viernes, 19 de abril de 2019

El último año en la vida de Díaz-Canel.

Por Abraham Jiménez Enoa.

Raúl Castro y Miguel Díaz-Canel Bermúdez, electo nuevo Presidente de los Consejos de Estado y de Minstros de Cuba, durante la Sesión Constitutiva de la IX Legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular / Foto: ACN

Hace un año ya que Raúl Castro, entre aplausos coreografiados, se levantó de su butaca de la Asamblea Nacional y caminó hacia el estrado del Palacio de las Convenciones de La Habana. Alina Balseiro, presidenta de la Comisión Electoral, acababa de hacer público que 603 de los 604 diputados habían elegido como presidente del Consejo de Estado y de Ministros de Cuba al ingeniero electrónico de 57 años Miguel Mario Díaz-Canel Bermúdez, único pretendiente al cargo.

Doce años antes, en 2006, Raúl había llegado al poder de manera interina gracias a los designios de su hermano, Fidel Castro, quien, al borde de la muerte debido a una enfermedad intestinal, delegó todos sus poderes políticos a modo de herencia familiar. Raúl estuvo dos años cubriéndole los cargos públicos a su hermano mayor, hasta que en 2008 fue electo de manera oficial como presidente de la nación.

Cuando en la mañana del jueves 19 de abril de 2018 Raúl Castro dejó atrás su asiento para dirigirse a la tribuna, en medio de la consabida ovación de un Parlamento en pleno de pie, llegaban a su fin dos mandatos presidenciales de cinco años -límite que él mismo propuso instaurar- para que asumiera las riendas de la isla, por primera vez, un hombre nacido después del triunfo revolucionario del 1 de enero de 1959. Más tarde, Raúl tomaría con su mano izquierda el antebrazo derecho de su sucesor y lo elevaría hacia las luces del salón: un gesto que la prensa al servicio del Estado vendió al mundo como la imagen de la «continuidad revolucionaria».

Formalmente, quedaba atrás la era Castro: 47 años del caudillismo de Fidel y 12 de raulismo. Una larga primera etapa marcada por la pérdida de libertades y la imposición de un régimen totalitario, y un segundo período que, si bien no desmontó el modelo autoritario de gestión gubernamental, flexibilizó la vida de los cubanos mediante la implementación de una serie de reformas socioeconómicas -apertura a la propiedad privada (compraventa de autos y casas; proliferación del «trabajo por cuenta propi»), mejor disposición hacia inversión extranjera, acceso a internet, etc.- que reconfiguraron la fisonomía del país.

Raúl Castro, quien sigue siendo el hombre que toma las decisiones importantes en el país en virtud de su cargo de Primer Secretario del Partido Comunista -fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado-, no escondió en su discurso de despedida la premeditada estrategia para llevar a Díaz-Canel al poder y declararlo como sucesor.

«Su ascenso no ha sido fruto del azar ni del apresuramiento», dijo Castro, y lo llamó «el único superviviente», aludiendo quizá a un grupo de dirigentes políticos que desde la década de los noventa, bajo la égida de Fidel Castro, comenzaron a ser preparados para asumir el cambio generacional en el gobierno, pero que terminaron defenestrados por el propio Raúl en 2009.

«Ha sido el mejor, teníamos la absoluta certeza que habíamos dado en el clavo sobre su elección y cuando yo falte podrá asumir el cargo de primer secretario del Partido Comunista», aseveró entonces Raúl, no solo delatando el reciente performance electoral que supuestamente legitimaba la figura presidencial de Díaz-Canel, sino también, sin rodeos, adelantando lo que ocurrirá en 2021 al interior del único partido reconocido legalmente en Cuba.

Las primeras palabras del nuevo presidente, elegido con el 99.83 por ciento de los votos de la unicameral Asamblea Nacional (603 de 604), fueron: «No vengo a prometer nada, como jamás lo hizo la Revolución en todos estos años. Vengo a cumplir el programa que nos hemos impuestos, con los lineamientos del Socialismo y la Revolución».

Esto ha sido su primer año de mandato: 12 meses en los que no ha cumplido nada porque no prometió nada. A Díaz-Canel le encomendaron cumplir con los roles burocráticos del Estado que Raúl Castro, a sus 87 años, ya no quería seguir realizando.

El primer día como presidente de Cuba, fecha además de su cumpleaños 58, Díaz-Canel acudió con entusiasmo a su oficina para aprobar con su firma el Decreto Ley 349, una normativa destinada a regular la prestación de servicios y los contenidos culturales en el país.

