El paisaje de Regla en la mañana del 28 de enero era desolador: no había árboles sanos ni postes eléctricos en pie, hubo casas que perdieron el techo, casas que perdieron las paredes, casas que perdieron las ventanas y las puertas y también hubo casas que desaparecieron, de las que solo quedó esa mezcla de polvo y piedras, o de polvo y madera a la que solemos llamar escombro.
La casa de Yuliasdis era mitad algo mitad nada: sin paredes y sin techo, evidenciaba claramente lo que pueden hacer rachas de vientos de 300km/h. Pero ahí permanecía ella, con su esposo, sus tres hijos y su nieta, almorzando. Sentados en el suelo, sobre un cubo, de pie, acompañados de pomos de agua. Parecía una familia en medio de un picnic. Solo esta vez que el picnic era en las ruinas de lo que fue su sala.
Ubicado en la calzada de Regla, el apartamento solo tenía techo en la zona de la cocina y había perdido la pared lateral del pasillo que lo recorría de un lado a otro. Por el pasillo, lleno de ladrillos rotos y de tejas metálicas estrujadas tal como si fueran latas de refresco, apenas se podía caminar.
Desde ahí, me contó Adonis, corrieron hacia una especie de cuarto de desahogo, el cual les pareció, en los segundos que tuvieron para guarecerse, lo más seguro. Afortunadamente acertaron.
Son los últimos días de marzo de 2019 y Adonis trabaja junto a una brigada estatal en la reconstrucción de la vivienda. En apariencia está contento, pero exhausto. Lleva dos meses con su familia desperdigada, durmiendo en casas de amigos y parientes. Después de conversar unos minutos me indica cómo encontrar a Yuliasdis, que está a unas cuadras de distancia preparándole almuerzo.
Yuliasdis Herrera (37 años) y uno de sus hijos (10 años) en la sala de su casa a pocos días del paso del tornado.
–¡Pasaste por allá, viste cómo está eso, ya casi terminamos! –me dice Yuliasdis con una sonrisa de todos los dientes.
Luego me invita a entrar a la casa de sus tíos, donde han vivido este tiempo. El primer mes fue pura incertidumbre. La visitaban arquitectos, funcionarios, personas desconocidas. Llenaba planillas, y cuando les preguntaba a esas personas qué iba a suceder, por qué estaban allí, la respuesta era que habían sido enviados con esos papeles, pero no sabían nada más.
Yuliasdis comenzó a desesperarse. A pesar de que su familia nunca puso reparos en recibirla, ella notaba los sacrificios que hacían, el deterioro en las condiciones de vida que provocaba la presencia de tres personas más en un espacio ajustado. Estas personas eran ella, su esposo y su hija más pequeña, de tres años. Su padre, sus dos hijos de diez y 20 años, y su nieta de cuatro pernoctaban en otros sitios.
Entonces Yuliasdis se dispuso a solucionar el entuerto.
«Fui a ver al del Gobierno de Regla, a la principal del Partido, al Director de Vivienda, al Jefe de los Delegados, y nada», dice. «La respuesta siempre era que tenía que esperar, que mi caso se estaba discutiendo».
Una mañana se presentó en el Puesto de Mando habilitado para la recuperación del tornado. Exigió que le buscaran un albergue. Permaneció en el lugar hasta las seis de la tarde, cuando regresó a casa de sus tíos con la promesa de que se le iba a buscar un albergue temporal. Eso fue el 17 de febrero. Más de un mes después no ha recibido llamada alguna.
El 22 de febrero, desesperada, se fue con sus dos hijos más pequeños a la Plaza de la Revolución, el templo inmaculado del gobierno cubano, el lugar al que las personas en situaciones extremas siempre amenazan con ir a gritar sus desgracias; amenaza que en escasas ocasiones se cumple. Allí, Yuliasdis le contó su situación a uno de los guardias que vigilan la explanada, quien le indicó que se presentara en las Oficinas de Atención a la Población del Consejo de Estado.
