Por Alejandro González Acosta.
Más que una “contra historia”, este nuevo aporte de Jacobo Machover resulta una “vera historia”, con el sentido original que tiene esta frase en los anales americanos, desde el contrapunteo fundador entre las Cartas de Relación del capitán Hernán Cortés (testimonio directo inicial), la del cronista oficial -que nunca viajó a América- Francisco López de Gómara y La conquista de México, y la del soldado Bernal Díaz del Castillo y su Verdadera historia de la conquista de la Nueva España. En este caso, sería parte de esa necesaria y siempre muy ocultada versión cubana de “la visión de los vencidos”, vituperados y acallados por una historiografía falsaria pero bien establecida.
Aunque tampoco debe olvidarse que los vencidos de hoy pueden ser, y generalmente resultan al final, los vencedores del mañana. A pesar de sus resultados, nadie puede negar la admirable perseverancia, la heroica resistencia que ante la ceguera interesada y el silencio cómplice de casi todo el mundo, que los luchadores por la democracia en Cuba han demostrado y siguen demostrando, con una fijeza ejemplar contra todos los vientos y mareas adversas. La disyuntiva es terminante: verdad contra mentira; memoria contra olvido.
Machover es hoy uno de los más acreditados, persistentes y documentados especialistas en el estudio histórico de la tragedia cubana. Ha sostenido con una admirable fijeza esa pasión de un historiador comprometido seriamente con la verdad, desde sus primeros estudios hasta el presente. No es, pues, un improvisado, ni un glosador complaciente.
Una de las grandes virtudes de esta nueva propuesta historiográfica, es la capacidad que demuestra para motivar en el lector sus propias reflexiones, comparar sucesos semejantes, recordar hechos olvidados o poco tratados, y elaborar algunas lecciones como balance del panorama ofrecido. En estos aspectos considero que se encuentra lo mejor del libro.
Por otra parte, Machover demuestra ser un perspicaz pesquisidor y analista de los sucesos históricos, así como de sus resultados más trascendentes. Es un historiador riguroso que no teme enfrentar las opiniones fabricadas, ya establecidas por una academia inescrupulosa y manipulada por intereses muy diversos y poco honorables. Confirma siempre esta heroica capacidad expuesta, pues pertenece por su formación cultural, y hasta diría que genéticamente, a la más antigua escuela hermenéutica clásica: la de los filólogos hebreos adiestrados puntual y devotamente en la exégesis de los textos sagrados, la Torah fundamentalmente, sumando innumerables generaciones, las cuales sostienen y acreditan esta aplicada tarea durante miles de años como en ninguna otra cultura. Machover es, en síntesis, nuestro Flavio Josefo insular. Así como hoy algunos tratan de borrar la terrible Shoah, Machover procura y lucha para que no se ignore ese otro holocausto cubano, que cuenta con miles de muertos y millones de desterrados, olvidados, agredidos e ignorados por la complaciente complicidad de sus negadores y detractores.
Para empezar, Machover propone un muy audaz paralelo entre la Cuba de 1959 con la Francia de 1945 y la España de 1936, que ofrece interesantes puntos en común para la construcción de la historia de los hechos recientes. Si Rusia tuvo a sus publicistas entusiastas (John Reed, el primer George Orwell, Bertrand Russell, André Gide), también Cuba se benefició de la enigmática atracción de algunos intelectuales hacia esos fenómenos llamados de “luchas populares”. Machover se consagra al estudio del origen de lo que llama los “60 años de la entrada de Cuba en la historia universal” contemporánea. Hasta ese momento, la isla casi sólo era conocida por su capital, La Habana, y uno de sus productos que prolongaban y difundían su nombre por el planeta: los habanos.
Algo quizá anecdótico pero que considero revelador, es que, con la admirable perseverancia de un imán, el autor insiste en emplear su nombre en la forma hispana de Jacobo, que lo vincula con Santiago de Compostela, y rehúsa adoptar un Jacques afrancesado y desarraigado, por muy inmerso e identificado que hoy esté con la cultura francesa donde ha pasado su largo exilio. Pero se siente y se muestra sobre todo como un historiador plenamente cubano.
Fueron contados quienes vieron, como advierte Machover, detrás de tanta euforia triunfal con la llegada a la capital de “los barbudos”, que se avecinaba una dilatada tragedia sobre el incauto y alborozado país. Pocas veces antes un sueño pasó tan velozmente de la utopía a la distopía, del sueño a la pesadilla. La “luna de miel” con una prometida liberación duró tan poco, como el clásico merengue a la puerta del colegio.
Fidel Castro y sus cómplices más directos (muchos de ellos después asesinados y sacrificados en altar personal del ego del líder supremo e incuestionable), fabricaron con gran éxito y sin resistencia apenas su ficción del “monstruo” derrocado. Una generación de fotógrafos, diseñadores y gacetilleros (formados curiosamente en las más acreditadas y exitosas agencias publicitarias del mundo, entonces inspiradas por la Escuela de Chicago), trabajó con empeño y gran éxito para crear un “Frankenstein” útil a sus propósitos y muy efectivo. Al demonizar todo lo anterior, empezando por el líder depuesto, se justificaba todo lo que vendría después.
