Un jovenzuelo llamado Félix se une a un comando urbano.
Mientras lee los cuentos arrugados de Carteles y Bohemia, con los que otros cubren viandas y medicinas, piensa cuánto se perdió al incendiar la biblioteca de la ciudad. Ni a Hemingway ni a Faulkner podrá leerlos ahora, pero sí hará, de alguna manera, la revolución.
Con un puntapié el empleador lo saca de su letargo, le dice que monte en la bicicleta y ponga todo como se debe, que los clientes se quejan del mensajero demorado y las cosas mal envueltas.
Por el centro de Pinar del Río un saco de huesos acciona los pedales, que a su vez mueven la cadena, que a su vez hace girar la rueda, que a su vez acorta el tiempo. Se apresura a dejar los mandados, a volver para cobrar su minucia, porque esta noche va a matar a Cara Linda.
No debe llegar tarde a la parada donde estará bien vestido, pulcro como la aurora, el tipo que ha asesinado quién sabe cuántos miembros del 26 de Julio. El grito de Félix ha de ser oportuno para que la gente atienda hacia el fondo de la guagua y no vean cuando los muchachos le peguen el tiro al muy cabrón.
No va a pasar de hoy, aprobó el jefe, Panchito Sevilla.
Félix y los muchachos se encargarán de él.
Un niño guarda este recuerdo en su memoria: la visita, con su madre, a Paso Real de San Diego.
Era un pueblo triste en 1950, aunque menos triste, en verdad, de lo que sería, por ejemplo, hacia finales de siglo, o de lo que es en la actualidad. «Hoy todo es más gris que diez, veinte, treinta y ochenta años atrás», se lamenta Félix, mientras recuerda aquella noche primordial: la cama, la almohada blanda, el perfume del almidón, aquella misteriosa y cercana nube blanca flotando sobre su nariz.
Félix tiene casi 80 años. Los fines de año se sacude la soledad y corre con su única pariente viva: la prima de San Diego. Luego de la cena, y si no se ha encabronado por el cucharón de manteca rociado sobre su plato, se deja caer en algún cuarto vacío de los que ahora se alquilan a turistas. La casa, que es también un exitoso hostal, todavía recuerda la infancia. Eso sí: Félix ya no duerme bajo ningún mosquitero.
Luego, como un flashazo en sepia, le pareciera estar viendo a las hermanas Fuxa, maestras de primaria que cuando se perdía de la Escuela José Martí le repetían: «Oiga, Contreras, pobre, pero decente. Y no falte a la escuela».
Aún era chico cuando lo arrancaron de la escuela y lo condenaron a una venta de viandas. Todo el día planificaba su escape. ¿Para volver a la escuela? ¿Al hogar fracturado del que la madre se fue para no volver jamás?
Ni siquiera pudo colarse en el colegio para niños de la calle del maestro Febles. Su única opción. Allí permitían la asistencia al aula sin zapatos, sin camisa, casi en cueros. Así muchos niños misérrimos en Pinar del Río aprendieron a leer y a escribir.
Más tarde Félix, literalmente entre col y col, se escapaba a unas tertulias sabatinas. Por la polvosa carretera a La Coloma, el muchacho huesudo llegaba hasta la casa del viejo comunista Gerardo Tejedor, amigo de un tal Juan Marinello que mentaba mucho. Recién llegado de México en 1954, Tejedor le prestaba libros y le mataba el hambre con meriendas.
«Puro taller renacentista -dice Félix-, allí se hablaba de marxismo, se hacía cerámica, artesanía, un poco de química, en fin, de lo humano y lo divino en la manera más abierta, despojada de formalismos académicos».
Tejedor y su esposa, Fina, matrimonio sin hijos, adoraban estar rodeados de aquel montón de chiquillos callejeros.
Pero fue otro ángel el que cambió años después la vida de Félix. Alfredo Valessi, profesor nicaragüense-mexicano, estaba en Pinar del Río enseñando teatro. Le llegó con un notición a Félix: había conseguido una beca, en La Habana.
Para 1961 La Habana es aún una de las capitales más deslumbrantes del mundo occidental, todavía con algo de vida nocturna babilónica. Para los cubanos del interior del país había una muro psicológico, más allá de la distancia geográfica.
