Por Juan Orlando Pérez.
Nadie lee ya Granma, y quizás nadie lo ha hecho en años. Dicen que un hombre fue visto leyendo Granma en un parque de Nuevitas alrededor de febrero del 2006, pero ese avistamiento no ha sido confirmado por fuentes independientes. Es una lástima, porque el periódico del Partido Comunista de Cuba reporta de vez en cuando noticias a las que el público debería prestar alguna atención. Después que nadie se queje, y acuse a Granma de no reportar lo que pasa en la isla. Hace algunas semanas, Granma reseñó, muy detalladamente, la intervención del presidente Miguel Díaz-Canel en la reunión de balance anual del Ministerio de la Agricultura. Es comprensible que el artículo, titulado “Por una mayor soberanía alimentaria de Cuba”, no causara de inmediato, como debería haber ocurrido, un debate nacional. Cada cubano ha ido a decenas de “reuniones de balance” en su vida, y sabe que hay pocas cosas más dañinas que ellas para la salud humana. De veras, esas reuniones causan daños irreparables en algunos órganos vitales, principalmente el hígado, los riñones y el corazón, algún día se publicarán estudios probándolo. Hay indicaciones preliminares de que los cubanos que no tienen obligación de participar en tales reuniones, o se han excluido de ellas voluntariamente, viven un promedio de cinco años más que sus compatriotas que sí tienen que asistir. Una de las principalísimas razones por las que Raúl Castro abandonó la jefatura del Estado es que no podía, ni siquiera él, hermano del fundador de este género de reuniones, tolerar una más, sus médicos se lo prohibieron. Al presidente de Cuba le corresponde asistir a incontables reuniones de balance cada año, más que a cualquier ciudadano, como debe ser, que para eso es presidente. Quizás hay algunas que son más entretenidas, o ligeramente menos absurdas, pero el balance anual del Ministerio de la Agricultura debe ser de las peores, de las que Raúl detestaba más, aborrecimiento que ahora debe sentir, con la misma pasión, Díaz-Canel. Todos esos reportes sobre tomates que se pudrieron, piñas que no crecieron, vacas que se suicidaron, son muy deprimentes. Si queda en el mundo algún lector de Granma a pesar de la evidencia que indica lo contrario, ese pobre hombre o esa infortunada mujer debe haber reaccionado con espanto al título de la noticia sobre la presencia de Díaz-Canel en el balance agrícola cubano, y debe haber buscado inmediatamente amparo en la sección deportiva, aunque no le gustara ni el fútbol ni el béisbol.
La nota de Granma, sin embargo, merece ser leída con atención y quizás hasta que se escriban sobre ella ponencias para presentar en LASA. En el futuro, cuando los historiadores investiguen cómo se extinguió el pueblo cubano, qué misterioso cataclismo hizo que desapareciera silenciosamente la nación que una vez estuvo a punto de enfrentar a las potencias del mundo en una guerra nuclear, esa nota de Granma les explicará todo lo que quieran saber, tanto como algunos mustios recortes de los periódicos de Múnich de 1919 sobre mítines de facinerosos en oscuras tabernas de la ciudad nos sirven ahora para identificar el comienzo del Holocausto. El tristísimo final de los cubanos, el punto en que perdieron su razón para existir como nación, podrá ser ubicado en la tarde del 25 de febrero de 2019, cuando Díaz-Canel, según reporta Leticia Martínez en Granma, «subrayó la necesidad de continuar trabajando para alcanzar la soberanía alimentaria que permita una mayor seguridad nacional». El presidente, quizás imprudentemente, ofreció en ese cónclave, de acuerdo con la reportera Martínez, algunas ideas sobre cómo la llamada «soberanía alimentaria» podría ser conseguida. Por ejemplo, Díaz-Canel insistió, es necesario que los “cuadros”, esos misteriosos personajes que son los que efectivamente gobiernan Cuba, muestren «mayor sensibilidad ante los problemas», y que les duela «cuando una cosecha se está perdiendo, cuando un producto que le podíamos haber dado a nuestro pueblo no le llega, o cuando no se hacen las cosas bien».