Enseguida la atendieron, dos días después le asignaron un número de expediente y al cabo de una semana, varios trámites mediante, apareció una brigada de construcción en la puerta de su casa con el encargo de reconstruirla.
«Ellos van bastante rápido, lo que me preocupa ahora es el tema del pago. Díaz-Canel dijo en la televisión que a los derrumbes totales no se nos cobraría nada, pero yo precavidamente le pedí al jefe de obra el proyecto y lo fotocopié. Yo no tengo idea de cuánto material se ha gastado, porque eso no se contabiliza. Hoy se dice que no se cobra, pero si mañana deciden cobrar un porciento yo pienso pagar lo que dice mi proyecto».
Ahora comienza para ella, según me dice, otra etapa: recuperar lo que perdió dentro de la casa, prácticamente todo lo que tenía. Una parte la tendrá que comprar, pero la Jefa de Trabajo de Regla le prometió un módulo con algunos artículos. No obstante, luego la delegada dio no saber nada del asunto. Y en esta nueva cruzada, de una oficina a otra, lleva Yuliasdis la última semana.
«Yo sé que esa va a ser otra batalla más porque aquí las cosas se han hecho muy mal», dice. «Allá abajo en vivienda las fichas técnicas de personas con derrumbes se han vendido a personas que no fueron afectadas pero que les hacía falta un tanque de agua o algo de ese tipo. Eso se hace aquí, entre otras cosas».
También comenta que muchas personas aún están viviendo prácticamente sin techo, que no se les ha asignado brigada. Le pregunto si conoce algún caso. Suspira. Me indica cómo llegar a casa de Yuri.
Onelio Dampier #16
Yuri tiene 27 años. Vive en un estrecho callejón de dos metros de ancho. Aquí, observo, no ha llegado casi nada. No se ven brigadas construyendo, tampoco se ven las brillosas tejas metálicas ni las paredes de color gris cemento recién seco que abundan en la Calzada de Regla o en la Avenida Rotaria.
Yurineisy Domínguez (27 años), en el cuarto de su casa donde duerme junto a su esposo y sus 3 hijos.
Yuri en realidad se llama Yurineisy Domínguez, y habita una casa modesta junto a su esposo Eanaskiev García, de 39 años, y sus tres hijas, de 4 meses, tres y cinco años, respectivamente.
La noche del 27 de enero estaban en el cuarto donde duermen los cinco cuando sintieron el ruido: una mezcla de viento y vibraciones que recordaba a un avión. Eanaskiev quiso levantarse a mirar, cuando el techo del cuarto desapareció en el instante. Agarró a su esposa y a las hijas y las escondió debajo de la litera. Poco tiempo después, un grupo de vecinos ayudó a despejar los destrozos para sacarlos de la habitación cuya entrada había quedado obstruida.
Además del techo, el tornado cargó con la pared que los separaba del patio de un vecino, los colchones y el refrigerador, entre otras cosas de menor importancia. Eanaskiev, estibador del puerto de La Habana, recogió pedazos de tejas de abasto que se encontró en la calle y en su casa y también otras que le cedieron algunos vecinos para cubrir el techo del cuarto. Así han vivido desde entonces.
Mientras conversamos, Yuri carga a su bebé. No tiene otra opción que seguir, en las condiciones que sean, con la hija menor pegada al cuerpo: expuesta al sol, al frío, al viento, al ruido, al mundo. La niña no llora, sonríe a pesar de que, desde el tornado, cuando apenas contaba con un mes de nacida, padece de broncolitis, lo que le ha traído reflujos que la hacen vomitar constantemente y dos ingresos hospitalarios.