Cuando dio la noticia algunos familiares escupieron su suerte; y los socios del parque Colón le vaticinaron un fracaso. «Pero no me conocían: yo estaba que me comía el mundo, realmente no me conocían». Valessi le dio los dos pesos y 25 centavos para la guagua. En la 5ta Avenida del lujoso barrio de Miramar, se bajó y enfiló a pie hacia la calle 84 buscando, papelito en mano, el Hotel Comodoro.
Llegó mucho antes de la apertura de la escuela, prácticamente sin saber qué iba a estudiar. Sus condiscípulos irían llegando poco después, casi todos procedentes de la Campaña de Alfabetización. «O sea, fui el primer becario de la Revolución Cubana, porque por la Escuela Nacional para Instructores de Arte, en el Hotel Comodoro, comenzó el Plan de Becas Nacional».
Félix, durante semanas, fue el único habitante de aquel suntuoso edificio atendido por diez o 15 personas: cocineros, milicianos, choferes, empleados de mantenimiento; con las salas de juego aún intactas, y él allí como el fantasma de una ópera que, a ciencia cierta, no sabía cómo iba a sonar.
Los fines de semana paseaba, con los ojos como platos, por el Country Club, Miramar y el Laguito. A ratos veía los Chevrolet brillosos de las familias Aguilera Sánchez, Álvarez Cabrera, Arroyo Márquez, Barletta Barletta, Blanco Colás, Blanco Herrera, Falla Bonet, Loret de Mola, Gómez Mena, Lastra Humara, Suero Falla.
Más tarde le dirían que eran burgueses, y que, como buen joven comunista, debía aborrecerlos. Pero antes de eso, lo que hizo fue podar jardines. «Como el de Laura Gómez Tarafa», dice Félix, como si el nombre indicara algo más que una sombra de otros tiempos.
En la escuela el estudiante se sentía como apadrinado por los Médici: «Comíamos leyendo, escribiendo un poema, comentando la última clase de Pita Rodríguez sobre surrealismo francés, la de Arenal sobre Arthur Miller… Vivíamos en plena fiebre y actividad cultural. Me ayudaba muchísimo estar mezclado con alumnos de mayor escolaridad, mucho talento, más mundo, como Rosa Ileana Boudet (la musa lánguida que todos soñábamos conquistar allí), José Luis Rufins, Teresita Aguilera, Rolen Hernández, Julio Capote, Raúl Lima».
Pero una espada de Damocles amenaza al emigrante -fuere cual fuere su destino-: el fracaso, el retorno al punto de origen, la mofa de los conocidos. Félix comenzó a tener pesadillas recurrentes, horribles, soñaba que volvía a su pasado de trashumante por todo Pinar del Río, que volvía a trabajar en las arroceras de Alonso Rojas, metido hasta el cuello en las ciénagas de la costa sur, como a sus 14 años. Por suerte, había otros sueños, heroicos o románticos: volvía a la ciudad natal, con sus amigos Raúl Barón y René Pérez, los compinches de la célula del 26 de Julio, para ajusticiar por fin, o acaso todavía una vez más, a Cara Linda. O se casaba con la millonaria norteamericana Bárbara Hutton. La Miss salía continuamente en las revistas por sus romances con mulatos del Caribe, y Félix se masturbaba violentamente con ella.
Cuando no podía más con su propia vida interior, se asomó a la biblioteca de la escuela. Susurrando llegó hasta un poeta flaco que le alcanzaba los libros. Francisco, que aún no era Francisco de Oraá, le dijo como quien dice lo obvio: «Escribe eso, haz un poema».
Lo hizo sentado a la orilla del mar. En la costa de Miramar -privada hacía apenas dos años-, un desamparado de la provincia más desamparada, escribió sus primeros versos… Y aquello fue catártico, medicamento. Adiós a las angustias nocturnas.
De cuando soñé con un cheque por tres millones de pesos; así se lee hoy en las antologías, pero en el manuscrito en vez de pesos decía dólares, algo más afín con su contexto histórico. Una vez publicado el poema, el pavor editorial por los símbolos imperialistas lo fue convirtiendo poco a poco a nuestra revolucionaria e inofensiva moneda.
El poema lo mostró a su amigo, Sigfredo Álvarez Conesa, y a algunos profesores. Félix se hizo muy popular en la escuela: aquellos versos le dieron lindas novias, confianza, y le revelaron que la poesía era lo suyo.
Félix se fue a Mantua (no a la italiana, sino la pinareña) a hacer su servicio social.
Antes de llegar «al culo del mundo», en el Consejo Provincial de Cultura lo remitieron al comité local del Partido Comunista. El Secretario, a quien, extrañamente para los tiempos que corrían y el cargo que ocupaba, le decían El Yanqui, aguardaba expectante.
