Por más irracional que sea, no debe sorprendernos que los caciques del castrismo prohíban a los cubanos ayudarse entre ellos, unos a otros, en medio de tan dramática situación de desastre natural y crisis económica. Sorprende, eso sí, que el mundo civilizado no se escandalice como debiera ante este hecho que representa el colmo de la incivilidad.
El monopolio sobre la pobreza de los ciudadanos, al igual que el de la división y la incomunicación entre los de abajo, ha constituido desde siempre una de las premisas del fidelismo.
Si en estos días de tornados y otras desgracias se ha notado especialmente, es, sobre todo, gracias al nuevo empuje de las redes sociales y de los teléfonos inteligentes. Y no porque se trate de una nueva deriva del régimen, o de una consecuencia de su galopante deterioro moral y político. Esta práctica ruin y salvaje es fruto de la mente enferma de Fidel Castro, y bien sabemos que ha imperado en la Isla desde los primeros tiempos de la revolución.
Lo nuevo, en todo caso, han sido ciertos asomos de rebelión popular ante el abuso extremo de la práctica. También fue nueva la actitud solidaria asumida por algunos artistas (más y menos apegados al oficialismo), pero muy particularmente por un importante número de cuentapropistas, dueños de cafeterías y restaurantes, quienes, frente a la prohibición estatal, han optado por hacer donaciones anónimas a través de las iglesias.
Es posible que no le hayamos prestado a este último caso la atención que merece, no solo como anuncio de lo que tal vez podría ser el inicio de una nueva dinámica social, económica y aun política dentro de la Isla. También como fracaso de una estrategia del régimen, el cual, ante la imposibilidad de eliminar el incipiente y mancornado comercio privado, se dedica no solo a mantener a la mayoría de sus gestores contra las cuerdas, sino a hacerles mala prensa ante los sectores más empobrecidos de la población, culpándoles mañosamente de acaparar productos y de poseer estándares económicos privilegiados, así como de comportarse de manera insensible ante las necesidades de los más pobres.
Huelga recordar que en Cuba los caciques de la revolución se han esforzado abnegadamente por convertirnos en pobres por destino histórico. No es una idea original de Fidel Castro. Siempre hubo reyes, zares, dictadores, cogotudos diversos, líderes políticos y religiosos que basaron su poder en la pobreza material de la gente y en la manipulación de sus empobrecidos egos. Si acaso, entre los cubanos, como antes entre los europeos del este, y entre no pocos ciudadanos latinoamericanos, los manipuladores han tenido la suerte de contar con la complicidad, involuntaria pero igualmente fatal, de malos ricos.
Cuando, en un futuro, ojalá próximo, los historiadores y los psiquiatras traten de establecer a fondo las causas de nuestra actual bancarrota económica y espiritual, todos los conductos van a guiarlos indefectiblemente hacia este fenómeno. Constataremos lo que ya se sabe en el sentido de que por grande que sea nuestra falta de recursos materiales, la recuperación será factible y más o menos rápida, siempre que haya un buen sistema de gobierno y sustanciales inversiones. Muchísimo más difícil y, en especial más demorado, será reponernos del gran daño epistemológico que representa la vocación de pobres sin remedio que nos inocularon en el flujo sanguíneo, a lo largo de varias generaciones.
Ninguna otra insuficiencia identificativa ha tenido un peso mayor en el drama que venimos sufriendo los cubanos desde hace ya 60 años. El miedo, que es una de las que más se menciona, apenas resulta un apéndice de nuestra vocación de pobres y desamparados sin opciones. Quien intente curarnos en el futuro de los muchos lastres ocasionados por la dictadura totalitaria, tendrá que empezar por borrarnos del disco duro la mentalidad de pobres pichones con el pico abierto. Y será una tarea ciclópea, habida cuenta que no podrán contar con nuestra ayuda. Puesto que ya no nos reconocemos a nosotros mismos sino en esa actitud de quien supedita su vida a la voluntad del otro, a los buenos o malos oficios del que está por encima, bien sea en la cumbre y con el mazo dando, como nuestros caciques, o bien solo un poquito más arriba, digamos un pariente en el exterior, un extranjero, algún samaritano pariente de la nomenclatura, una novia o novio con pasta…
Ocurre, además, que en cuanto pobres por enfermiza vocación, nos hemos acostumbrado a odiar y a envidiar no solo a los ricos. También a cualquier otro pobre como nosotros, a quien la suerte, la astucia, o lo que fuere le han permitido ascender una micra en la escala.
Uno de los espectáculos más reveladores de nuestra insana vocación de pobres lo ofrecen hoy precisamente esos paisanos que de alguna forma han logrado sacar la cabeza mínimamente por encima del montón, mediante negocios particulares u otras vías. Basta con tratarlos de cerca para conocer la zozobra en que transcurren las vidas de muchos de ellos (los no cómplices o favorecidos por el poder), vidas agriadas no solo por el acoso y las mil medidas coercitivas del régimen, sino por la envidia que les rodea en su barrio, por el rastrero chantaje y las delaciones de todo tipo a los que están expuestos.
Cualquiera en su lugar podría concluir que es preferible seguir perteneciendo a la más baja ralea económica, si tanta angustia cuesta sacar la cabeza. ¿Y quién quita que esa conclusión esté siendo inducida exprofeso por los caciques? Mientras, ellos, desde los primeros días de 1959, han vivido siempre como verdaderos ricos, con el agravante de que las riquezas no provienen de su trabajo, ni de su talento, o de una herencia por lo menos. Lo más superrealista de todo es que se hicieron ricos impartiendo vocación de pobreza.
Por eso me parece que los cuentapropistas, sin proponérselo quizá, sin buscar otra cosa que no sea dar cauce a su espontánea conciencia conciudadana, le han dado en esta ocasión una gran galleta sin mano a la demagogia patriotera y a los dogmas colectivistas del régimen.
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