Escena de una calle de La Habana.
Atenas tiene muchos años, y también Roma. Atenas y Roma parieron muchos hijos desde el mismo día en que nacieron. Atenas y Roma son madres espléndidas, hembras pomposas, damas de teatro y vida. Atenas y Roma pueden ser muy generosas, pero yo me quedo con la más rumbosa, aunque mejor sería escribir: rumbera. Yo me aferro a esa Habana que ahora mismo está cumpliendo quinientos años, esa que tanto me ata, aunque no me miró nacer.
Hasta hoy escribí muchas veces de La Habana, aunque no siempre la vi “tan elegante”. Mirándola, gozándola, la describí generosa y también impúdica. Expliqué mi amor pensando en la villa imponente que mira al mar y en la ciudad sucia y desfachatada, en la que acoge y también rechaza. La Habana es, sin dudas, una ciudad plena a pesar de sus desdichas; en esta ciudad comienza todo, aquí todo termina.
Ya lo escribí antes, pero otra vez lo advierto; me gusta La Habana de solares, esa que se vuelve más sincera en la miseria. Ya lo indiqué antes, prefiero a La Habana marginal que a esa otra que se esconde en una zona cero que dirige a la ciudad desde hace mucho y donde todo se decide, donde parece comenzar y concluir, aunque los habaneros la desconozcan, aunque sea nula, como el cero.
La Habana que amo no es solo esa que estuvieron maquillando para que luciera bien en su cumpleaños. La Habana no es solo la de las grandes casonas señoriales restauradas, no es solo el Vedado imponente y tan urbano. La Habana que amo es el Cerro grandioso y refinado que dejaron destruir, que destruyeron, y es también la calle Galiano destruida pero maquillada, iluminada, para los festejos.
La Habana, aunque nos pese, es también el Alamar tan espantoso, tan de realismo socialista, tan “cheo” e indecente, tan promiscuo y desafortunado. La Habana no es solo esa que Leal restaura, la que maquilla. La ciudad no es solo la que mira al mar desde el resguardo de un hotel cinco estrellas, no es únicamente la que disfrutan los turistas y los reyes que dedican una ojeada rápida y lejana.
Nuestra ciudad no es la del Hotel Nacional que se muestra en las agencias de viaje, esa de mojito y “Cuba libre”, de mulatas rumberas. La Habana es la ciudad de hombres y mujeres negros que viven en solares sintiendo el peso del racismo, y peor si el comunismo advierte que todos son iguales. La ciudad es también esa que está más allá de hostales para turistas y de museos para quienes desconocen la ciudad real y abandonada.
Esta “vieja” ciudad no es solo la de los hoteles que inaugura Díaz-Canel y mucho menos la de hermosa y repujada herrería. La cumpleañera es también la de esos edificios olvidados, la de esas casas que sepultan a sus habitantes cuando caen con todo el cinismo de su peso. La ciudad que tanto amo es la de las prostitutas y “pingueros”, la de ladrones y asesinos.
La Habana es sus prisiones y encierros. La Cabaña de antaño y también la de los juicios parcializados y de paredón sin juicios. La Habana es la de las estaciones repletas de delincuentes y de opositores pacíficos, de damas vestidas de blanco y asediadas, magulladas por golpes tremebundos. Esta añeja capital es la de opositores vigilados, enjaulados, vejados.
Y qué sería de esta metrópoli sin su mar, ese que a tantos escapistas se tragó, ese que recibió lo mismo a niños y ancianos, a hombres y a mujeres que escapaban. Mi ciudad es la de grandes avenidas y callejones desolados. La Habana es la de la Calzada de Jesús del Monte de Eliseo y también la podrida “Diez de octubre”, es el Hilton y el Habana Libre, el Blanquita y el Carlos Marx, Radio Centro y el Yara. La Habana es puro contraste, es amor y mucha enemistad.
La ciudad que más amo es la que veja y la que llora por el hambre, la de salsa y rock, la de Van Van y Rolling Stones, es la de Karl Lagerfeld y “kikos plásticos”, es la de Carpentier, pero también la de Reinaldo Arenas, es la de Martí y, aunque suene feo, aunque duela, es la de los comunistas. La Habana es la de Virgilio Piñera encerrado en el castillo del Príncipe, la del mismo poeta advirtiendo a Fidel Castro del miedo que sentía.
La Habana que recibió a los reyes españoles es la de Paloma, la niña que murió después de la vacuna, la que no volverá a la vida a pesar de los muchos fuegos artificiales, a pesar de la llovizna que ahora siento y que parece bendecir a la ciudad, reverenciar a sus muertos y a sus vivos. Mi ciudad amada es la de viejos hambrientos y sucios, que no consiguen cobijarse en medio de la ciudad más descubierta. La Habana es la del gay que no encontrará una cama para adorar el cuerpo del amado, ese que mañana puede amanecer muerto, y sin que aparezca el asesino.
Mi Habana es la de los médicos que se alejan de sus hijos para conseguir mejores dividendos, para tener lo que por acá no pueden conseguir. Esta metrópolis de quinientos años restaura lo más viejo para quitarle la vida mientras desatiende a la ciudad más “viva”, a la triste, a mi pobre ciudad que vive del viejo esplendor colonial, que muestra añejos autos que hacen alarde con su aparente eternidad, contrastando con abarrotados ómnibus que se desarman haciendo el camino de siempre, el único, el que no va a ningún lugar o quizá sí; a la miseria y la muerte.
La Habana no es solo la del Templete y la ceiba reverenciada, ella es la de solares yermos donde antes se levantó un edificio, una casa que cayó dejando muerte, desamparo. La Habana no es la de una plaza “revolucionaria” que alguna vez fue cívica. Esta es la ciudad de Casal alucinado con la bella “mulatés” de Antonio Maceo. La Habana, que nadie lo dude, es la del “maleconazo”, la del trasbordador “13 de marzo”, la del policía que vigila a la joven periodista que no debe salir de casa si quiere seguir en “libertad”.
La Habana es la de esos tantos que andan desperdigados por el mundo sin encontrar un norte, y la de quienes lo encontraron en el fondo del mar o en un lejano, y a veces cruel, exilio. Esta es la ciudad de los enfermos sin medicamentos, de los que llevan años en medio de la promiscuidad de un albergue, de los que duermen bajo el sereno en la profunda noche.
La Habana no es solo la que miraron, caminaron, Leticia y Felipe. Ellos vieron el museo, pero La Habana es mucho más… Ella es amor y es odio, es el hambriento, el desolado que, a diferencia del presidente, no aparece engalanado y, por suerte, tampoco es la primera dama tan “picúa” y mal vestida. La Habana, la ciudad de mis amores, esa a la que le dedico muchas reverencias, es también la que soñamos, la que agoniza, la que no consigue salvarse con tanto maquillaje.
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