Si Batista siempre aparecía en público y en privado atildado y pulcramente vestido, sin excesos ni lujos, con una corrección republicana, Castro y sus constructores de imagen (Celia Sánchez la primera), prefirieron que en esa etapa se mostrase hirsuto y rural, provinciano y “auténtico”: la estampa cabal del “revolucionario” despreocupado por su aspecto y sin vanidosas ataduras materiales. Si Batista vestía de riguroso dril blanco, Castro lo haría de verde oliva insurgente; si Batista fumaba -escasamente- cigarrillos, Castro se exhibiría por todas partes con su humeante puro, un símbolo fálico purificador, como sahumerio ofrecido a los dioses de la venganza, pues su poder totalitario sería aplicado en el servicio de una “causa superior”, de redención y castigo.
Alguien que supo ver bastante temprano el engaño y lo caricaturizó con precisión implacable, fue un judío neoyorquino, Woody Allen, quien esmirriado en su holgado y patético uniforme, con unas barbas postizas, ralas y descuidadas, personificó fársicamente al nuevo dictador en su Bananas (1971). Él hizo con Castro algo semejante a lo que Chaplin en su momento ejecutó con Hitler en El gran dictador. Quizá ahí se popularizó el término de “repúblicas bananeras”, aunque fue desde la ya olvidada novela Mamita Yunai (1941), del comunista costarricense Carlos Luis Fallas, cuando se utilizó la frase primeramente.
Lejos de implantar, según la retórica leninista, un “estado de nuevo tipo”, Castro logró imponer, a sangre y fuego (y hasta con aplausos) “una dictadura de nuevo tipo”, que ha resultado ser, hasta ahora, por sus resultados y permanencia, la más perfecta y perdurable del mundo occidental. Sólo la aventaja en el universo oriental la de Corea del Norte. Si ésta es el ridículo “reino de los Kim”, lo que se muestra en la isla es la grotesca “monarquía de los Castro”, dos nuevos apellidos para el Almanach de Gotha político. Y ambas coinciden en proclamarse como “auténticas democracias”, dando así muestra de la relatividad caprichosa de este concepto, tan desvirtuado en nuestros tiempos. Con la necesaria exclusión de todos los demás países del orbe entero, ellos sí son demócratas, pero el resto no, y por supuesto deben aprender de su ejemplo. Han logrado vender con gran éxito tanto para el consumo interno como el externo, con un persistente y hábil marketing ideológico, la servidumbre como liberación, el yugo como ala, lo negro como blanco y la oscuridad como luz. Sin embargo, el ejemplo norcoreano nunca ha disfrutado la aceptación externa que sí ha tenido y todavía tiene para muchos el modelo cubano, así que sus publicistas han sido mucho más hábiles y efectivos, empezando por su principal histrión y coreógrafo, el carismático Fidel Castro. Y en ese proceso que no ha perdonado flora ni fauna, vivos y muertos, clima y suelo, costa y montaña, selva o prado, la Historia ha resultado también travestida y perversamente desfigurada, de tal suerte que hoy puede hablarse de “dos historias de Cuba”, la oficial y la del resto, completamente discrepantes y contradictorias.
Uno de los eslabones más resistentes de esta cadena de falsedades, y de los más antiguos, es la caracterización de Batista como “el malo de la película”, “el enemigo perfecto”, “el más odiado”, “el villano más atroz”, “el modelo de la perversión” y el “monstruo por excelencia”; en realidad, esta construcción comenzó desde antes que Castro monopolizara el poder, y sus inescrupulosos creadores no fueron por siempre sus más fieles y eternos colaboradores incondicionales. Ciertamente, la raíz de estos males se afincó desde mucho antes y por diversos personajes, quienes, envidiosos o insatisfechos de sus apetitos, vendidos o cómplices ingenuos, fueron levantando el pedestal de la horca sin percatarse que ellos también penderían algún día de ella. El maniqueísmo bipolar aplicado ha sido tan útil para Castro, como lo fue, si vamos al real origen de la práctica, para los maestros del sistema, Joseph Goebbels y Willi Münzenberg, esos dos grandes seductores de multitudes e intelectuales útiles.
El abuso castrista contra los niños no empezó con la “Operación Pedro Pan”, los adoctrinados pioneros, o la Masacre del Remolcador 13 de Marzo: aunque su propia familia fue protegida expresamente por Batista, mientras Castro estuvo en una cómoda cárcel condenado por sedición y aún durante su insurrección, los hijos de su contrincante desplazado fueron perseguidos y vituperados por él y sus seguidores dóciles y complacientes, rabiosos y adocenados, cuando fueron agredidos al llegar dos días antes de la caída del gobierno cubano a Nueva York, según recupera el conmovedor testimonio de Roberto “Bobby” Batista, que integra Machover en su libro.
Al llegar al destierro, los hijos de Batista fueron víctimas totalmente inocentes, como recuerda Machover, del “primer acto de repudio revolucionario”, esos “minutos de odio orwellianos”, inocultables abuelos de los actuales escraches podemitas hispanos. En las primeras horas del 30 de diciembre de 1958, cuando llegaron a Estados Unidos, ya los esperaban las sedientas hordas castrófilas en el aeropuerto, para agredirlos, regocijadas con su inminente victoria, que celebraban eufóricamente.