El decreto es un obvio instrumento para legitimar la censura a los artistas y creadores que no trabajan al amparo del Estado. En la regulación quedan estipulados hasta 19 violaciones que en su mayoría están asociadas a la divulgación de contenidos culturales que las autoridades puedan considerar violentos, pornográficos, discriminatorios u ofensivos hacia los símbolos patrios. El punto más polémico obliga a que los artistas estén adscritos a una institución cultural del Estado, a la que deben solicitar permiso expreso para poder actuar, exponer y comercializar su trabajo.

Meses después, cuando debía entrar en vigor la normativa, no le quedó otra a Díaz-Canel que ponerle pausa a la aplicación de la medida, pues desde el principio levantó una ola de críticas y una reacción mediática liderada por varios grupos de artistas que, en ocasiones, fueron detenidos y apresados por manifestarse públicamente.

El ingeniero no ha tenido descanso en este su primer año; las catástrofes no se han apiadado de Cuba. Justo un mes después de asumir el cargo, un Boeing arrendado por Cubana de Aviación a la compañía Global Air de México se estrelló en las inmediaciones del aeropuerto internacional de La Habana, donde murieron 112 personas y solo una quedó con vida. Dos eventos meteorológicos impactaron la isla dejando zonas incomunicadas por las abundantes lluvias. Un tornado arrasó a finales de enero último en varios municipios de la capital y dejó un saldo de siete muertos, 200 lesionados y miles de derrumbes parciales y totales de edificaciones. Y hasta un meteorito cayó pocos días más tarde, sin consecuencias, y se deshizo en decenas de pedazos en Viñales, Pinar del Río.

Otro de los acontecimientos que marcaron los primeros 365 días del mandato de Díaz-Canel fue el referendo constitucional que se celebró en febrero pasado; una herencia de Raúl Castro que al ingeniero le tocó llevar a vías de hecho. A 43 años de la aprobación de la anterior Carta Magna, más de 7,8 millones de cubanos acudieron a las urnas para un referendo constitucional en el cual se contabilizaron más de un millón de ciudadanos entre quienes votaron «No», aquellos cuyas boletas fueron anuladas y los que las dejaron en blanco.

Aun después de una amplia campaña oficial en favor del «Sí», las cifras de desacuerdo resultaron inéditas. En 1976 el texto constitucional había sido aprobado con la anuencia del 97,7 por ciento de los electores; esta vez el «No» descendió hasta el 86,8 por ciento.

La nueva Constitución reconoce la propiedad privada y la inversión extranjera, deja una puerta abierta al matrimonio homosexual, suma nuevos elementos al repertorio de derechos humanos consagrados y plantea un reordenamiento de las estructuras de gobierno. Avances que apuntarían hacia una verdadera democracia participativa, sino fuera porque se sigue reconociendo al Partido Comunista como «la fuerza dirigente superior de la sociedad» y muchos principios constitucionales quedan de hecho supeditado a la discrecionalidad del poder, además de que continúan expropiados derechos fundamentales como las libertades de prensa, sindicación y asociación política.

De lo único que puede presumir Díaz-Canel en este año es de haber cumplido la promesa que hiciera en el verano pasado a los periodistas del oficialismo durante la clausura de su décimo congreso. Para apoyarlos, el presidente se abriría una cuenta en Twitter antes que acabara 2018. Y no solo lo hizo, adelantándose incluso a su propio deadline de cinco meses, sino que mandó a todo su gabinete, incluidos a ancianos de más de 80 años, a lanzarse de clavado en las aguas de esa red social.

Desde que Raúl Castro, en 2011, le ordenó a Díaz-Canel que olvidara los rollos del Ministerio de Educación Superior y que a partir de ese momento se encargara de la Vicepresidencia de la nación, se volvió una obsesión informatizar la sociedad cubana y coquetear, a su manera, con la cultura del gobierno electrónico.

El ingeniero fue el primero en abandonar los bolígrafos y las libretas de anotaciones para usar una tableta táctil en las sesiones de la Asamblea Nacional. Luego, en 2014, llegó a Cuba internet wifi en las plazas públicas; más tarde la conexión se extendió a algunos hogares de barrios seleccionados y, en diciembre pasado, se instaló la tecnología 3G. Según el informe de 2018 de We Are Social, agencia británica, el 56 por ciento de los 11.2 millones de cubanos ya está conectado, aun cuando el servicio es a menudo de baja calidad y los precios resultan extremadamente caros si se comparan con el salario medio nacional.

En tal contexto, el presidente dio el primer paso y se creó su cuenta oficial en Twitter. Lo siguieron 15 miembros del Consejo de Ministros, que comenzaron a dar sus primeros pasos a ciegas. El resultado: tuits con faltas de ortografías, consignas y más consignas, retuits a fake news, ataques furibundos a usuarios que les exigían un diálogo.