Esta situación tiene a Yuri muy estresada. Cuenta los segundos para rearmar la casa. Es, me explica, la única forma de que la niña mejore, lejos del polvo y la humedad perenne. Para ello, no piensa esperar por una brigada. Eanaskiev, quien lleva dos meses sin trabajar y sin sueldo, se encargará. Pero los materiales escasean. Consiguieron seis sacos de cemento, seis sacos de arena, seis de polvo de piedra, varias tejas, tres cabillas y algunos bloques. Todo esto gracias a un crédito de 8 400 pesos cubanos que él pidió una hermana suya. Aun así, los materiales asignados no alcanzan.
Eanaskiev García (39 años) para poder reparar los destrozos de su vivienda lleva 2 meses sin trabajar.
De la misma manera, han realizado trámites para pedirle un subsidio al gobierno, pero la solicitud no procede porque se trata de una casa en la que Mayté, la madre de Eanaskiev, se coló hace veinte años.
Ahora la pareja está preocupada, los ahorros familiares se están acabando. Mayté es una mujer enérgica que en numerosas ocasiones ha pedido asistencia en distintas instancias del gobierno. La respuesta siempre es negativa, o de espera. El expediente que han hecho los arquitectos se ha perdido unas cuatro veces. Argumentan que no hay materiales y que no les pueden dar más porque hay mucha gente necesitada, que hay que priorizar a los derrumbes totales.
La pared del patio sigue a medio construir. No quedan más bloques ni más cemento. A veces se resuelven materiales por fuera, de manera ilegal, a unos precios que solo estarían dispuestos a pagar en medio de situaciones desesperadas como esta. Compran principalmente a vecinos a los que les sobró material y ahora venden a sobreprecio.
El techo, me dicen, va a montarlo una brigada del artista de la plástica Kcho, quien durante años ha creado una estructura de apoyo a los damnificados frente a los desastres naturales. Ellos tienen las tejas, y la brigada gestionada por el artista pondría la mano de obra de manera gratuita. Mayté asegura que están en la cola, que tienen dos casas delante, pero que ahora la brigada tuvo que ir de urgencia a trabajar en un círculo infantil.
Hace unos días, en marzo, se anunció una nueva tormenta para La Habana. El vecindario entero fue presa del pánico. Los niños salieron antes de tiempo de las escuelas. Ahora Yuri y Mayté se ríen mientras me cuentan. Todavía tienen los nervios a flor de piel. Gracias a ese susto se movilizaron y colocaron tejas de modo provisional en una pequeña habitación que no logro definir si es la cocina. Como sea, ahí tienen el refrigerador que les prestaron y que había que proteger.
Eanaskiev habla en voz baja, despacio, piensa mucho antes de decir cualquier cosa. Se siente impotente, me dice, porque hace dos meses que no trabaja. Cree que va a tener que pedir otra licencia, que no se podrá incorporar aún. En su trabajo no le han ofrecido ayuda, y como es orgulloso, me confiesa, tampoco la ha pedido, se ha resignado a reparar su casa solo.
Yuri luce una mezcla de furia y desazón. Se muestra pesimista. Me dice que hay muchos casos críticos en esa zona. Personas mayores y discapacitados. Personas que aún no tienen techo. Ella cree que las cosas se han hecho mal. Hay familias a las que le otorgaron una vivienda y luego se la retiraron. Y me pone un ejemplo.
Cuando me despido, Eanaskiev me mira resignado. No tengo cómo animarlo. Tal vez se da cuenta y entonces me dice que no me preocupe, que mientras tenga voluntad todo se resuelve, y que voluntad a él le sobra.
Alberto Álvarez #3 (I)
Norma Díaz es un manojo de nervios. Está muy mal desde el 17 de marzo, cuando le retiraron los apartamentos previamente asignados a su núcleo familiar. Ella vive solo a unos metros de Yuri, en una casa dividida en tres que pertenece a cuatro hermanos, con uno de ellos, el único hombre, actualmente en prisión.