Tal parece que Fidel Castro, en su obcecado redentorismo purificatorio e incendiario, nunca entendió y menos aún aceptó, que pudiera haber alguien que no quisiera participar en su empresa utópica. No podía concebir que nadie se le negara para ser parte de sus huestes que construirían el futuro sólo por él concebido. Partir o negarse no podía asumirlo sino como traición, a él y, en su persona, a la misma Patria encarnada (que para él eran lo mismo). Es revelador que con el tiempo dejó de referirse a “Cuba”, para reducirse sólo a un concepto prefabricado por él a su imagen y semejanza, la sempiterna “Revolución”, su revolución, la de él y nadie más.
Asombrosamente, para los republicanos Eisenhower y Nixon, Batista era un “socialista” y un “dictador”, y hasta había sido aliado (coyuntural) de los comunistas cubanos. Y, en cambio, Castro era -en el principio- un “liberal idealista” (luego al menos Nixon rectificó, pero ya era tarde), un “Robin Hood del Caribe”. De ahí el mortal embargo de armas y el irresponsable abandono de Batista por el gobierno de Estados Unidos en marzo de 1958, lo cual fue mucho más demoledor y decisivo que cualquier otro golpe militar de los insurrectos contra la república cubana. Ya fue muy tarde cuando Eisenhower revisó su juicio sobre Fidel Castro, y su desplante de no recibirlo, sólo aumentó la popularidad de éste, al quedar como víctima del victorioso militar estadunidense: así comenzó el mito del David caribeño enfrentado al Goliat americano, que se ha implantado tan hondamente en el inconsciente colectivo mundial.
Una de las figuras más tenebrosas y retorcidas, y que ha sido absuelta cegata e irresponsablemente por la historia elaborada a partir de los turiferarios, es la de Ramón Grau San Martín, el peor traidor a la causa cubana de todos los tiempos; vaselinoso, ambiguo y hasta feminoide, dos veces faltó a su palabra empeñada y empujó al país hacia el desastre final, atendiendo sólo a su resentimiento y frustración. Su inopinado desistimiento para competir en las elecciones de 1954 y 1958, apenas unos pocos días antes de los comicios, fue un boicot irresponsable contra el único mecanismo entonces posible para encontrar una solución pacífica a la guerra civil. Ese contubernio fue generosamente premiado, al permitírsele acabar sus días sin ser molestado en su opulenta residencia de la Quinta Avenida en Miramar, a la que se refería modestamente como “La Chocita”.
Castro aprendió muy bien de los errores de Batista: por eso él no los repetiría. Jamás le tembló la mano para reprimir sin piedad, ni compasión (vocablo que reveladoramente nunca aparece en su léxico personal, aunque forma parte del Himno del 26 de Julio), ni menospreció al más ínfimo de sus adversarios: los aplastó a todos, lo mismo familiares, que amigos y compañeros de infancia.
Desde la famosa entrevista con Herbert Matthews para acá, Castro fue el campeón de la propaganda, pero aún antes, con la fantochada de la Campana de la Demajagua, su desempeño en el Colegio de Dolores, en El Bogotazo, y en el mismo Asalto al Cuartel Moncada, fue siempre un hábil manipulador. Todos estos fueron “golpes de efecto” aplicados desde muy temprano para la exaltación de su ego hipertrofiado, construyendo precozmente un futuro perfil heroico. Esa personalidad patológica marcó el devenir de su país, de tal suerte que su historial clínico sería tan útil para los historiadores como su biografía política e ideológica, y hasta podrían intercambiarse, según ya apuntó alguien.
Nadie que pudiera competir con él prevaleció en el entorno de Castro. Como el frondoso baobab, ninguno pudo crecer bajo su sombra: el mismo José Antonio Echeverría era tan protagónico como Fidel Castro, y de haber sobrevivido a sus aventuras terroristas, el choque futuro entre ambos era inevitable, pero una vez más el destino favoreció a Castro: la Parca apartó a Manzanita del camino para no estorbar el vertiginoso ascenso al poder del biranense.
Lector asiduo de Primo de Rivera y Mussolini, pero en especial de Maquiavelo, para quien “el fin justifica los medios”, Castro introdujo en la lucha política elementos antes desconocidos, como el secuestro de aviones y personas, que después crearían una calamitosa secuela: valga recordar que el corredor de autos Juan Manuel Fangio no fue el único secuestrado (23 de Febrero de 1958) por las células terroristas del Movimiento 26 de Julio: el mismo año, un comediante, también argentino, el popular Pepe Biondi, fue raptado en las cercanías del Edificio Focsa, cuando Castro dictó la proclama “ni una fiesta ni una risa”, para impedir la celebración del 4 de Septiembre batistiano. Bombas es cines y cabarés, se convirtieron en sucesos de siniestra cotidianidad dentro la pelea sin cuartel desatada por Castro.
La historiografía oficial da por sentado el triunfo del candidato Roberto Agramonte por el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) en las Elecciones Generales de junio de 1952, interrumpidas por el Golpe de Estado del 10 de Marzo realizado por Batista, pero actualmente esta afirmación resulta muy cuestionable. Se afirma, sin sustento sólido, que Batista dio el golpe de estado porque sabía que perdería en las elecciones unos días después”. Esa es hoy una aseveración gratuita y sesgada, pero que ha gozado de fortuna historiográfica por ser incansablemente repetida.