El presidente, que es lo suficientemente listo para comprender que las lágrimas de los “cuadros” solas no van a hacer que las vacas de Guáimaro den más leche que las de Suiza o que las naranjas de Morón sean más jugosas que las de Andalucía, y que además, no hay “cuadros” suficientes en Cuba biológicamente capaces de llorar, aclaró que eran muy importantes también la ciencia y la tecnología, que podrían dotar a la isla, por ejemplo, «de semillas de calidad», algo que describió como «un tema básico y definitorio para la agricultura en el país». Los atormentados profesores de la Universidad Agraria de La Habana y los investigadores de la miríada de institutos científicos dedicados al tema en la isla deben haberse sentido muy sorprendidos al escuchar a Díaz-Canel decir que la solución a la crónica crisis de la agricultura cubana la debían encontrar ellos. Pero el presidente tenía aún otras sugerencias, además de regar semillas mágicas con lágrimas de “cuadros” revolucionarios, la «agricultura de precisión», que permite «ahorrar fertilizantes y pesticidas», como hacían tan eficazmente los taínos, la «agroecología», que es, dijo, «más sana, y responde al concepto de desarrollo sostenible», y el «extensionismo agrícola», descrito como una «innovación cubana por definición», una frase, «innovación cubana», que, cuando es pronunciada por el presidente de Cuba, y no, relajadamente, por un plomero, un carpintero o un botero de La Habana, o incluso, en algunos raros casos, por un científico, debería activar instantáneamente una reunión de urgencia del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El futuro del mundo, ya no el de la isla, está en peligro cada vez que esa frase aparece en Granma.
Afortunadamente, el «extensionismo agrícola» cubano no parece ser una amenaza tan severa a la paz y la seguridad mundiales como la renuencia de Raúl Castro a dejar caer a Nicolás Maduro en Venezuela. Pero tampoco parece que sea una solución tan formidable como las semillas de oro que los científicos cubanos han sido encargados de crear. El «extensionismo agrícola» es una «innovación cubana» tanto como lo fueron antes los camellos, el fricandel y las tribunas abiertas, es decir, la jovial aberración de un concepto extranjero, la educación de comunidades agrícolas para que adquieran prácticas más avanzadas de producción, el transporte público de pasajeros, el frikandel holandés, la democracia. Si alguien, después de todo, leyó en Granma el reporte sobre el balance del Ministerio de la Agricultura, ese desgraciado lector puede quedarse tranquilo, no hay ninguna probabilidad de que el «extensionismo agrícola», en su revolucionaria variante cubana, pueda hacer que la agricultura de la isla llegue a estar en una situación aún más desastrosa que la actual. Tampoco la «agricultura de precisión», basada en el uso de exquisitamente detallada información sobre suelos, vientos y lluvias obtenida a través de alta tecnología, o la «agroecología», que examina el vasto alcance ambiental y social de las prácticas agrícolas, representan una amenaza para la alimentación de los cubanos, y en realidad, serán muy beneficiosas para algunos científicos y académicos de la isla, que podrán escribir ponencias sobre las experiencias de su país en esas materias en colaboración con la FAO, el Programa Mundial de Alimentos, o la Unión Europea, e ir a LASA a presentarlas.
Ninguna de esas ideas va a producir en Cuba una col de más, ni una col de menos. Lo más grave que reportó Granma de la reunión de balance fue la presencia en ella de José Ramón Machado Ventura, un hombre que lleva décadas dedicado, tenazmente, a destruir la agricultura cubana. Si Cuba tuviera su tribunal de Nuremberg para juzgar a los responsables de que el país importe casi el 70% de los alimentos que consume, y esté, sesenta años después de la revolución, todavía racionando el hambre, Machado Ventura no sería el principal acusado, ese estaría ausente, como Hitler en Nuremberg, pero Machadito tendría quizás el papel de Göring, el del diligente cómplice. Los fiscales podrían presentar kilómetros de periódicos y años de televisión reseñando los interminables recorridos de Machado Ventura por el país, visitando fincas y vaquerías, frigoríficos y plantas de producción de jugos y puré, aconsejando, amonestando, impartiendo instrucciones. En la reunión de febrero, Machado Ventura tomó la palabra para exigir «que los productores tienen que cambiar la mentalidad con relación a la siembra destinada al alimento animal». Añadió, exasperado, que «el pienso que importa el país es muy costoso, de ahí que deban sembrarse plantas proteicas con ese destino», una idea que podría llevar, si le hacen caso, a la definitiva extinción de la ganadería en Cuba, la última vaca se va a arrojar de bruces delante de un tren. Lo primero que tendría que hacer Díaz-Canel si quiere que la gente tome en serio lo que diga sobre agricultura y «soberanía alimentaria», e incluso, que lean Granma sin que se les quemen los ojos, es jubilar a Machado Ventura, o al menos, no invitarlo a la reunión de balance del Ministerio de la Agricultura. Prohibirle la entrada. Después podría hablar del «extensionismo agrícola» todo lo que quiera.