«Siéntate, que conmigo esto es para largo. Yo te voy a contar, sí sí sí. Esto es largo», y le sale una lágrima.
Norma Díaz (48 años) en el patio de su casa, sin recibir hasta el momento ningún tipo de ayuda.
«Desde el 27 hasta hoy yo he llorado dos veces nada más. Yo tengo hijos y no puedo estar expresando mis emociones frente a ellos porque van para allá, dicen algo y van presos. El abuso es tanto que van presos. Es mejor evitar, por ellos son jóvenes y tienen un mundo por delante. Es muchísima injusticia, mucho abuso psicológico».
La otra vez que lloró, me dice, fue la mañana del 22 de marzo, cuando vio en la televisión el acto de entrega de los apartamentos de Micro X a un grupo de damnificados. Entre ellos, el apartamento que fue suyo al menos por unos días.
«Ellos actúan como les da la gana. Te dicen que no, y ya», agrega. Y yo entiendo, pero no acabo de entender. La historia de Norma y de sus hermanas tiene muchos comienzos.
Podríamos empezar por la noche del 27 de enero. El tornado arrasó con uno de los cuartos. Se llevó el techo de tejas y a Norma le cayó una tabla en la cabeza. La pared del baño, que da a la calle, se despegó de la estructura y la casa quedó inclinada hacia el callejón, poniendo en peligro la vida de quienes pasan diariamente por allí.
Pero también podríamos empezar en septiembre de 2017. El huracán Irma destrozó el cuarto de la hija de Norma y sus tres nietos. A partir de ahí, la hija, Yasmina, estuvo reclamando un albergue. Visitó más de 18 veces las oficinas de Atención a la Población del Consejo de Estado y más de 30 las de Vivienda Municipal.
Norma tiene 48 años, y nació en el mismo lugar donde vive actualmente. Una humilde casa de Regla que luego fue dividida en tres partes y que comparten tres hermanas. Ella ocupa el espacio menos pequeño y ahí convive con dos de sus hijos varones, la esposa de uno de ellos, dos nietos, y su actual pareja.
Además de haberse convertido en un manojo de nervios, Norma carga con problemas renales luego de este calvario provocado tanto por el tornado como por los oscuros manejos del gobierno municipal.
La tortura burocrática fue esta: la mañana del 11 de marzo, luego de varios levantamientos de las condiciones de la vivienda, una funcionaria le dijo a Norma y a su hermana Bárbara que el gobierno iba a otorgarles sendos apartamentos de tres habitaciones en Alamar. Las citaron para el día siguiente en la sede del Poder Popular. De ahí saldría un transporte que las llevaría a Alamar para que vieran los apartamentos.
Bárbara Castroman (57 años) y Danilo Lorenzo (59 años) tienen orden de albergue desde 1992.
Cuando Norma llegó, sin embargo, el transporte ya se había ido. Molesta, se quejó ante algunos funcionarios que intentaron calmarla. Le pidieron que esperara un poco, de todos modos la llevarían.
Fue entonces que se encontró con Jorge Luis Estrada, Presidente de Gobierno Municipal. Este le dijo que, además de ella y sus tres hijos, Yasmina también tenía que mudarse para el apartamento nuevo. Tuvieron una discusión en plena calle, pues ni ella ni su hija estaban dispuestas a aceptar.
El asunto se complicó con la entrada en escena de la tercera hermana, María Luisa, que se había ido a vivir a otro lugar luego del desastre, rechazando cualquier ayuda que pudiera recibir. Pero ahora, con la entrega de las nuevas viviendas, María Luisa reclamaba la suya en la sede del Gobierno.
El día 17, sorpresivamente, las autoridades municipales citaron para una reunión a las tres hermanas y a Yasmina, y ahí Estrada determinó que, como no había apartamento para las tres hermanas, no lo había entonces para ninguna. La decisión final fue la demolición de las tres viviendas y la construcción de un inmueble más digno.
