Por Ariel Hidalgo.
Una de las razones fundamentales para votar por el no en el plebiscito sobre el nuevo proyecto constitucional, es que se trata de un engendro legal que pretende dar base institucional a una política gubernamental de casi 60 años contraria a los intereses de los trabajadores y de la prosperidad de la población.
En el artículo 22 queda plasmado un principio que ya había sido aprobado en el VII Congreso del Partido y que es medular: “El Estado regula que no exista concentración de la propiedad en personas naturales o jurídicas no estatales”… Es decir, existe un límite para el mejoramiento económico de los ciudadanos, aunque esa mejoría se alcance mediante el esfuerzo y el talento propios, un límite que la mayoría de las veces no se sabe cuál es por la ambigüedad de las leyes y por las interpretaciones caprichosas de las autoridades, por lo que el incentivo en la creatividad y la productividad de los particulares queda frenado por esa espada de Damocles que pende sobre sus cabezas. El por qué existen esas limitaciones, se aclara inmediatamente después: “a fin de preservar los límites compatibles con los valores socialistas de equidad y justicia social”. O sea, que los ciudadanos y en particular, los trabajadores independientes, deben frenar sus impulsos de alcanzar un mejoramiento en sus vidas en aras de mantener ese principio “socialista” de la igualdad. Se trata, si nos atenemos a las experiencias vividas anteriormente, del estado de precariedades y limitaciones que ese pueblo ha tenido que sufrir durante varias décadas, esto es, la igualdad en la miseria. Esa es, en verdad, la “equidad” y la “justicia social” que se pretenden mantener.
¿Pero ha existido en realidad esa igualdad? Volvamos a esa primera cita: “El Estado regula que no exista concentración de la propiedad en personas naturales o jurídicas no estatales”… Las últimas dos palabras son claves. El principio, como es lógico, no se aplica a las propiedades estatales. El Estado puede concentrar cuantas propiedades tenga interés en controlar sin limitaciones y sin temor a ser expropiado, entre ellas exclusivosros recreacionales. ¿Y quienes tienen acceso a esas propiedades? ¿Los jornaleros? ¿Los campesinos? ¿Los cuentapropistas? No, sólo los funcionarios de ciertas esferas.
Desde el primer año, 1959, para quienes estaban al tanto de los pasos que daba eso que por entonces sólo se conocía como “la revolución”, debió ser muy indicativo el hecho de que fuera expropiado el Habana Hilton, porque este hotel no pertenecía a los Hilton, encargados sólo de su administración, sino al sindicato de los gastronómicos cubanos. Es decir, el expropiado no era un latifundista ni una compañía extranjera sino los propios trabajadores. Esto debió alertar de lo que vendría después. En el fondo no había una guía ética o ideológica de los pasos a seguir: no se trataba de despojar a las clases explotadoras como la burguesía o los terratenientes y de favorecer a los explotados, sino de controlarlo todo, despojar a cualquiera que poseyese algo, no importa si eran capitalistas o trabajadores independientes. El discurso posterior de que, al intervenirse las industrias, las tierras, bancos y comercios, entre otros bienes de producción, los asalariados eran liberados de la explotación capitalista y se convertían en propietarios de esos bienes, fue el más grande de todos los fraudes. Los latifundios no desaparecieron realmente como se proclamaba, sino que pasaron de ser privados para convertirse en estatales, y sus jornaleros pasaron de ser explotados por terratenientes a serlo por el Estado, algo como lo vaticinado por el propio Martí al referirse en su artículo, “La futura esclavitud”, a un posible modelo como el conocido hoy con el nombre de “socialism real”: “De ser siervo de sí mismo, pasaría el hombre a ser siervo del Estado. De ser esclavo de los capitalistas, como se llama ahora, iría a ser esclavo de los funcionarios”.
Como el nuevo Partido Comunista, liderados por el grupo de dirigentes “históricos” y su flamante líder, se autoproclamaban “vanguardia de los obreros y campesinos”, dirigían, en nombre de éstos, al nuevo Estado que acaparaba todas las riquezas con un ejército de burócratas designados desde ese nuevo poder. El silogimo era muy simple: Todo pertenece al pueblo, yo soy el representante del pueblo, ergo, todo me pertenece.
En 1968, cientos de miles de trabajadores independientes fueron despojados de sus modestos medios de sustento durante la mal llamada “ofensiva revolucionaria”, ya fuera una lavandería, una barbería o un simple carrito de vender helados, quienes tuvieron que incorporarse, para subsistir, al ejército de asalariados del Estado. Esto es, lo que se hizo fue un socialismo a la inversa en relación con las concepciones originarias de los primeros teóricos del socialismo, desde Fourier, Proudhon y hasta el propio Marx, antes de que los “camaradas” rusos —Lenin, Stalin y hasta Trostky, quien luego crearía la Cuarta Internacional contra el stalinismo—, hicieran su propia interpretación de la teoría marxista de la revolución.
Si en verdad hubieran querido empoderar a los trabajadores, les hubieran permitido, en las empresas apropiadas por el Estado, recibir un por ciento de las ganancias e incluso, tener voz y voto en la elección de sus propios administradores, medidas que en otros contextos han resultado exitosas en estimular la productividad, o hubieran rebajado los altos costos de licencia e impuestos a los cuentapropistas o al menos permitirles el acceso a los programas internacionales de microcrédito. En cambio, en su proyecto constitucional, al hablar de los diferentes tipos de propiedad, nada se dice de autogestión, ni siquiera de cogestión, y no se garantiza que las cooperativas mencionadas, serán realmente independientes, algo muy dudoso después de las experiencias anteriores. Tampoco se garantiza plenamente el derecho a la pequeña propiedad individual o familiar, y por tanto, que no vuelva a ocurrir el saqueo masivo del 68. Y por supuesto, tampoco que no se continuará explotando la mano de obra en condiciones semiesclava, vendiendo su trabajo en otros países y esquilmando a los trabajadores más del 80 por ciento de sus salarios. Menos, entonces, puede esperarse, en tiempos en que se quiere abrir las puertas a las grandes inversiones extranjeras —aunque paradójicamente se priva de este beneficio a los cubanos que viven en el exterior—, que concedan a los trabajadores el derecho a un sindicato independiente o a realizar protestas como huelgas o manifestaciones. Esto es, como un incentivo a las grandes corporaciones, se les garantiza que en Cuba no habrá problemas con la mano de obra, que estará bien controladita, con las manos atadas —¿quién lo iba a decir?—, al servicio del gran capital extranjero.
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