-Y, ¿a ti pa’ que te mandan aquí?
-Mire, yo soy instructor de arte, me mandan de la provincia con la misión de formar un grupo de teatro o pantomima, hablar de la cultura, la superación y…
-Espera, espera ahí, tea… panto… qué dijiste… meter aquí a los guajiros en el artistaje… en la mariconería. No, no, tú te vas pa’ la Provincia y dices que no queremos aquí artistajes ni murumacas ningunas…
Volvió a la ciudad de Pinar del Río, informó a una funcionaria de Cultura que, en Mantua (no la de Italia), El Yanqui no lo quería ni pintado en la pared. Tras una larga conversación telefónica entre la compañera y el primer secretario del Partido mantuano, Félix volvió con sus latas de leche condensada, un saco de libros y su mochila con botas, camisas y pantalones con peste a chivo berrenchín.
-Bueno, cuadro, yo te ubico, pero tiene que ser con la familia Coste, ¿ok? Ah, ¿tienes hamaca…? ¡Qué no…! Pero, cuadro, cojones, de dónde tu vienes…
A las mil y quinientas llegó a un bohío. Lo recibieron unos muchachos durmiendo en el piso de tierra, una mujer negra de churre, un tipo hosco en un taburete recostado a la pared de yaguas.
-Mira, muchacho, aquí somos solo de Dios -le advirtió mirando el suelo-, aquí no hay ni comida ni nada… Me parece que usted debía volver y decirle al señor Yanqui que aquí no tiene vida para eso de…
-Del arte…
-Anjá, deso…
«El Yanqui me embarcó», habrá pensado Félix. En esa tierra perdida no lo querían y, para colmo, eran religiosos. Adventistas del Séptimo Día: no aceptaban bandera, escudo, himno nacional, ni la madre de los tomates. Menos mal que la Revolución iba a acabar con todo aquello.
Un año. Un año de toneladas de paciencia, tolerancia, suspicacias, pero: «Logré, con la ayuda de un sobrino de la madre, que era dirigente local, que los niños fueran a la escuela puntualmente».
Al año Félix y los adventistas se abrazaron por última vez. Ahora lo mandaban de Mantua (no la italiana) para la base aérea cubano-soviética de San Julián, en Guane.
-Para dar superación cultural a guardias, oficiales, pilotos, profesores, soldados, mecánicos, todos militares -le habían dicho.
La consumación del servicio social fue, después, al norte de la provincia pinareña, en las montañas San Andrés.
«Yo arrastraba, por todos aquellos años de niño mataperreando, vacíos…, un déficit en mi formación, y Pita Rodríguez y Humberto Arenal, que elogiaban mi inquietud cultural de permanente turno, tan avispado, tan puesto pa’ la cosa, me habían recomendado, al término del servicio social, regresar a La Habana y seguir luchando».
En la guagua hacia la capital, Félix recordaba esas palabras: «seguir luchando». Como un mantra.
Como él, muchos alumnos habían vuelto. En cierto modo, la Revolución había abierto La Habana para los propios cubanos, como antes nunca estuvo.
El primer reencuentro fue en una larga fila de aspirantes a trabajar en una película. «El filme debía ser un clavo», quizá pensó Félix cuando le dijeron que el título era La muerte de un burócrata. De todos modos tenía que ganarse unos pesos.
Tenía que amortiguar su vida de deambulante por toda la ciudad, cosa que, peregrinamente, le provocaba un inmenso placer. La comida era lo de menos. Iba a las funerarias vedadenses de Rivero y K, se sentaba con rostro muy trágico cerca del féretro. Esperando, con la paciencia del muerto. Y cuando pasaba la repartición de leche, té, café, alguna chuchería: «el primero que agarraba era yo». Era un tanto peligroso porque a veces los dolientes no le quitaban los ojos de encima, como preguntando: «¿de dónde el difunto conocería a ese joven?»
En eso pensaba Félix haciendo la cola de extras para la película; entonces notó en la fila unas caras conocidas. Entre ellas la de Sigfredo Álvarez Conesa. Abrazos… ¡contra, flaco!, ¡qué bueno que te veo! Félix se unió a partir de entonces a la tertulia de su socio, en las escaleras del hotel Habana Libre, junto a Juan Carlos Tabío y otros aspirantes a cineasta. «Él cortejaba a Delia, y yo a sus amigas (estaba loco por tener una novia habanera)».