La industria de la publicidad en Cuba, iniciada tempranamente desde 1907 con la Liga Cubana de Publicidad fundada por Walter Stanton, y que para los años veinte contaba con dos compañías establecidas como la Havana Advertising y la Tropical Advertising, ya para el 8 de marzo de 1935 agrupó a los profesionales en la Asociación de Anunciantes de Cuba y existían formaciones gremiales como la Asociación de Agencias de Anuncios (AAA), y la Asociación Nacional de Profesionistas Publicitarios (ANPP), y ya en 1945 se estableció la Escuela Profesional de Publicidad, pero esta intensa actividad estaba referida a la publicidad comercial, pero no existía un auténtico marketing político, y lo que se hacía en las campañas electorales eran las formas más precarias y elementales de la propaganda política casera, con carteles, anuncios, volantes, bisutería diversa y pegajosas canciones (las congas, para las cuales no desdeñaban colaborar hasta músicos de renombre como el jingle de Carlos Prío obsequiado por Osvaldo Farrés), pero no existía en Cuba -como tampoco en Estados Unidos aún- un estudio científico del mercado y las preferencias políticas, y todo se fiaba al “olfato” y a la “intuición” de los actores contendientes.
En 1952, 1954 y 1958 tampoco había verdaderas encuestas de opinión y de intención de voto, con métodos profesionales como aspiran a ser las actuales, elaboradas por casas especializadas y de prestigio, y con amplias muestras estadísticamente representativas. Los análisis demoscópicos estaban aún en pañales para esa época, y los “estimados” existentes eran sólo “a ojo de buen cubero”, o las parcializadas y muy sesgadas “encuestas”, elaboradas y publicadas por la claramente tendenciosa y muy antibatistiana revista Bohemia, en manos de su polémico y ambiguo director-propietario Miguel Ángel Quevedo, de triste memoria, quien terminó abjurando de sus pasados errores y suicidándose, aunque tratando de lavar el grave daño que había ocasionado a Cuba con su decisivo apoyo a Castro. Quevedo, intentó después descargar parte de su responsabilidad al acusar de deslealtad a su mano derecha, el “dipsómano” (así lo llamó) Enrique de la Osa, autor de la célebre mentira de “los 20 mil muertos de Batista”, que todavía sigue apareciendo en las páginas oficiales castristas. Esta colosal mentira se ha asumido como verdad indiscutible, confirmando aquella frase de Goebbels que cuanto más grande es el infundio, más fácilmente será aceptado.
Sin embargo, nadie ha reparado en un hecho sobre esto: en estos 60 años de dictadura y propaganda activa, el régimen cubano nunca ha publicado un libro donde aparezcan esos “20 mil mártires”, aunque ha tenido a su completa disposición investigadores, empleados, archivos, testimonios, partes médicos e informes de nosocomios suficientes para documentar su acusación, y tampoco ha editado un libro donde aparezcan todos “sus” mártires, pues quedarían atrapados flagrantemente en su mentira. Contando con todos los medios a su alcance, el régimen cubano ha sido incapaz de ejecutar lo que el exilio sí ha realizado, sin apoyos ni recursos, con el formidable Archivo Cuba, registro serio y puntual, profesionalmente documentado, contrastado y actualizado, de todas las víctimas del castrismo, fundado en Washington en 2001 como una iniciativa del Free Society Project, Inc. por Armando M. Lago (1939-2008) y María C. Pino Cañizares (1934-2008), entre otros, y continuado en la actualidad por una Junta Directiva presidida por María C. Werlau. Allí aparecen, con nombres y apellidos y con al menos dos de sus fuentes, 7,173 muertos y desaparecidos imputados a Fidel Castro hasta su muerte el 25 de noviembre de 2016, según cita Werlau en su artículo “Castro superó a Pinochet” (El País, 4 de diciembre de 2016).
Otros publicistas muy populares como José Pardo Llada, Luis Conte Agüero y Luis Ortega Sierra, también incurrieron en esa actitud de ingenua complicidad en el mejor de los casos, aunque -como reveló el propio Batista- aceptaban de buen grado sus “donativos”, y alguno hubo que hasta le reclamó que ese dinero obsequiado “no le alcanzaba para un viaje a España con su mujer”. Sin embargo, “jalaron soga para su pescuezo”: después de sus servicios con el micrófono en favor de Castro, este se lo arrebató para quedárselo él solo. Creo revelador el hecho que tanto Pardo Llada como Ortega Sierra, después de un largo exilio, fueron tan inescrupulosos de visitar a Cuba y ser amistosamente recibidos por el propio Fidel Castro. A la larga, amarga lección de la historia, sólo fue el repudiado Otto Meruelo quien único dijo la verdad desde el principio, aunque fue calificado -y condenado- como calumniador y pluma vendida del régimen batistiano, y sufrió 18 años de dura prisión (la condena fue de 30), antes de poder salir al exilio. Raúl Castro lo consideró su “preso personal”, pues nunca le perdonó que lo llamara “la china de los ojos tristes”.
En este nuevo libro de Machover se reúne una mejor y más completa relación de sucesos, su relación y jerarquización, así como el impacto que tuvo cada uno en los acontecimientos posteriores. Resulta así más expositivo y didáctico que otros estudios similares, y sin dudas es un material sólido y compacto de extraordinaria utilidad para esparcir nuevas luces cobre un momento especialmente oscuro y manipulado de la historia cubana, los últimos días del gobierno de Batista, y la irrupción de un nuevo régimen que venía cargado de promesas pero que pronto decepcionó a la mayoría.
