La pérdida de buena parte del patrimonio urbanístico a causa de la erosión y la falta de mantenimiento, elementos no del todo atribuibles al impacto del embargo, sino a la desidia de los burócratas, acostumbrados a firmar documentos sin detenerse en la búsqueda efectiva de soluciones duraderas al rosario de problemas socioeconómicos, es una amarga realidad que continuará no solamente amenazando la vida de los transeúntes, sino de miles de familias que habitan en esos edificios llenos de grietas y filtraciones.
Cada desplome representa una lesión cultural e histórica no redimible. Y es que raramente se procede a una restauración, lo más exacta posible, del inmueble o portal destruido.
A menudo los sitios donde ocurren los desastres permanecen intactos, es decir con todos los escombros y el amasijo de mohosos hierros torcidos, dejados a la intemperie por largos períodos, o a la postre, convertidos en rocambolescas versiones de parques, con algunos bancos rústicos en medio de un entorno donde fluyen, con entera naturalidad, corrientes de aguas albañales por el borde de las aceras y los tanques de basura permanecen desbordados.
En esa desastrosa secuencia de derrumbes han desaparecido casas, hoteles, edificios, cines que contenían un inestimable valor fundado sobre los pilares de la cultura, los sentimientos y la historia de varias generaciones que intervinieron, directa o indirectamente, para mantener y conservar ese legado.
Incontables han sido las promesas de detener la gradualidad de una tragedia que se exacerba después de los aguaceros y las ventoleras de los ciclones, sin embargo, muy poco o nada ocurre que merezca una sonrisa de satisfacción o un aplauso.
No es ningún secreto que buena parte de los materiales asignados para las labores de reparación terminan vendiéndose en el mercado negro.
Los mecanismos de control son cada vez más relativos. Se puede afirmar con total certeza que en Cuba existe una anarquía institucionalizada. El relajo, en todos los niveles de dirección, política y económica, es una verdad de perogrullo. Oportunismo, nepotismo y arribismo, son apenas tres baluartes de un modo de vida delincuencial que ha echado raíces y que se asume con pasmosa normalidad, desde las cumbres del poder hasta los sombríos nichos del proletariado.
El robo y la apatía son los estandartes de un sistema empeñado en proyectar unos niveles de excelencia que no tiene ni tendrá.
Como vecino de la Habana Vieja, puedo atestiguar que la gravedad de la situación avanza, con prisa y sin pausas, hacia lo que supondría nuevas y severas fracturas sociales, dado que no se trata de hechos aislados, sino de una peligrosa multiplicación.
Morir bajo los restos de una edificación en Cuba es cada día más probable, sobre todo en múltiples sitios de la capital.
El portal cienfueguero no se llevó a nadie al otro mundo, por pura casualidad, pero existen cientos de lugares, desperdigados por toda la Isla, listos para causar los peores estragos.
La mayor parte de los municipios de La Habana cuentan con amplias zonas para que sucedan este tipo de accidentes. El hecho de que la prensa oficial no les preste atención a estas facetas de la cotidianidad no quiere decir que pasen inadvertidas.
Basta una mirada a través de las persianas del ciberespacio para sentir el estrépito del colapso y ver a la gente correr despavorida en el episodio aquí descrito. También hay acceso a un enorme inventario de fotos que exponen la magnitud de la debacle arquitectónica nacional.
La rutina diaria a menudo conspira contra la necesidad de un chequeo visual antes de pasar por algunas de las hileras de edificaciones comparables a una bomba de tiempo. Un olvido que colinda con las puertas del cementerio.
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