Veintiocho años atrás, casi exactamente, en febrero de 1991, Machado Ventura asistió a otra reunión dedicada casi en exclusividad a la crisis de la agricultura cubana, la Asamblea del Partido Comunista en lo que era entonces la provincia de La Habana. Los que tienen edad para recordar aquella época, se estremecerán con la sola mención del Programa Alimentario, eternamente asociado con símbolos tan lúgubres como el plátano microjet, las Brigadas Estudiantiles de Trabajo, el campamento El Paraíso, el contingente Blas Roca y el compañero Cándido Palmero. Al final de aquella Asamblea, como al de cada otra asamblea, conferencia, congreso o reunión de balance celebrados en Cuba entre 1959 y 2006, Fidel Castro pronunció un discurso rebosante de enérgico optimismo. Fue un tour de force, una actuación sublime, una feroz demostración de control y manipulación de la información que Díaz-Canel no podría nunca igualar. Con su país rápidamente descendiendo a la edad de las cavernas tras la desaparición de la Unión Soviética, Fidel presentó un plan supuestamente inexpugnable para evitar una hambruna. No se le ocurrieron en aquella ocasión ideas visiblemente estrafalarias, el momento, tan grave, no permitía improvisaciones o fantasías. Sencillamente, mintió. Habló extensamente, como Díaz-Canel haría décadas después, de la necesidad de producir en Cuba semillas de calidad de cada cultivo importante, incluso de papa. «Ya tenemos biofábricas en La Habana y en Villa Clara para llegar a producir toda la semilla de papa en nuestro país». Como la «agricultura de precisión» o la «agroecología» no habían sido inventadas aún, Fidel pidió a los científicos cubanos apurarse en la creación de pesticidas, herbicidas y fertilizantes. «Esa es una de las ramas que vamos a desarrollar fuertemente», afirmó. Fidel habló de «mecanización», notó que había máquinas para el cultivo del arroz, e incluso para recoger papas, pero que las viandas y vegetales tenían que ser cultivadas y recogidas mayoritariamente a mano por trabajadores agrícolas. Y de esos, no había suficientes. “Cuadros”, había muchos, las reuniones de balance estaban llenas de ellos, pero gente que se levantara a las cuatro de la mañana a guataquear, uno por cada cien “cuadros”. Pero Fidel tenía el remedio también para ello.
El Programa Alimentario, en lo fundamental, fue una solución de emergencia al perenne problema de la falta de trabajadores agrícolas en el momento en que la interrupción abrupta del comercio de Cuba con sus socios comunistas obligó a la isla a buscar la forma de alimentar a su propia población con mínimas importaciones. Puesto que no podía reconstruir por decreto las comunidades, la cultura y la economía campesinas destruidas durante cuarenta años, Fidel empujó a los campos de Cuba, a sembrar plátano, escardar boniato, y recoger papa, a centenares de miles de personas que apenas sabían lo que estaban haciendo, lo hacían a desgana, o por obligación, o chapuceramente, para cumplir metas y planes, y aprovechaban la ocasión, encima, para robar todo lo que pudieran, un tomate, o diez sacos. Fue un estropicio, los indicadores de productividad de los movilizados por el Programa Alimentario deben haber sido de los más bajos entre los trabajadores agrícolas de todo el mundo. Pero Fidel vio otras ventajas en aquella gigantesca movilización, en obligar a los habitantes de las ciudades a ir al campo a trabajar en vez de quedarse en sus casas quejándose del hambre. «No se sabe lo que vale este fortalecimiento ideológico en las condiciones actuales que vive el mundo, este fortalecimiento ideológico en instantes de crisis del socialismo», gritó, «¡que nosotros podamos demostrar aquí lo que puede el socialismo, que podamos demostrar aquí la fuerza de nuestras ideas!» A pesar del caos, la improvisación y el sinsentido del Programa Alimentario, la producción nacional de algunos cultivos aumentó durante aquellos años lo suficiente para compensar, en una pequeña medida, la icárica caída de las importaciones. Los cubanos comieron plátano burro hasta que le cogieron asco, pero eso fue mejor que nada. Y mejor que el fricandel. Cualquier cosa es mejor que el fricandel. Hasta que el plátano burro también se perdió.