Norma, resignada, aceptó. Puso como condición que para su hija fabricaran en una segunda planta o en otro sitio, pues tres cuartos eran insuficientes para doce personas. A ella, me confiesa, le encantaría vivir con su hija nuevamente, pero ambas saben que el espacio es mínimo.
Como no confía en las autoridades del municipio, Norma ha acudido a instancias superiores. «Lo que han hecho es abusivo. Él me dijo que me olvidara de los apartamentos, que eso ya no existe».
En esta historia, «él» siempre es Jorge Luis Estrada, presidente del Gobierno de Regla.
Alberto Álvarez #3 (II)
Desde 1992, Bárbara Castroman, la hermana de Norma, fue catalogada como caso social grave. Ella guarda un papel amarillo que lo certifica, escrito a máquina y con la firma de la directora municipal de Vivienda de aquel entonces.
La situación empeoró a fines de los años 80, cuando su hija mayor, asmática crónica, tuvo un paro respiratorio dentro de esa casa de dos metros de ancho y cuatro de largo, sin ventilación de ningún tipo. Pero su hija, y su otra hija, y sus tres nietos siguen sin tener otra casa que no sea esta, a la que la palabra hacinamiento no hace justicia.
Bárbara califica, además, entre los diez casos más graves del municipio. Pero eso no fue razón para que no le retiraran también el apartamento otorgado.
«Yo me he movido, hice una carta para el Consejo de Estado, le escribí al Twitter al presidente. Porque eso que se nos otorgó a nosotros con nombres y apellidos no pueden quitárnoslo», dice. «Ya se hizo una valoración del lugar, de las condiciones. Él no es nadie para quitármelo, te lo digo porque he ido a los lugares y eso es lo que me han dicho».
Él es «él». Luego añade: «Yo tengo un nieto de seis años que es asmático malo, lo atiendo con el psicólogo porque también es hiperactivo. Vivimos en un cuartico. Tengo una orden de albergue, y ahora es que me otorgan el apartamento y por el expediente él me lo quitó».
Bárbara no puede recordar ya, a lo largo de estos 27 años que lleva con orden de albergue, cuántas veces se ha perdido su expediente, el cual incluso apareció en una ocasión en el archivo de casos resueltos. En otras tantas ocasiones le han prometido a Bárbara un traslado a otro lugar, ya sea albergue, un local abandonado o un apartamento recién construido, pero nunca sucede.
En 2013 estuvo muy cerca de salir de Alberto Álvarez, cuando ocupó un consultorio abandonado junto a su hija y su nieto. Después de dos días tuvieron que salir por presiones tanto de la policía como de diferentes funcionarios. También creyó en la promesa vacía de que ahora, inmediatamente, sí le entregarían una vivienda.
Bárbara apenas encuentra explicación para su espera eterna. Habla de incompetencia, de burocracia, de malos manejos, incluso de mala suerte. Nada parece ser razón suficiente para que la ayuden: ni que su hija sea enfermera del Hospital Pediátrico de San Miguel del Padrón, ni que el techo de madera se haya podrido, ni que vivan niños asmáticos ahí, ni que un tornado categoría EF4 les haya pasado por encima.
Tampoco le otorgan subsidios, pues las dimensiones pequeñas de la casa no entran en esa categoría.
Danilo Lorenzo, su esposo hace 32 años, parece ofendido. Pide constantemente que esta información llegue a Díaz-Canel, ya que él cree que todo se debe al mal manejo de la administración municipal, «donde los funcionarios se tapan unos a otros». Danilo confía en que solo el presidente del país, al que considera un luchador contra la burocracia, puede resolver su situación.
En la habitación minúscula, que es a la vez toda la casa, cocinan, se bañan y duermen siete personas. Hay cajas de cartón por todas partes. Me confirman que son sus pertenencias empacadas para la mudanza y, además, «algunas cositas» que compraron para estrenar en el apartamento nuevo, al que todavía no han renunciado.