Concentrar toda la problemática cubana de la época exclusivamente en la figura simbólica de Batista, allanó la marcha arrolladora de Castro hacia el poder absoluto. Pocos o casi nadie advirtió que, al combatir ferozmente a un dictador circunstancial y fluctuante, estaban construyendo acelerada e irresponsablemente el pedestal de otro mucho peor, ese si un dictador orgánico, pleno e integral, quien fue vendido -y comprado- como el justiciero que vendría para arrasar a sangre y fuego la putrefacta Babilonia republicana. Como el popular Chacumbele, ellos mismos se mataron y de paso sacrificaron a los demás: con sus ambiciones mezquinas y actuaciones miopes, aquellos mque pudieron evitarlo, asesinaron, sepultaron y apisonaron a la juvenil República.
Batista intentó varias veces entablar una negociación a través del diálogo y el compromiso político, pero nadie quiso escucharlo, y otros fingieron hacerlo y luego lo traicionaron -apuñalando a Cuba, de paso- cerrando todas las puertas y tirando las llaves para una transición y solución pactada. La respuesta a sus gestiones, ya francamente absoluta, fue: “Todo o nada”. Castro haría uso de esa fórmula al servicio de su interés personal: se quedaría con todo y nadie más recibiría nada.
Todavía para muchos que revisan los sucesos de esta época resulta inconcebible que casi nadie se haya percatado realmente de lo que sobrevendría, y pensaron con asombrosa ingenuidad que siempre podrían manipular al ambicioso caudillo oriental. Como resultado de tanta ignorancia e imprudencia, todo el poder quedaría concentrado en una sola persona, quien sería el árbitro supremo y dueño absoluto de la plantación recién conquistada. Más que credulidad ingenua, cabe suponer que fue una soberbia ignorante y egoísta la que ocasionó todo esto: la obsesión por “tumbar al Indio” como fuera cegó a todos.
Quizá el estrábico Jean Paul Sartre en su parcializada y falsa visión de Fulgencio Batista Zaldívar sintió la influencia de quien fue su cercano chevalier servant y cicerone durante sus visitas a Cuba (del 20 de febrero al 15 de marzo y del 21 al 28 de octubre de 1960); era su segunda vez en la isla pues la primera fue en 1949, mas ahora venía, junto con su pareja Simone de Beauvoir, como invitado oficial de Carlos Franqui, quien lo contactó en París, pero sospecho que el impulso superior de este viaje partió del propio Ernesto Guevara (único del círculo de hierro, del famoso “gobierno en la sombra”, que ya conspiraba para instaurar un sistema comunista) que leía del francés, pues dudo que Franqui tuviera autorización suficiente para semejante iniciativa. Por otra parte, Sartre se había declarado antisoviético poco antes cuando la invasión a Hungría, y eso marcaba una cierta distancia muy grata para el argentino, que andaba por el mismo rumbo (aunque apenas unos días antes, el 4 de febrero, Anastas Mikoyan había visitado Cuba, por gestión iniciada por Guevara antes en Egipto), lo cual no frenaba su comunismo visceral reflejado en una de sus frases más famosas: “Un anticomunista es un perro”. Ahora, para atenderlo a él y a Simone estaba su traductor cubano Juan Arcocha, y era también escoltado por el joven Lisandro Otero, hijo de quien con igual nombre (Lisandro Otero Masdeu, 1893-1957), fuera Presidente de los periodistas cubanos bajo Batista, y uno de los más agraciados con las atenciones y reconocimientos del General. Era un clásico “niño bien” del Vedado Tenis Club y del Havana Yacht Club.
Sartre desató su imaginación existencialista en esa visita con su reportaje Huracán en el azúcar (publicado como artículos sucesivos en France-Soir del 28 de junio al 15 de julio de 1960, y el mismo año recogida en una edición cubana). Y Otero, continuó tras su huella, y perpetró Cuba: ZDA (Zona de Desarrollo Agrícola), 1960, siguiendo la receta del ambiguo intelectual parisino, quien persistía en querer considerar a Cuba como un típico país del peor Tercer Mundo, víctima del monocultivo, atrasado y dependiente. A Otero, criollo blanco, refinado y elegante, con relumbrantes y magnéticos ojos verdes, es en gran parte presumible atribuir los juicios peyorativos y los infundios gigantescos (como aquel tigre alimentado con los revolucionarios), de Sartre contra Batista.
Racial y culturalmente, Otero era mucho más afín con Castro (blanco, hijo de español y exalumno de los colegios de Dolores y Belén), que con Batista (mestizo de origen paupérrimo y autodidacta), a pesar de la cercana relación de su padre con el General, quien llegó a imponerle la Orden Carlos Manuel de Céspedes, la más alta y honrosa del país. Ambos, además, compartían la condición de muchachos sostenidos económicamente durante mucho tiempo por sus laboriosos padres.
Algún día habrá que reconocer y estudiar a profundidad el factor racista subyacente en la llamada “revolución”, pues gran parte de la oposición a Batista lo criticó y se burló de su condición de no blanco puro, y además el apoyo mayoritario de negros y mulatos de extracción popular hacia su gobierno. Basta ver la nómina de los opositores -civiles y guerrilleros- para apreciar la enorme proporción de cubanos blancos de clase media y alta, y muy contados negros, como refleja el mejor barómetro de esa meritocracia totalitaria que es el Comité Central del PCC original, con la presencia -más bien simbólica- de contadísimos miembros de la raza negra.
