenografía y las luces, acudir a las dos representaciones de la compañía en el Principal, conocer “el teatro por dentro”, y no solo esto, “el hecho estimulador de ponerme por delante el teatro incitándome a escribirlo”, estos pequeños acontecimientos lo llevaron a descubrir, tras esta incitación, que poseía la facultad de escribir para la escena, que sabía dialogar, organizar una situación, hacer hablar a otros, pensar en los otros, más allá de la soledad de la poesía lírica.

Cuatro años después, sin que muy poco en Clamor lo anunciara, escribiría una de sus piezas maestras, Electra Garrigó (1941), y dejaría con ella fundado el teatro moderno en Cuba. Después vendrían narraciones, el cuento y la novela, y aunque continuará escribiendo poesía, lo que hará hasta el final de su vida, su relación con los otros se intensificará. Conocerá, tras su descubrimiento, que podía escribir cuanto quisiera, expresarse en cualquier género.

En el estudio sobre Evaristo Carriego, Jorge Luis Borges ha narrado una ocasión semejante, esta vez imaginada por él como la manera de intuir, adivinar, aquel momento secreto en el que Carriego descubrió quién era realmente, qué realmente tenía que hacer. “Yo he sospechado alguna vez - dice Borges-  que cualquier vida humana, por intrincada y populosa que sea, consta en realidad de un momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.” Quizá no sea un momento, más bien una suma de momentos, extrañamente imprecisables, que configuran la revelación personal.

En cuanto a la homosexualidad, como si el autor estuviera urgido, se plantea desde el primer cuadro, el mejor de la obra. Pero no va más allá de un breve instante y casi de inmediato desaparece y, como si se tratara de una obra compuesta por escenas aisladas, no vuelve a escenificarse durante los cuatro restantes. Sin embargo para el joven Piñera, joven y residente en una provincia, rodeado por un ambiente homofóbico, oposición que se repetía en los varones de su propia familia, ese corto instante debió significar un gesto de valentía, un ejercicio de libertad personal. En la historia del teatro cubano resultaría un hecho inédito, inusual, ningún dramaturgo, exceptuando los autores del género bufo que usaban al homosexual para hacer reír al público, se había atrevido con el tema ni se atreverá en los años por venir.

Cuando comenzó a escribir sus grandes piezas teatrales, olvidó esta primera obra, nunca habló de ella a sus amigos. No la incluyó en la edición de su teatro completo. Solo llegó a publicarse el cuadro primero en el magacine quincenal Baraguá de 1937, cuando Piñera ya residía en La Habana y estudiaba en su Universidad.

Indudable, la obra, desde el punto de vista literario y teatral, merecía tal indiferencia. Sin embargo, la nota de presentación de Clamor, redactada por el director del magacine, es una especie de presentimiento: Virgilio Piñera ha de convertirse con el tiempo en un gran dramaturgo. Se trata de “una vigorosa promesa”, con una “indiscutible capacidad”. Parecen los editores del magacine jugarse una carta, pedirle prestado al futuro, leer el porvenir por anticipado. La nota de presentación es un acto de fe, basado en el “joven estudiante camagüeyano” más que en la propia obra que presentaban. En cuanto al valor del futuro dramaturgo no se equivocaron al apostar.

Al referirse a “lo atrevido del asunto”, la nota menciona al autor Carlos Montenegro. Su novela Hombres sin mujer, sobre la homosexualidad en la cárcel y los horrores del régimen carcelario cubano, acababa de editarse en México, y algunos ejemplares circulaban en La Habana, con escándalo y éxito. ¿Es posible que esta obra excepcional de la literatura cubana influyera en Clamor, escrita casi dos años antes? Quizá mediante el capítulo “La fiesta del guanajo”, que la revista Mediodía publicara en 1936, y que produjo un conjunto de comentarios escandalosos que llevaron a la clausura de la publicación por orden judicial. Señalo otro influjo posible: la relación con el Oscar Wilde de La balada de la cárcel de Reading y principalmente de las dos cartas que enviara a un periódico londinense en las que denuncia los horrores del sistema penitenciario inglés y propone reformas, lo mismo que haría Piñera con el sistema carcelario cubano.

Después de su muerte apareció entre su papelería el texto completo de la pieza y fue recogido en la revista Albur, durante un tiempo órgano de la escuela de dramaturgia del Instituto Superior de Arte.

Dos cosas antes de finalizar.

La primera, la composición de la pareja de los dos penados de aspecto físico contradictorio, de cuerpos en apariencia diferentes, que aparece en ese instante tan breve del primer cuadro, instante que termina en sí mismo, conflicto y personajes que no han de reaparecer, pareja formada por “el tipo clásico del penado homosexual pasivo, de aspecto afeminado y procaz, como de cínico ofrecimiento” y por su contrario, por su opuesto, “viril, sereno, fuerte, rebelde, alto y musculoso, como hombre de trabajo rudo”. Piñera usa los términos y los adjetivos habituales en su época, escribe homosexual “pasivo” y lo contrapone al activo, aunque no llegue a escribir este término. Sin duda él también fue víctima, en el momento de escribir su obra, de las clasificaciones habituales. Lo que no ocurrirá en textos posteriores, La vida tal cual, el poema “La gran puta”, “Ballagas en persona” y el relato “Fíchenlo, si pueden”.

La segunda. Este opuesto, el penado viril, es el personaje logrado de Clamor, el que permanece en la memoria del lector por la sinceridad inesperada de su confesión. Cuando el tiránico director del penal le pregunta: “¿No le resulta vergonzoso haber puesto los ojos en otro hombre?” El penado viril a su vez le responde con una pregunta desafiante: “¿Por qué? Es lo mismo que comer o dormir; me volvería loco si no lo hiciera. Además, siento que no he manchado nada”. Tal declaración lo lleva a un descubrimiento personal, que es también una respuesta al director del penal: “Sí, estoy casado, pero ya hace rato que se me olvidó. Soy un bruto, pero siento que ya no soy el mismo de antes.” Ese instante fugaz del primer cuadro nos deja un personaje, el del presidiario que busca una salida para “la fuerza que le corre en la sangre”. El deseo sexual insatisfecho ha abolido todos los tabús sociales, dejando el cuerpo del hombre ante el cuerpo de otro hombre.

Ante las páginas donde figura la homosexualidad de una manera expresa, sin necesarias lecturas ni interpretaciones de trasnochado freudismo o investigador policial, pocas sin duda, resulta evidente que su elección y rechazo confesados aquella noche en el parquecito de Guanabacoa, no fueron absolutos, felizmente me gustaría añadir. Tal decisión, de haberlo sido, lo excluiría voluntariamente de una zona decisiva de su propia existencia personal y de una parte, fuerte e importante en su caso, de su sensibilidad e interpretación de las cosas. Aparte de su voluntaria exclusión, de su deseo de no ser encerrado en un ghetto, sin duda debieron influir en sus intervalos de silencio, la homofobia en que vivió durante años y la prohibición expresa, en diversas ocasiones de la sociedad cubana actual, de que se publicara algo escrito por cubanos acerca de la homosexualidad. No obstante ambas cuestiones, como se comprueba en los textos que llegó a escribir, mucho tenía que decir sobre su múltiple y rica experiencia como escritor homosexual.
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