De hecho, cuando le mostraron el apartamento una mañana de marzo, ellos hablaron incluso con una periodista de la radio y fueron toda felicidad. Conversaron también con Leopoldo Cintra Frías, quien se dejó ver por allá, generoso, repartiendo viviendas. Más tarde entraron a la casa, pusieron sus pies ahí. Cinco días después la alegría se había esfumaba.
«Usted no sabe la molestia que uno siente cuando vive mal, porque yo vivo mal, y de repente sentir que vas a salir de eso, que vas a estar un poco mejor. Eso fue el 12, y el 17 me dan la noticia. Oiga, eso es difícil, con decirle que tenemos una vecina jovencita que le subió tanto la presión que hubo que ingresarla. Él se lo entrego y después se lo quitó», me cuenta Bárbara.
Danilo, en un rapto de furia, me dice que puede hundir el dedo en la viga de madera que aguanta el techo. Acto seguido se sube a la cama y, en efecto, hunde los dedos como si de una barra de pan se tratara. Bárbara le grita, le dice que deje la locura.
«Estoy esperando que me mate a mí, a mi nieto, a los que estamos aquí, pero a él no le importa, él lo quitó y más nada. Yo lo que quiero es que Díaz-Canel se entere de que hay un montón de dirigentes que no sirven, que están haciendo lo que quieren escudándose atrás de un carné de la militancia. Hay que cambiarlo hasta que aparezca alguien que responda a nuestros intereses como nuestro presidente», suelta Danilo.
Ahora ya no quieren que les arreglen nada, pues eso significaría que tendrían que irse a vivir a la calle o quién sabe adónde. Están heridos en su orgullo, destrozados. Pero, dicen, no se van a dejar pisotear así.
Estrada #18
Maribel Román Rodríguez, de 48 años, me dice que no sabe esperar, pero lleva dos meses esperando.
Maribel Román (48 años) teme que su casa le caiga encima cualquier día.
Cuando llegó el tornado, Maribel miraba la televisión acompañada de su hijo de 11 años. Quiso cerrar la puerta de inmediato, pero esta, movida por una ráfaga de viento, le pegó fuerte en el pecho. Segundos después, ya recuperada, solo llovía con fuerza. El viejo techo de metal oxidado estaba lleno de agujeros y la casa se mojaba por todas partes.
La delegada de su circunscripción, quien vive muy cerca, aceptó acogerla junto a su hijo esa noche de domingo. En casa de una hermana pernoctaron el lunes. El martes, en plena calle. El miércoles, lluvioso, no tuvieron más remedio que regresar a la humilde y estropeada vivienda.
A Maribel le tiembla el cuerpo. Padece desde muy joven de una enfermedad incurable llamada Temblores Esenciales. También le tiembla la voz. Su niño no es más saludable. Nació con una malformación en la columna llamada espina bífida, lo que le ha provocado problemas nerviosos y alteraciones en el sistema urinario e intestinal.
La casa, comprada por su abuela en la primera mitad del siglo pasado por solo 100 pesos cubanos, se encuentra certificada en estado crítico desde 2003. Por esta razón, en 2005 se le otorgó un lugar en un albergue, pero la persona encargada, según comenta, vendía el cupo a 50 dólares, una cifra estratosférica para una mujer cuyos ingresos se reducen a una pensión de menos de 12 dólares mensuales.
También por aquellos años Maribel pidió un subsidio para reparar el inmueble, que se hunde con el paso del tiempo porque fue construido sobre un basurero, sin cimientos. Ese subsidio no se aprobó por dos razones. La primera, que no tenía un codeudor; la segunda, que las autoridades no le reconocen la propiedad debido a que, a menos de 50 metros de la calzada de Regla, el barrio se considera insalubre.
Ahora teme un derrumbe. Me dice que, si sucede, ojala sea durante el día, cuando su niño está en la escuela.