El papel cómplice de Jean Paul Sartre también es un tema muy interesante de esta obra. Sartre fue uno de los primeros vendedores (merolicos les dicen) de la tesis del subdesarrollo cubano republicano como justificatorio de la “revolución” castrista, y en esas filas se integrarían rápida e inopinadamente otros como Antonio Núñez Jiménez, el inefable “Toñito Cuevita”, otro de sus solícitos anfitriones, al frente entonces del truculento INRA, organismo expresamente creado para monopolizar la agricultura cubana y demoler lo construido por el Banco de Fomento Agrícola e Industrial (1950) creado por Prío y afirmado por Batista. Sartre ignoró entre muchas otras cosas, que Batista había fundado instituciones fundamentales para el progreso económico del país, como la Financiera Nacional de Cuba (1953), el Banco Cubano del Comercio Exterior (BANCEX), y el Banco de Desarrollo Económico y Social (BANDES), ambos en 1954. Todas estas entidades proyectaban la diversificación productiva y la distribución más equitativa de la riqueza nacional, creando oportunidades crediticias para sectores más amplios.
Sartre venía a Cuba en misión de campaña, como la expresión corpórea del “intelectual comprometido”, es decir, del pensador que acepta adoptar un catecismo prestablecido, y con una ideología que le sirve de anteojera y mordaza a la vez: venía a ver sólo lo que quería ver. Revestido de entrada como reportero parcializado, se forró con el atuendo eurocentrista de un antropólogo en función de propagandista, un espíritu moralmente superior, representante del Iluminismo de Izquierda, portador de la verdad única y de la antorcha reivindicatoria y redentorista, un taumaturgo iluminado, como un nuevo redescubridor después de Colón y Humboldt; sin haber dedicado antes ni siquiera un leve intento de esfuerzo intelectual para documentarse sobre la realidad latinoamericana, y especialmente cubana; vino a “dictar cátedra” como Magister, con un puñado de conocimientos sujetos con alfileres muy superficiales, formando un delgado barniz, como la avanzada filosófica del existencialismo de izquierda, de inspiración marxista, con un tenebroso y oscuro pasado personal durante la ocupación nazi de Francia, y una hoja de servicios patrióticos falsa e inflada, y como el adversario ya frontal del pensamiento liberal y democrático representado por los mucho más coherentes Raymond Aron y Albert Camus. Asumió con deleite su misión de intelectual orgánico y comprometido, pero duró poco su himeneo con el castrismo, pues, aunque se plegó totalmente al deseo del dictador, aún resultó insuficiente su pleitesía: fue apartado y desechado una vez cumplió con su utilidad como “compañero de viaje” o “ingenuo aprovechable”. Pero al llegar a Cuba Sartre era el candidato perfecto: predispuesto a favor de la “revolución”, adecuadamente prejuiciado sobre el período anterior, y con una clara conciencia de hacer valer una consigna ideológica.
Si para algo sirve el estudio de la historia- nos recuerda Machover- es para tratar al menos que los errores no se repitan tan milimétricamente como suele suceder. La obnubilación momentánea es explicable y hasta justificable, pero cuando la miopía o ceguera voluntaria se convierte en crónica e irreversible, ya resulta muy preocupante. Esto podría hacernos pensar que las sociedades más preparadas y conocedoras de su historia serían también más resistentes a estos errores, pero no suele ser así, pues los acontecimientos actuales confirman lamentablemente la perseverancia para cometer dislates en países con cualquier nivel de desarrollo.
La misma prensa camelada, el propio sector académico norteamericano deslumbrado que vio con calurosa y franca simpatía a Fidel Castro y repudió en masa a Fulgencio Batista, es semejante a los que hoy están entusiasmados candorosamente por los “cambios”, ni siquiera epidérmicos ni cosméticos, de su hermano heredero de la satrapía, Raúl, y de su fantoche interpósito Miguel Díaz Canel. La posición de éste es la misma de un diligente mayordomo o mayoral, quien acude presuroso para satisfacer las indicaciones de su hacendado y representarlo en los puntos a los que el otro ni se digna visitar.
La extraordinaria, preocupante y ya perversa perseverancia en el error, parece demostrar el lugar asignado por ese sector académico de “las buenas conciencias y el “pensamiento políticamente correcto”, en su distribución de papeles en la escenografía mundial, para Cuba y el resto de la América Latina: el laboratorio de las más peregrinas ideas nocivas, las cuales condenan, no a un siglo, sino a mil años de soledad, orfandad democrática y hegemonía caudillista.
Sartre es agradecido con su generoso anfitrión, y produce aceleradamente invectivas y falsedades: cambia epítetos por mojitos, insultos por daiquirís, escupidas por habanos. Mordaz como siempre, Cabrera Infante lo retrató como “el Bizco, mirando con un ojo el Ser y con el otro la Nada”. Y fue igualmente de las primeras víctimas -terminales- de esa aguda disentería ideológica que también el novelista definió como “la castroenteritis aguda”.
No estuvo solo en la defenestración de sus decepcionados anfitriones: pronto se le juntó otro izquierdista ingenuo, K. S. Karol, quien creyendo prestar un gran servicio a la causa castrista, publicó Los guerrilleros en el poder y sólo recibió la acusación del propio Castro de ser un “agente de la CIA”, como era usual en él con sus imputaciones sin pruebas. Tanto uno como otro fueron de los primeros agentes y luego sujetos fusileros del “asesinato de la reputación”; rápidamente, la triste historia de su relación con Castro, les demostró lo fácil que se intercambian los papeles en el paredón de la moral revolucionaria: hoy podías estar frente al muro y al rato siguiente recostado a él, enfrentando los fusiles.