En aquel discurso de 1991, en presencia de Machado Ventura y quizás de algunos otros “cuadros” nonagenarios que asistieron a la reunión de balance del Ministerio de la Agricultura semanas atrás, Fidel reconoció que había que considerar una solución definitiva a la falta de trabajadores agrícolas, y anunció que los contingentes, con el “Blas Roca” a la cabeza, estaban construyendo decenas de comunidades rurales, Xanadús cubanos esmeradamente planeados para atraer al campo, permanentemente, población urbana. Casi treinta años después, el campo cubano sigue despoblado, y ni siquiera la tímida reforma raulista de 2010 que entregó tierras ociosas del Estado en usufructo a quienes quisieran trabajarlas ha provocado un éxodo de ciudades y pueblos hacia los marabuzales que encadenan la isla de este a oeste. Cuba sigue comprando semillas de papa, a precio de oro, en el extranjero. Y no solo semillas, papa también, en Perú. Y arroz, en Vietnam, y azúcar, en Francia, 2500 millones de dólares cada año en alimentos, la mitad de los cuales, al menos, según estima el propio gobierno cubano, podrían ser producidos en la isla, no se trata de cultivos que necesiten el clima de las Pampas o el de Kamchatka para crecer. Y fertilizantes, Cuba sigue comprándolos en el extranjero, al precio de 500 dólares por tonelada. Una fábrica de fertilizantes, descrita por Juventud Rebelde como «la más moderna del país», acaba de ser construida en Cienfuegos con componentes importados de la India, pero sus propios directivos admiten que «no es una tecnología de alto rigor, incluso resulta menos compleja que la que operaba anteriormente». Ceiba del Agua, en la actual provincia de Artemisa, de la que Fidel dijo en 1991 que iba a ser «uno de los mejores huertos del mundo, con las técnicas más modernas», capaz de producir anualmente hasta 200 mil toneladas de frutas, distribuyó solo 2600 toneladas en 2018, según reporta EFE. La empresa Cítricos Ceiba se las arregló para exportar 40 toneladas de aguacate y 20 de ají el año pasado, que es lo que un hípster de Londres consume, él solo, en seis meses.
Díaz-Canel no es directamente responsable de esta catástrofe. El Estornudo no ha logrado comprobar si el actual presidente de Cuba asistió a la Asamblea del Partido Comunista de La Habana en febrero de 1991, junto a Machado Ventura y otros gerifaltes que tres décadas después del comienzo del Programa Alimentario todavía continúan arrasando el país. En febrero de 1991, Díaz-Canel tenía 30 años, era miembro del Comité Nacional de la Unión de Jóvenes Comunistas y no le había pasado todavía por la cabeza la idea de convertirse en presidente de Cuba. Como todos los cubanos, creía que Fidel no iba a morir nunca. Durante treinta años, Díaz-Canel se limitó a ejecutar, primero en Villa Clara, luego en Holguín, luego en el Ministerio de Educación Superior, cada despropósito, cada imbécil orden, de Fidel, Raúl y Machado Ventura. En ese largo período, debe haber asistido a, no es una exageración, miles de reuniones de balance, él sí no va a llegar a los noventa, su hígado debe ser ya una piedra. Pero algo debe haber aprendido en esas reuniones, si es que no es completamente idiota, o malvado. No funciona. Ya no digamos el país, la economía castrista, el autoritarismo. La agricultura cubana, no funciona, la reforma de Raúl ha fracasado grotescamente, ni siquiera rozó las causas estructurales y culturales de la insólita improductividad de Cuba, su transformación de vergel de las Américas en erial. Eso lo saben casi todos los cubanos que no asistieron a la reunión de balance del Ministerio de la Agricultura. Ahora Díaz-Canel no puede pretender ignorancia, o estar ejecutando órdenes. El que presidió la reunión de balance fue él, se dirá tiempo después en el Nuremberg cubano. Díaz-Canel va llevando a su país a una nueva catástrofe, el hondo hueco en el que la isla caerá si Maduro es derribado en Venezuela, se seca la tubería del petróleo entre Caracas y La Habana, y peor aún, Cuba pierde el dinero que obtiene por los médicos que trabajan en aquel país. El actual desabastecimiento de La Habana, que es realmente lo normal en casi todo el resto de la isla, es solo un anticipo de lo que puede venir. Díaz-Canel puede dar un puñetazo en la mesa, impulsar una reforma radical de la agricultura cubana que restablezca la independencia, la libertad de propiedad y la autoridad legal de los productores y comerciantes de alimentos en la isla, o bien seguir hablando de «extensionismo agrícola» y «agroecología» en sucesivas reuniones o recorridos por el país hasta que la gente se tire a la calle, porque ellos sí no van a hacer como las vacas. Y eso va a ser lo último que publique Granma antes de que la multitud irrumpa por la puerta del periódico.
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