Finalmente, llegó su turno de extra.
El director, un flaco medio calvo con mirada luciferina, gritó acción, y la gente empezó a moverse como una coreografía. Félix, de comparsa, empujando un carro lleno de papeles que repartía obsesivamente a burócratas sentados en sus burós.
Luego, en la gran pantalla, Félix se ve, además, en otra escena. Muerto de flaco, atraviesa el salón del antiguo Centro de Dependientes de La Habana, hoy Escuela de Ballet. Ese pedazo de filme les costó a los productores varios pies de metraje. Mil veces el flaco medio calvo se cagó en la madre de Félix, porque al pasar frente a la cámara, la miraba fijo, como hipnotizado. Y el flaco medio calvo gritaba:
-¡Coño, corten!, que ese hijo de puta se viró pa acá otra vez.
Un joven iba, noche a noche, a la heladería Coppelia. No a tomar los alucinantes (y ya extintos) sabores de aquellos tiempos, sino a dormir. Brincaba el muro del fondo, frente al restaurante La Carreta, y se tapaba el frío con una yagua.
Un «día providencial», pasando por la Unión de Escritores y Artistas (Uneac), se encontró con Humberto Arenal. Su exprofesor le dio la dirección de su casa; Félix, por supuesto, no pudo reciprocar el gesto.
Se repitió mentalmente la esquina que le había dicho, la clase de edificio, el color, mientras Arenal entraba en su pequeño Austin inglés, agitaba la mano y se perdía rumbo al Malecón.
Por la noche logró entrar al parqueo. Identificó el Austin. Se acomodó en el asiento trasero. Tan blando comparado con la tierra prieta del Coppelia. Pero las noches automovilísticas duraron poco. Una mañana fue sorprendido durmiendo a pierna suelta.
«Ni un regaño, me llevó a su casa, me dio un cuarto y durante dos años conviví con el autor de El caballero Charles y su familia, como un miembro más. Le leía mis poemas, me aconsejaba y me abría las puertas de La Habana».
Los giros de la vida superan los de la ficción.
Aquel joven, Contreras, empieza a escribir en serio.
Se amista con lo errante, con los cines, las tertulias, ciertos humos de tabaco.
José Lezama Lima le dice pasa a mi casa. Dulce María Loynaz: pasa a mi casa. La lista de amigos asciende, igual que las sospechas.
La vida le sonríe con una mueca impaciente y flacucha que le recuerda a sí mismo. ¡Qué lindo cuando la vida se va pareciendo a uno! Poeta promisorio en una generación de poetas; reportero que aprendía las artes del buen periodismo viajando la isla de los dientes a la cola.
Agencia Prensa Latina, revista Cuba; la cúspide informativa.
Entonces firma con otros 11 una declaración, y sale su nombre impreso en un magazine revuelto que llaman Caimán Barbudo.
Resulta casi surreal cuando cumplir un sueño se trabaja y se paga. Dirían entonces los viejos: demasiado bueno para ser verdad.
Aquel mes de marzo de 1972 permanece aún en la memoria; no hay precisión en el día. El director lo llama a su despacho; lo despacha como a un traidor:
-Contreras, salga de aquí, váyase de Cuba. ¡Usted es contrarrevolucionario!
Sale del edificio. Después de todo Cuba es propiedad del Comité Central de Partido Comunista, y el director no hará más que ladrar, lo natural cuando faltan las razones.
Llega a Prensa Latina. Lo recibe un mural con su foto y abajo un pie que le prohíbe entrar en la agencia. Recordaba un cartel de forajidos en el lejano oeste. Receloso de la gente que comparte la acera sube por 23 hasta la Unión de Periodistas.
Lo atiende una mujer, y le dice que no puede volver a sus antiguos trabajos.
-¿Y qué hago para vivir?
La mujer le propone un sueldo fijo para su tiempo sin empleo.
-¿Cobrar sin trabajar?, ¡Eso es inmoral!
La mujer dice una frase que revela el cariz policial de la Unión de Periodistas y le exige dejar la oficina. Los tres meses sucesivos, abril, mayo, junio, serán de huelga silente en los bancos de la Unión.
-Usted es echaíto pa´lante, Contreras -le dice la mujer una de las mañanas en que llega en su auto, y siguió hacia el caserón como si atrás dejara una estatua.
