jueves, 7 de febrero de 2019

Después del tornado.

Por Javier Roque.


En Fábrica de Arte no hay mucho tiempo para hablar. Es la mañana del sábado 2 de febrero y han pasado cinco días desde que en la noche del domingo 27 de enero un tornado categoría EF4 comenzara su breve paso destructivo por seis municipios de La Habana –Cerro, Diez de Octubre, Regla, San Miguel del Padrón, Guanabacoa y Habana del Este–, dejando tras de sí un rastro de 20 kilómetros de destrucción, seis muertos hasta la fecha y 195 heridos iniciales. Todo eso concentrado en 16 minutos de espanto.

Fábrica de Arte, una antigua factoría de aceite reconvertida hoy en uno de los principales nichos culturales de La Habana, fue uno de los primeros lugares que transformaron sus instalaciones en puntos de recogida de donaciones para los damnificados.

Ahora son cerca de las once de la mañana del sábado y las distintas naves están llenas de voluntarios, sobre todo jóvenes. Adentro el ajetreo es constante. Hay quienes recogen las donaciones recién llegadas y las vacían para separar las cosas y organizarlas por artículos. Hay quienes empaquetan todo eso en náilones grandes y los etiquetan y hay, también, quienes trasladan los bultos ya etiquetados hacia las naves de abajo, para cuando llegue el camión o el autobús.

A pesar del caos aparente, del reguero de ropa, calzado, latas de conserva, útiles del hogar y bolsas de nailon que hay por cualquier parte, a pesar incluso de la gente, que camina y carga bultos de aquí para allá, todo funciona al dedillo, como un engranaje perfecto. La jornada transcurre entre gritos bajos de “¿quién tiene scotch tape?”, “¡pónganme aquí la ropa de niño!” o “¿alguien necesita bolsas?”.

Sobre la una, cuando ya hay decenas de bultos organizados, sale un ómnibus, que más tarde pueden ser dos, para las zonas más dañadas por el tornado. Las donaciones las llevan los propios voluntarios, al menos los que caben. En algunos casos, van a ver directamente a las familias más perjudicadas, aquellas con derrumbes totales o parciales, o donde hay niños pequeños y ancianos severamente afectados. Otros cubrirán el resto de la zona, donde también hay decenas de personas con daños menores.

«Es una experiencia para la juventud cubana», dice Conner Gorry.

Gorry es estadounidense, lleva 17 años viviendo en Cuba y habla un español casi perfecto. Trabajó un tiempo como periodista con la Brigada Henry Reeve, de ahí que lleve el perfil de El Inglesito tatuado en la muñeca de la mano izquierda. Hace seis años fundó Cuba Libro, una especie de café-literario ubicado en la intersección de 24 y 19, en una de las zonas más tranquilas del Vedado, donde hablamos ahora.

«Estamos en los primeros días, pero esto es una maratón. En dos semanas, cuando todas las personas que están haciendo trabajos voluntarios y limpiando escombros estén cansadas, ¿entonces qué? En un mes todavía vamos a necesitar esa energía para reconstruir las casas, para apoyar a la gente que está en albergues. Por eso siempre les digo: ‘suave, tienen que guardar energía para lo que viene más adelante’».

Durante los primeros días post-tornado, el pequeño local de Cuba Libro funcionó como otro punto de recogida de donaciones. Clientes y no-clientes llegaron hasta acá para dejar lo que estuviese a su alcance. Gorry y su equipo de trabajo recogieron ropa, medicinas, artículos de aseo y juguetes para niños, que luego fueron trasladados a los barrios más golpeados. Todo formaba parte de la iniciativa #FuerzaHabana, surgida espontáneamente en las redes sociales para hacer más efectiva la ayuda a los damnificados.

Esta es la primera vez que la sociedad cubana se ha organizado de manera tan activa a través de las redes sociales para enfrentar las secuelas de un desastre natural. «Es la primera vez que tenemos datos móviles», recuerda Gorry. «La gente que puede (permitírselos) tiene en sus manos una herramienta para bien y para mal. Eso es algo en lo que tenemos que empezar a pensar como sociedad civil. Hay gente que está para hacer el mal, pero hay quienes lo han utilizado para organizarse. Mira Fábrica de Arte, la AHS, las universidades, el Pabellón Cuba».

Desde el pasado 6 de diciembre, la empresa telefónica Etecsa empezó a comercializar paquetes de internet por datos móviles. Cientos de personas, incluyendo artistas, instituciones y negocios privados, ahora con la posibilidad de conectarse desde cualquier lugar y a cualquier hora, utilizaron las redes sociales para movilizarse y poner el foco de atención sobre los lugares afectados.