Machover reseña con grandes pero reveladores trazos lo que fue La Habana en los años inmediatos anteriores al desastre progresivo de 1959. La capital cubana era como la Ciudad Maravilla, la Ciudad Esmeralda del Mago de Oz, el París de las Américas -así se le conocía- con tiendas como El Encanto y su Salón Francés, y las exclusivas de Christian Dior, Flogar, Fin de siglo y La Época... Una urbe repleta de vida y de esperanza, movida por una fiesta perpetua y con sueños de grandeza…
El hedonismo pagano fue abatido por la austeridad: una rencorosa Esparta santiaguera siempre desplazada de la historia, sometió finalmente a una Atenas habanera, hedonista y despreocupada. Aquella asombrosa Acrópolis batistiana, la Plaza Cívica, no sólo era un modelo latinoamericano excepcional en el momento (Brasilia aún ni se proyectaba, pues comenzaría apenas en 1956), sino la propuesta inicial para una reurbanización de la capital y luego de todo el país. La prenda codiciada se convirtió en el primer hurto castrista, al auto adjudicársela implícitamente y rebautizarla como Plaza de la Revolución, que era como decir, la Plaza particular de Fidel Castro. Paradójicamente, sin proponérselo, Batista fue, también, el escenógrafo de Castro, pues plantó el decorado para sus perfomances posteriores.
Como en tantos otros desastres, la arquitectura castrista ha sido un fracaso total, constructiva, estética y urbanistamente considerada. Un gobierno unipersonal, totalitario y absoluto, como el de Castro, desaprovechó lo único que podía justificarlo, arquitectónicamente: no debía respetar, consultar ni negociar un replanteamiento del paisaje; podía hacer y deshacer a su antojo sin nada ni nadie que lo enfrentara, como sucede en los estados de derecho democráticos; y sí hizo y deshizo, pero mal, muy mal, carente de un criterio estético -y tampoco social- para perjudicar el perfil de las ciudades cubanas con sus bodrios que, al menos, por fortuna, han sido minúsculamente escasos, lo cual es su única virtud: una ambiciosa y vanguardista Escuela de Arte, más inconclusa que la sinfonía de Schubert; un banco faraónico devenido en disfuncional hospital, que tardó en construirse más que las pirámides de Gizeh, y un restaurante leninista cuyo nombre es sinónimo del país y del efecto sobre las billeteras de sus presuntamente proletarios consumidores: Las Ruinas. El escaso resto son los galpones de los Médicos de la Familia y las koljosianas Escuelas en el Campo, ya en franca extinción por inanición.
Nuevo Catón El Viejo, desde el fondo de su alma puritana Castro se propuso destruir hasta sus mismas bases esa Nueva Babilonia, esa Sin City luminosa, que se burló cruelmente de él tantas veces, por palurdo y desaseado, y donde recibió el más desacralizador de sus títulos, otorgado enfática y unánimemente por sus mismos compañeros de universidad: Bolae’Churre. “Delenda est Habana”, musita cada noche antes de dormirse, pistola a la cintura y con las botas puestas que no se quita ni para dormir, según testimonios creíbles, desde la lujosa suite 2324 del piso del Hotel Habana Hilton, recién inaugurado por sus laboriosos financieros, los afiliados del Sindicato de Trabajadores Gastronómicos de la República de Cuba, sus verdaderos dueños, y no Mr. Conrad Hilton, propietario sólo de la franquicia.
Sin buscarlo ni quererlo inicialmente, Cabrera Infante resulta al final el entusiasta trovador melancólico de La Habana de Batista (a quien combatió y criticó acerbamente, pecado juvenil que después pagará con creces junto con otros más), no la de Castro, quien será su implacable Ángel aniquilador. El novelista, como aquel Boabdil que suspiró desde el Sillón del Moro en la Alpujarra granadina, al volverse para mirar por última vez la ciudad de la Alhambra, pudo quejarse también: “Ay de mi Habana”. A él le tocó el papel de entonar el triste canto del cisne y, luego, retorcerle el cuello.
La muy sui generis “dictadura” de Batista es lo menos parecido a lo que en el medio latinoamericano se entiende como una dictadura clásica, de rompe y rasga y de tiempo completo, sin medida ni tasa. La Habana se mostraba como la ventana vanguardista de lo que en poco tiempo más podía ser el resto del país, un escenario de creciente y sólida prosperidad, garantizada por el cuerpo de leyes y decretos, y la creación o fortalecimiento de instituciones, cuyo funcionamiento no podría haber sido ni medianamente exitoso sin contar con virtudes políticas propicias como son una estabilidad material y seguridad jurídica. Las débiles democracias latinoamericanas de casi todo el siglo XX, no fueron en gran parte, ni son todavía, modelos de ninguna de ambas virtudes.
Un formidable espejismo para incautos revolucionarios encegueció a Cuba, o casi toda. El tóxico sortilegio y la hipnosis colectiva del nuevo encantador de serpientes, se cernió sobre todos, incluso los más despiertos, o quienes solían serlo, como Jorge Mañach o José Lezama Lima; ellos creyeron ver en el advenimiento de un salvador, una necesaria purificación redentora sustentada por un peregrino misticismo tropical, de la mano de un nuevo mayoral mesiánico y vindicador. El Ángel de la Jiribilla acudió presuroso, sonrojado, pudibundo e ingenuo, a denunciar al inquietante Bustrófedon por exhibicionismo pornográfico y atentado a la moral pública.