La primavera fantasma que corresponde a esta isla la pasa sentado, esperando una enmienda. La imagen del joven flaco custodiando el jardín de la Unión, con la ropa de días, debe haber atraído la atención de ciertos ojos. La persistencia triunfa a veces por jodona.
Y entonces le dieron trabajo. Le dieron trabajo en un ministerio. Le dieron trabajo en un ministerio limpiando pisos…
Un escritor, ya aplatanado en la ciudad de las columnas, viaja en una ruta 27 con su colega Onelio Jorge Cardoso. Se le acerca un muchacho.
-Oiga, compañero, ¿usted no se acuerda de mí?
Tuvo por respuesta un silencio prolongado y unas cejas alzadas.
-Yo soy el hijo de Coste, el adventista, usted vivió en mi casa, usted hacía pantomimas y nos recitaba poesía…
-Ah, sí, sí, ¿y qué haces acá?
-No, nada, nada, que estudié ingeniería en la Unión Soviética y vengo pa’ trabajar en los talleres de los trenes aquí, en Boyeros…
Félix sonríe. No todo está tan mal.
Su vida pudo ser el argumento para una buena novela. Humberto Arenal prometió hacerlo, pero la muerte se lo llevó. Ahora, Félix sigue armando la vida diaria capítulo a capítulo. Cada vez con oraciones más largas, de estilo reposado, que no le impiden soltar un pasillo o improvisar canciones durante sus conferencias sobre ritmos latinos en Brasil. Allá tropezó hace un tiempo con la palabra amor, le gustó en portugués, y ahora tiene un pie en La Habana y el otro en Sao Paulo. Quizá por eso, en sus períodos cubanos, el correo electrónico le resulta tan importante.
Un amigo de la juventud, fundador también del Caimán Barbudo, dice que las historias de Félix son maravillosas, no importa si fueron o no… Dice «las historias de…» A todas luces, Félix suele tomarse licencias poéticas sobre su vida; de alguna manera se las arreglaría para ser también el autor caprichoso y secreto de cualquier perfil biográfico suyo.
En los hechos, Pastor Rodríguez Rodas, «Cara Linda», fue apresado en 1959 y condenado a muerte. Escapó y fundó una banda en las lomas pinareñas. Un infiltrado de la Seguridad del Estado fue quien le disparó a mediados de 1962.
Un hombre, Félix Contreras, visita una librería.
Se acomoda entre el público absorto en la presentación de un libro. El título no es importante. Sí lo es dejar de compartir con nadie el apartamento de la calle Soledad. Dejarlo por un rato más solo aún.
El tiempo le ha regalado los espejuelos redondos, la voz fina, intermitente por un carraspeo que le otorga más tiempo a pensar. La facha cuidada por el buen gusto, pero descuidada por la vida de escritor. El limbo entre el know how y el rudo how much.
Félix Contreras (Pinar del Río, 1939) es un tipo que camina, ama los árboles y añora La Habana de ensueño que visitó adolescente. Aún frunce la nariz buscando la fuga de gas en sus calles, y trenza largamente la realidad y el cuento mientras se da sillón.
Para un hombre como este es perfectamente entendible acabar en la librería de la que les hablo, o en cualquier librería, da igual.
Lo que es raro, rarísimo en verdad, es que el tiempo se muerda la cola tan atrevidamente. El tiempo padece de crueldad, pocas veces de cinismo.
-¿Usted se acuerda de mí? -una voz se adelanta al cuerpo por sobre el hombro de Félix. Y Félix no puede olvidar a quién pertenece esa voz.
Sin voltear la mirada asiente o niega a medida que el otro indaga. ¿Ya dejó de trabajar en Casa de las Américas? He visto sus libros recién publicados. ¿Sigue escribiendo poemas?
El rodeo tiene un fin. No habrá banderilla para la memoria, sino una bandera blanca. La gente empieza a aplaudir, y alguien invita al público a comprar el libro en unas mesas cercanas.
-Félix, quiero pedirle perdón por lo que ocurrió… Yo solo cumplía una orden, y no fui el único entonces…
Eso sí que no. El presente sí, pero el pasado no. Dejando la silla, regresando los ojos:
-No creo que sea a usted a quien hay que perdonar… Al fin y al cabo, usted nunca ha sido nadie.
Una bala memoriosa. Camino a su casa Félix pensaba que hay muchos modos de matar. La expresión de Cara Linda cuando se supo perdido (¿en la vida real; en el sueño de Félix?) pudo ser aquella que atisbó en los ojos del gris exdirector de Cuba.
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