La desesperanza del pueblo cubano.
Desde que se hiciera pública la noticia de un proyecto de Ley impulsado por senadores republicanos para sancionar a los países que contraten brigadas médicas cubanas bajo los términos del régimen, todo lo que escucho es que, si Washington sigue apretando, los cubanos llegarán al límite de sus fuerzas sin haber visto la luz al final del túnel. Las dificultades cotidianas son demasiado apremiantes para que los nacionales se dediquen a dilucidar el entramado ético de las Misiones Médicas, entendidas pragmáticamente como una fuente de ingresos que de ser obstaculizada provocaría la inmediata multiplicación de las colas, más inflación en los precios y penurias para las familias.
“Mejor que Trump nos tire una bomba y se acabe todo”, es el sentir de una jubilada que no entiende que la Casa Blanca se proyecte con tanta dureza en perjuicio de un pueblo por el cual dice preocuparse. Supuestamente las políticas de Estados Unidos contra el régimen tienen el propósito de conducir a Cuba hacia un estado de derecho y bienestar; pero en la práctica los insulares apenas pueden manejar los rigores de la crisis económica, mientras observan que la casta verde olivo se mantiene incólume, con sus cuerpos represivos por delante y un plan de desmantelamiento paulatino de los negocios “ilegales” que afecta dramáticamente al sector privado.
“Muchas sanciones y mucha mano dura pero esta gente (el régimen) ni se lo siente (…) Ahí los ves bien gordos, hablando de planificación y de mandar a los turistas para los cayos. ¿Y nosotros qué?”, se lamenta el propietario de un apartamento de renta a extranjeros, que pidió no revelar su identidad. Como él, otros opinan que el plan de acción de Trump está perjudicando directamente al pueblo cubano, que debe soportar la doble carga de un escenario global adverso debido a la emergencia sanitaria y la perfidia de un gobierno que en lugar de permitir la participación absoluta de sus ciudadanos en la recuperación económica, suprime las escasas libertades concedidas y justifica su decisión con la agresividad manifiesta de la Casa Blanca.
La reacción de Díaz-Canel contra el menor acto de crítica o rechazo hacia su gestión se ha radicalizado en proporción a la política de Washington. Los actos represivos han rebasado el marco de la disidencia y la prensa independiente para recaer sobre cualquier ciudadano que publique en sus redes sociales eventos que ilustren la gravedad de la crisis que atraviesa la Isla.
Desde 2019, en comparación con los años de gobierno de Barack Obama, la prensa independiente se ha visto obligada a modificar sus métodos de trabajo debido al aumento del acoso por parte de la Seguridad del Estado. La crisis generada por la COVID-19 ha dejado secuelas a nivel mundial, pero en Cuba ha servido como pretexto al régimen para arreciar su mezquindad en materia de libertades. A falta de una Primavera Negra —que lo haría lucir muy mal de cara a la opinión internacional— han aplicado hasta la saciedad el Decreto 370 y cargos como “Propagación de epidemias” o “Desacato” para imponer multas, arrestar y encarcelar a activistas, periodistas y youtubers.
Los cubanos saben que el régimen utiliza el embargo para cubrir su propia catástrofe administrativa, pero también admiten que la rebelión no se vislumbra como una vía para salir del atolladero, por mucho que así lo quieran creer los que ya no logran dominar su impaciencia. La disidencia interna se mantiene fragmentada, desprovista de credibilidad entre los ciudadanos. Un estallido social sin liderazgo no pasaría de una revuelta menor que las fuerzas del orden ni siquiera tendrían que aplacar con violencia. Al no tener un objetivo claro cesará por sí sola y después vendrán las represalias.
Alimentar la esperanza de una rebelión como consecuencia de la presión ejercida por Washington, demuestra cuán poco los artífices de dicha política conocen a los cubanos. Es un error confundir catarsis momentáneas o destellos de malestar popular con un movimiento social de oposición activa. A fin de cuentas quienes protestan por pollo, con pollo se conformarán.
En lo concerniente a derechos humanos y posibilidades de desarrollo para el “cubano de a pie” —por cuya prosperidad dicen preocuparse la oposición interna y el exilio—, la estrategia de Trump ha desencadenado un peligroso retroceso que no solo apunta a reinstaurar el más férreo control del régimen sobre el pueblo, sino avivar la retórica de la “resistencia patriótica y el odio al imperialismo”, al más puro estilo fidelista.
No es de extrañar que los cubanos se cuestionen hasta qué punto el plan republicano los beneficia. Si bien la mayoría se rehúsa a hablar de política, el sentimiento generalizado fuera de la oposición es que “el tipo está apretando demasiado”. Con un pueblo que prefiere acomodarse a la opresión antes que organizarse cívicamente y entender que todos sus problemas emanan de un modelo político inerte, el régimen sabe que puede soportar cuatro años más de hostilidad.
Díaz-Canel y compañía administran la miseria nacional con paciencia porque saben que Trump va a pasar. Será en noviembre próximo, o en 2024; pero a la Casa Blanca volverá un demócrata dispuesto a mejorar las relaciones con Cuba, haciendo quizás algunos ajustes para que el régimen no llene sus alforjas con tanto mango bajito sin ofrecer nada a cambio.
Del lado de acá también pondrán traílla a los egos y la zoquetería, pues aunque el generalato siga en pie una vez concluido el ciclo republicano, la amarga experiencia de lidiar con Trump habrá aportado cruciales lecciones para el futuro. Eventualmente regresaremos a la alternativa que dio mejores resultados, pero con años de retraso que han impactado y pesado como el pedrusco de Santa Ifigenia en las aspiraciones del pueblo cubano.
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