Ha habido desde conciertos benéficos, cuyos fondos fueron destinados a comprar víveres para los damnificados, hasta recogidas masivas de donaciones, como las vistas en FAC, Cuba Libro, centros de trabajo y casas privadas. Varios artistas, deportistas y negocios de paladares y cafeterías, como D´ la Abuela y Ring Pizza, fueron hasta los barrios más golpeados para ayudar a retirar escombros, hacer limpiezas o proveer suministros básicos como agua y comida enlatada.

«Hemos recibido mucha ayuda», dice Karen Martínez, cajera de D´ la abuela. «Muchas personas nos llamaban para darnos las direcciones de quienes estaban más necesitados, para que no entregáramos las comidas arbitrariamente, sino a las familias que verdaderamente las necesitaban. Otras nos han ayudado con el transporte, han venido a traernos suministros, incluso a ayudarnos a cocinar».

«Nosotros repartimos por la Fábrica de Cigarros primero y terminamos en la Iglesia de Jesús del Monte, donde había muchos afectados», dice Carlos Besteiro, supervisor de Ring Pizza. «Tratamos de buscar a los más vulnerables: niños, ancianos, mujeres embarazadas».

Durante esos días, también, se crearon páginas y grupos para compartir listados con los nombres y coordenadas de las zonas y familias más afectadas. Los listados eran redactados sobre el terreno por quienes iban a llevar donaciones por su cuenta, para que sirviera de guía a quienes tenían planeado ir después. Es, más o menos, lo que hizo Jason Salas: reunir a un grupo de amigos en un chat de Facebook, juntar la mayor cantidad de donaciones posibles y conseguir un ómnibus que los llevara hasta alguna de las zonas más críticas.

Cerca de la entrada a Regla por Vía Blanca hay unos tanques inmensos, de los que normalmente van ubicados a cierta altura sobre grandes estructuras de hierro, completamente volcados sobre el piso, y estrujados, como cuando alguien termina con una lata de refresco y la escacha y la tira a la basura. Es la primera postal del tornado que vemos desde el ómnibus: grandes tanques de hierro como latas escachadas.

La primera mujer con la que hablo se llama Diana. Está recostada en la entrada de su casa, cerca de la Vía Blanca, mirando para la calle. Desde su posición se puede ver un edificio de cinco pisos a unos cien metros de nosotros, o quizás a un poco más, con la última planta sin techo. El tornado se lo llevó casi completo, como si fuera una alfombra. También echó abajo la cocina de su casa y provocó otro par de fracturas en las paredes interiores.

En general, 3.780 viviendas sufrieron algún tipo de derrumbe durante los escasos segundos que duró el tornado. Unas 500 perdieron el techo totalmente, y otras 1 080 de forma parcial.

La fuerza del viento hizo que casi todo se viniera abajo en casa de Diana: televisor, muebles, cazuelas, adornos. «Estuvo feo», dice. «Y duró nada: segundos». Afuera, en el patio, fue igual de caótico.

Patio de Diana / Foto: Cortesía del autor

Le pregunto qué es lo que más necesita y me dice que nada, gracias, que ya antes han pasado varios grupos por su casa y la han ayudado. «Los que peor están son los de La Colonia», nos dice. Su esposo hace de guía. Nos vamos tras él Regla adentro, atravesando calles que parecen haber sido sitiadas. Dondequiera que uno mira hay un poco de destrucción. Aleros caídos, ventanas huecas, cristales rotos, persianas dobladas, bloques partidos, tablas apiladas. Mucho polvo y caras largas. Hay un punto en que es difícil saber qué vino con el tornado y qué estaba ahí desde antes. Algunas cuadras lucen más o menos normales, o al menos tan normales como podían haberlo estado la tarde del 27 de enero. Otras no. Es evidente que ha sucedido algo más fuerte y tempestuoso que la pobreza.

Daisy Mejías / Foto: Cortesía del autor

Parece un portal, pero es la sala de Daisy Mejías, solo que ahora sin techo ni paredes ni ventanas. Durante años, Daisy, su esposo y su hija se acomodaban en esta misma habitación para conversar, ver televisión, recibir visitas. Ahora no hay puerta alguna. El esposo descansa en el suelo, los codos apoyados en las rodillas, la cabeza hundida entre las manos. Ella de pie, recostada a un madero viejo, con expresión de mujer brava y dura, casi la misma expresión del resto de las mujeres por esta zona.

Hablamos poco. Solo sabemos que Daisy y su hija estaban en casa de una vecina a la hora del tornado y el esposo en su trabajo. «De milagro estoy vivo para contarlo», es lo único que dice él, en voz baja, aunque no hace el cuento. Adentro también hubo afectaciones. Paredes, techo, cosas que se les rompieron. Ahora ha pasado una semana y siguen clavados en la sala, o en lo que era una sala, castigados por el sol. Están esperando la venta de los materiales para empezar a reconstruir. Por la noche, cuando ya no hay más nada que esperar, Daisy y la niña se van a dormir a casa de unos vecinos. El esposo se echa adentro, para que nadie robe lo que el tornado les dejó. «Vamos a ver hasta cuándo es esto», dice.