Su casa, de madera, solo tiene dos habitaciones: una sala muy pequeña y a continuación un cuarto-cocina con unas tablas en la esquina que funcionan como baño, aunque la taza se rompió hace mucho tiempo y ahora usan un viejo cuba de pintura para sus necesidades fisiológicas. Un cubo cuyo contenido Maribel bota todos los días a las cinco de la madrugada en la basura.
Con el paso del tornado, Maribel reclamó ayuda. Primero le prometieron materiales gratuitos y la asistencia de una brigada que reconstruiría la casa. Luego los funcionarios temieron que la brigada le robara los materiales, a ella, tan indefensa, y finalmente notaron que su casa estaba demasiado pegada a la de los vecinos y los constructores no podrían trabajar con tan poco espacio. La brigada de Kcho, que pone techos, tampoco pudo hacer nada. Las paredes no resistirían. Era peligroso.
Y así vive Maribel, presa del pánico y calmando los nervios a su hijo, cuyas crisis de ansiedad han aumentado en los dos últimos meses. Cualquier ruido, unos martillazos, una motocicleta, un plato roto, estremecen al niño, quien sigue temiendo que en cualquier momento pase otro torbellino.
El 11 de marzo, sin embargo, llamaron a Maribel para entregarle como damnificada las llaves de uno de los apartamentos de Alamar. Esa noche firmó unos papeles. Su nueva vivienda tendría dos habitaciones. Al día siguiente, cuando fue a dar el visto bueno, se encontró con que el apartamento tenía una sola habitación
«Yo me molesté mucho y grité. Entonces la directora de albergues, que iba con nosotros, me subió al quinto piso donde había un apartamento de dos cuartos. Enseguida acepté, pero luego dijeron que ese era para el municipio 10 de Octubre. Yo quedaba para la próxima vuelta. Estaba molesta, dije que no iba a haber próxima vuelta, que era eso o nada».
Ahora cree que pensó mal. Que debió aceptar el apartamento de un cuarto. Pero supuso que la querían meter ahí para negociar con el apartamento más amplio. En el gobierno la responsabilizan por su situación. Incluso le han dicho que hay un papel de rechazo firmado por ella, pero es imposible porque nunca firmó semejante papel.
Hace unos días pusieron una lona en el techo de la casa, por lo que hoy se moja menos. El pasado 3 de abril tuvo un encuentro con Jorge Luis Estrada y el presidente del Gobierno le dijo que ella era una de los tres casos prioritarios, aunque debía esperar otro tanto mientras se tramitaba alguna solución.
El problema es que Maribel no sabe esperar. Su hijo debe ser sometido a una intervención quirúrgica, pero ella no lo va a operar por el momento, pues viven en condiciones tales que el muchacho pudiera contraer alguna bacteria durante el proceso de recuperación. Su salud también empeora progresivamente. Entre los cuidados del niño y los trámites de la casa, apenas puede ir a sus consultas.
Casi todos los días visita alguna instancia de la administración pública o del gobierno. La semana anterior se presentó en el departamento de Atención a la Población del Consejo de Estado, decidida a ver a Díaz-Canel. Llevó consigo una serie de documentos en un sobre que decía “Caso Tornado”. El presidente no pudo atenderla porque estaba con el príncipe Carlos y la duquesa Camila, o al menos eso le dijeron.
Maribel dice que ya no quiere un albergue, lo cual ha sido su anhelo por 16 años. Teme que, de aceptarlo, se olviden de ella y tenga que pasar el resto de su vida ahí. Pero su casa no le ha caído encima de milagro.
En las mañanas, después de llevar al hijo a la escuela, Maribel llora. Ha recorrido todo Regla buscando solución para una casa rota que cuando la compraron, hace ya muchos años, costó 100 pesos cubanos. Probablemente lo que ahora vuelve a valer.
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