El primero de enero de 1959, con Castro planeando sobre el país, fue la Hora Cero de la desgracia nacional. Pretenderá entonces que la Historia comienza y termina con él, mucho antes de Fukuyama. Querrá dejarlo todo a su paso “sic tabula rasa” y sólo en eso tendrá éxito, el único triunfo palpable de su trayectoria nefasta. Así como el agua del bautismo borra todos los pecados, su revolución será la inundación purificadora, la nueva eucaristía no del pan (cada día más escaso), sino del fuego (cada momento más intenso), y suprime todas las memorias molestas: sólo sobrevivirán los recuerdos útiles para la causa, y si estos no existen, se fabricarán diligente y disciplinalmente por los nuevos escribanos aplicados, y si ya estaban, pero no resultan adecuados, se deformarán convenientemente: porque la “revolución” es dueña no sólo del futuro y del presente, sino del pasado.
El boicot de los partidos políticos contra las propuestas de negociación y acuerdo presentadas por Batista y su equipo (responsabilidad absoluta y puntual de sus líderes individuales), impidió cualquier solución civilista al conflicto creado y atizado por ellos mimos. No advirtieron en su ceguera, su vanidad, su orgullo o su mezquino egoísmo estúpido, que, de esa forma, al deslegitimar todo, se estaban también autodesligitimando y desautorizando ellos mismos. Cavaron su propia tumba, y con ella, la de la incierta y frágil república, facilitando el trabajo final del sepulturero de las instituciones que acechaba no muy lejos, Quinto Jinete del Apocalipsis, ya con la pala en la mano para entonar el requiescat in pace liberticida, definitivo y total.
La legitimidad de las elecciones de 1954 y 1958 fue dinamitada concienzuda y suicidamente por la oposición, no por Batista. Cada medida propuesta por éste para negociar el conflicto y solucionarlo, fue rápidamente ripostada con otra contrapuesta negativa y descalificadora, cerrando todas las vías de alivio patriótico del problema, y engordando el caudal de la gran inundación que vendría después, cubriendo al país. Batista sacrificó su prestigio democrático (ganado a pulso en 1940), por la efectividad política necesaria para el progreso y bienestar del país (que atropelladamente lastimaría en 1952 con el Golpe de Marzo). Buen jugador, Batista sopesó las probabilidades y colocó su apuesta: pero perdió. Sus oponentes cerraron el juego. La fortuna le fue adversa y los intereses organizados contra él y su proyecto, fueron demasiados y lo superaron ampliamente. Levantó una ola que después no pudo aplacar a pesar de todas sus concesiones. Si el juego hubiera durado más, y con otros jugadores menos peseteros, quizá habría ganado y con él, Cuba. Hoy ya no se hablaría de Batista, y menos, de Castro.
En virtud de aportes como este de Machover y varios estudiosos más, Fulgencio Batista se aprecia cada día más con todas sus luces y sus sombras, como el más grande estadista cubano del siglo XX por su visión y proyecto, y paradójicamente, también quizá el peor político, por sus resultados.
En esta tragedia, la dramaturgia de Castro se impuso desde el principio, pues fue concebida e interpretada en tono heroico. Para la izquierda mundial, carente entonces de figuras emblemáticas (el “padrecito” Stalin había muerto en olor de maldad en 1953), fue una bendición. Joven, exaltado, con un perfil legendario, oriundo de una isla exótica que nadie ubicaba muy bien y sólo de identificaba por sus habanos, en un continente telúrico donde aunque dentro epistemológicamente dentro del mundo occidental, la prédica y la praxis racionalista nunca se asentaron debidamente ni echaron raíces profundas; de verbosidad incontenible en los tiempos cuando la televisión ya comenzaba a empujar a la radio, a pesar de sus reiterados fracasos y sus excesos peligrosos como con los misiles rusos, y el derrumbe de la patética Zafra de los Diez Millones (su primero de muchos reveces convertidos en pírricas victorias), resultó anormalmente simpático y logró grabar en la psique mundial, con el jubiloso entusiasmo colaborativo de los medios y las academia de elite, su perfil griego, despojado ya de su referente humano: se convirtió en la estatua invencible, en el monumento unipersonal de la revolución mundial y en el valor transcendido de su significado, válido por él mismo: el símbolo de sí mismo. Y por su desesperante supervivencia, en un mito; además, por su longevidad, el último de los mitos del siglo XX, que vio figuras admirables de distintos signos ideológicos, y se prolonga incluso venenosamente en el XXI.
Mañach fue uno de los primeros incautos “compañeros de ruta”, pero fue prontamente desechado; a él le seguirían muchos otros: Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante, César Leante… y la lista continúa hasta hoy.
La tristemente famosa Revolución cubana, que rebasa cualquier intento de resumirla sucintamente, permanece agazapada pero activa, como arqueológica advertencia, igualmente virulenta para los ingenuos, lo cual nos recuerda con creces este oportuno libro de Machover, que desmonta acontecimientos desconocidos o desvirtuados, los cuales ofrecen nueva luz para tratar de entender mejor nuestra historia y así procurar -es sólo un ingenuo deseo vagamente optimista- no repetirla.
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