Osvaldo Santiago / Foto: Cortesía del autor

Osvaldo Santiago dice que él es feliz con que le den un techo. Vive en la misma calle que Daisy, la Alfredo Alfonso, pero en la acera del frente. «Nosotros ya hemos ido dos veces a la Oficina de Trámites y nunca aparecemos en ninguna lista», dice. «Como vivimos al fondo de un pasillo todo el mundo se olvida de nosotros. Como si no existiéramos. Ya le dije a mi mujer que ponga un cartel allá al frente que diga: ‘Hay casa al final del pasillo’, a ver si se enteran. A los vecinos ya les dieron tejas y a nosotros todavía no».

Osvaldo tiene 56 años y desde hace unos meses se busca la vida como ayudante de albañil. El tornado le llevó el techo. También le cortó la electricidad, le mojó el televisor, la computadora y los colchones, le rompió la cajita decodificadora y otras veinte cosas, pero nada de eso parece preocuparle seriamente. Sabe que no hay nada tan importante como el techo. Lo otro puede faltar, el techo no. Sin techo no hay casa.

Ahora mismo la sala y parte de los cuartos están protegidos con pedazos de nailon amarrados a tablas viejas. «¿Qué voy a hacer?», dice. «Algo hay que hacer. Pero claro que me tiene alterado. Porque si vuelve a llover todo esto se moja». Ahora duerme con su esposa en lo que solía ser el patio, donde improvisó un cuartico. Mientras tanto, las hijas duermen donde la abuela, que no sufrió afectaciones serias.

«Comemos gracias a las donaciones», dice. «A Kcho, que puso plantas para que todo el mundo cogiera luz. A los de cuentapropia, a los estudiantes de las universidades, a la gente de la Iglesia. Todos ellos fueron los primeros que entraron aquí. Allá arriba en la Calzada venden comida, pero las perreras son tremendas y cuestan veinte pesos cada vez que vamos. Mi suegra gana 240. Mi hija 250. Yo estoy sin trabajar, y con esta situación imagínate tú».

Quimbo / Foto: Cortesía del autor

Ahora la casa de Quimbo es un lamento, aunque al menos le queda casa. Puede darse el lujo sencillo de mirar al techo cuando va a dormir, algo que mucha gente alrededor suyo no puede hacer ahora mismo. En la acera del frente, por ejemplo, el tornado dejó únicamente el esqueleto de una casa: las paredes, una puerta, los huecos de la ventana.

Quimbo se llama Lázaro Oliva, tiene 80 años y es uno de los fundadores de los Guaracheros de Regla. El 27 de enero, sobre las 8:26 de la noche, estaba mirando la televisión, junto a su perro, hasta que vio que las luces empezaron a parpadear. «Cuando miré para allá», dice señalando hacia la calle, «vi una cosa roja y negra que venía para acá y en nada entró un viaje de aire por ahí».

Durante los siguientes segundos, que fueron tres o cinco o diez, no sabe bien, se fue la luz y casi todas sus propiedades, que no son muchas, salieron volando por los aires. «Ahí estás viendo el desastre», dice. En efecto, el techo del portal desapareció por completo, dejando solo la estructura metálica. La cerca trasera, que separaba su patio del patio de los vecinos, se vino abajo. El refrigerador soltó la puerta de abajo y cayó empujado por la corriente, igual que el televisor. Ahora, para guardar algo adentro, tiene que desengancharla, como la tapa de una caja, y después volverla a enganchar.

El viento arrancó también el papel del techo, por eso ahora se ven aberturas entre las tablas, y el cielo por las aberturas. «Hacía chum chum chum», dice Quimbo, refiriéndose al sonido del papel despegándose de la madera. «El perro estuvo todo el tiempo al lado mío, mirándome, como diciendo: ‘si nos morimos, nos morimos juntos’».

La casa de Quimbo es un pasillo recto desde la puerta de entrada hasta la puerta del patio trasero, con pequeños cubículos dispuestos a mano izquierda, separados por paredes de la altura de una persona. Una casa sumamente humilde. Primero está la sala, vacía y solitaria, iluminada en una esquina por la luz que entra por un hueco. Luego están el cuarto y, con otro hueco, la cocina-comedor, donde estamos sentados ahora, Quimbo a la mesa.

Una vecina recién le trajo un plato con arroz blanco y albóndigas bañadas en puré de tomate. Parece ser la única persona que se ocupa de él. Quimbo no tiene familia, o sí tiene, pero es como si no la tuviera. Tampoco parece tener mucho más de lo que lleva encima. De lo poco que le quedaba, casi todo se lo llevó el tornado.

«A mí todavía no ha venido nadie a verme», dice. «Espero que vengan pronto».
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