Los editores de videos han tenido mucho trabajo con el antojo de celebrar los 500 años de La Habana. Me cuenta un amigo, que tuvo a su cargo algunos spots alegóricos, que la dificultad mayor en todo el proceso fue encontrar imágenes donde no se notara el contraste tan fuerte entre un hotel iluminado y una cuartería oscura y apuntalada.
A donde apuntaran la cámara, la destrucción y la miseria asomaban ya sea en la forma de un basural desbordado o de un perro abandonado y enfermo que se introducía en el plano. Se les hacía difícil atrapar esa Habana idílica que le habían encomendado promocionar, de modo que tuvo que echar mano a sus herramientas de edición digital para, en un gesto bien “revolucionario”, por no decir, “obediente”, “cambiar todo lo que debía ser cambiado”.
Cuenta además que en las tomas aéreas con que contaban, pocas eran las azoteas de edificios que se veían en buen estado y que por eso se vio precisado a subir la temperatura de los colores, entre otras manipulaciones, al punto de que el cuadro parecía más el de un dibujo animado que el de una foto de la realidad.
Pero mi amigo editor pudo concluir, y los que no saben nada de lo que hizo para cumplir con sus encargos han terminado enamorados y hasta suspirando por una ciudad cuya belleza existe solo en el plano virtual o quizás en esa dimensión de lo real apenas reservada para los privilegiados que pueden disfrutarla “al precio que sea necesario”.
Dicen los que fueron días atrás a contemplar el espectáculo de fuegos artificiales o a darle vueltas a la ceiba del Templete, como dicta esa tradición que casi perece en manos de los retrógrados comunistas durante los duros años 70, que en todo el malecón no había ni un refresco que tomar.
Los establecimientos gastronómicos fueron obligados a cerrar antes de las 8 de la noche y los dos o tres que permanecieron abiertos vendieron las cervezas sobre los 3 dólares, un precio que supera varias veces lo que gana un trabajador cubano en una jornada laboral.
En hoteles de lujo como el Packard y el recién inaugurado Paseo del Prado el acceso fue restringido solo a huéspedes y a extranjeros.
Los cubanos de “tan mala pinta” que deseaban entrar para disfrutar del espectáculo desde las terrazas, tuvieron que conformarse con permanecer en los portales para refugiarse de la lluvia que llegó a fastidiar unos festejos diseñados por el gobierno no para el disfrute de los habaneros, sino para intentar elevar el precio de un producto turístico que sabe más a gato que a liebre.
Si no fuera por los canadienses que pusieron la pirotecnia, por los rusos que doraron la cúpula del Capitolio, por los chinos que donaron el alumbrado público, por los austriacos y japoneses que regalaron camiones recolectores de basura, por los saudíes que restauraron edificios, por los venezolanos que continúan enviando el petróleo, por los italianos que adornaron la calle Galiano bajo el pretexto de una semana de la cultura, incluso por los españoles para quienes fueron asfaltadas las calles del centro histórico (porque de lo contrario sus majestades hubiesen perecido trágicamente en uno de esos tantos baches que, de tan históricos, pudieran pasar a ser patrimoniales), las “fiestas” por los 500 años de La Habana hubiesen parecido más el funeral de la urbe.
Las tardes de las “jornadas celebratorias” estuvieron marcadas por el caos de la inauguración del mercado de Cuatro Caminos, donde la multitud sucumbió al rumor de que a los cincuenta primeros clientes se les regalaría parte de la compra o que serían beneficiados con descuentos, pero apenas fue una “bola”, muy semejante a esa otra de que la Finca de los Monos, en el Cerro, transformada en parque temático, abriría al público hasta las 9 de la noche cuando lo cierto es que cerró inesperadamente a las 5 de la tarde, lo que provocó el disgusto de quienes confiaron en lo que anunciara la víspera el director del centro recreativo.
A muchas personas en Cuba aún les resulta muy difícil entender que la prensa oficialista no está para informar sino que le toca hacer lo mismo que a mi amigo editor de videos.
Más allá de los límites del centro histórico de la ciudad, donde no alcanzaron a llegar la pintura, el asfalto, ni las bondades de canadienses, rusos y austriacos para tapar la mugre de medio siglo, la prensa habló de un “verdadero despliegue” de ferias populares para la venta de productos agrícolas como parte de las celebraciones.
No sé si sucedió así en todas partes de La Habana, pero a muchos barrios de la periferia, como en el que vivo, apenas llegó, con gran parafernalia, un destartalado camión de vísceras de una empresa estatal de cárnicos. ¡Vaya modo de hacernos celebrar los 500!
Ha pasado el “jolgorio” y, como dijera aquella canción famosa, “la vida sigue igual” en La Habana del día después, quizás hasta peor porque lo poco que había lo dilapidaron en horribles galas artísticas y banquetes para la realeza y la “oficialidad”. Ya pronto comenzaremos a ver más signos de tales excesos.
En cualquier momento alguien intervendrá de manera especial en la Mesa Redonda para explicar nuevas “medidas de ahorro” y seremos los excluidos quienes pagaremos el buffet que no comimos y el champán con que no brindamos.
Aquella traumática historia del día posterior a la clausura de los Juegos Panamericanos de 1991, esa inoportuna fiesta deportiva que dio paso a una maratón de penurias y balseros, se repetirá en breve y, lo más triste de todo es que hay quienes habiéndola sufrido no recuerdan y hasta piensan que un espectáculo de fuegos artificiales es ofrecerle a la ciudad “lo más grande”. ¿Y para los habaneros?
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