El sitio web oficialista Cubadebate intentó justificar la mala imagen del gobierno cubano y declaró que «aún andan tratando de entender la lógica de Twitter» y exhortó a los ministros a hacer un «uso inteligente» para convertir la plataforma en una «herramienta efectiva de un gobierno 2.0 incluyente y participativo». Además, les brindó «consejos» para evitarles el ridículo: «el mensaje positivo es más bienvenido que el negativo, publicar tweets cálidos, humanos, creativos, incluir vídeos y hashtags, seguir las tendencias del día y pedir retweets».

No hay dudas que los gobernantes cubanos aprendieron bien rápido a transmitir un mensaje en 140 caracteres, pero lo que no han hecho es hacer de las redes sociales un verdadero escenario de diálogo. La vida virtual nada ha cambiado a Díaz-Canel y su camarilla que, ahora en un terreno totalmente público, siguen mostrándose evasivos, sordos y autoritarios ante los reclamos de la ciudadanía que les enjuicia con punzantes tuits.

Ulises Rosales, general de división y vicepresidente de 77 años, tuvo la sinceridad o el desliz, no sabemos bien, de reconocer en su cuenta: «Con las nuevas tecnologías ya pasó la etapa en que éramos los dueños de la noticia»; nostálgica alusión a los tiempos en que, a golpe de secuestrar la verdad de un país, el gobierno imponía una realidad transfigurada.

Díaz-Canel ha sido una de las figuras más vilipendiadas desde que el gobierno cubano en pleno se mudó a Twitter. En varias ocasiones ha metido la pata y los internautas no se lo han dejado pasar.

En los últimos meses el país ha vuelto a los tiempos duros de escasez (de alimentos y otros productos de primera necesidad) a causa del recrudecimiento de la política de la administración de Donald Trump y el recorte de las importaciones de crudo venezolano. Algunas tiendas y mercados lucen como si estuviésemos en guerra. En medio de unas semanas en las que comerse un pan era un lujo, Díaz-Canel tuiteó citando a Fidel Castro: «el hombre necesita algo más que pan: necesita honra, necesita dignidad, necesita respeto, necesita que se le trate verdaderamente como a un ser humano, ¿habrá algún país que haya hecho más por los derechos humanos que Cuba?»

La falta de tino del presidente, quien seguramente sí tenía pan en la mesa de su casa, generó una indignación general en las redes, y su cuenta tuvo que soportar un torrente de ataques. Muchos se repitieron que la vida seguía igual en Cuba.

No fue esa la única vez que el ingeniero se a pegó un tiro en el pie. «No olvidemos jamás que, así como abundan los héroes, no faltan los mal nacidos por error en Cuba, que pueden ser peores que el enemigo que la ataca”, escribió refiriéndose a Inocencia, película cubana con muy mala puesta en escena, pero que versa sobre un capítulo de la historia de Cuba y eso basta para que el presidente la elogie.

El tuit del presidente fue leído como discriminatorio y denigrante, puesto que fomenta el odio entre los cubanos. Díaz-Canel no pidió disculpas por lo escrito y la llama de Twitter ardió.

Buena parte de este año Díaz-Canel lo ha dedicado a recorrer el país, a palpar el saldo que ha dejado la Revolución después de 60 años. Se ha paseado por la isla con papel y lápiz tomando notas de la nación que le han entregado y que no puede modificar al menos hasta que su mentor no salga del juego.

El ingeniero visita fábricas, acueductos, centrales azucareros, para hablar con sus trabajadores y darles aliento; les pide que sigan «defendiendo la Revolución desde sus trincheras», bajo la consigna raulista de «hacer más con menos». Recibe y despide a todos los presidentes y altas personalidades que asoman por La Habana. Acude a los compromisos internacionales para leer discursos grises y cortos. Llega hasta los barrios pobres de la isla a preocuparse por el estado de las viviendas y promete a sus habitantes que «la Revolución los ayudará, pero que tienen que tener fe y paciencia».

Ha pasado todo un año y Díaz-Canel, sin hacer nada, sigue teniendo un punto a su favor. Y es que, atado como está de pies y manos, bajo el peso de un poder real aferrado a sus doctrinas de toda la vida, aunque sea solo por una cuestión generacional, su figura todavía despierta incertidumbre. Nadie puede aseverar del todo cómo piensa el ingeniero y, sobre todo, qué obra es capaz de construir si estuviera por su cuenta. Justo ahí radica la pequeña expectación que aún provoca.
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