lunes, 25 de noviembre de 2019

Los fantasmas de La Habana.

Por Ernesto Pérez Chang.

Cuba Habana nostalgia

Están quienes creen que cada ciudad tiene sus fantasmas. No leyendas ni historias de aparecidos sino marcas, en forma de sonidos, imágenes, incluso olores, de un pasado que no alcanza a reconciliarse de forma plena con el presente. Es una creencia interesante.

En ese sentido, La Habana, como cualquier otro lugar de larga historia y de traumas políticos y sociales profundos, muchos de ellos no superados, tiene fantasmas a montones pero no de esos a los que echan mano cineastas y escritores para jugar con nosotros a provocarnos temores y temblores sino otro tipo de “apariciones espectrales” que a unos sacan risas y a otros lágrimas pero que, a fin de cuentas advierten sobre lo mal o bien que podemos estar como ciudad, incluso como país.

Ha transcurrido más de medio siglo desde que a algunos se les ocurriera intentar borrar esa parte del pasado “capitalista” que les resultaba incómoda para sus propósitos de erigirse como padres de la nación y de ese modo aferrarse al poder eternamente, como dioses.

Así les hicieron creer a los desmemoriados que antes de ellos apenas existía la nada absoluta, o el caos, y que construirían una Cuba casi a partir de cero, o mejor dicho, tomando como patrón las sociedades comunistas de Europa del Este.

Las personas dejaron de ser ciudadanos para transformarse en masa moldeable. Las luces nocturnas y el carnaval de carteles de los comercios privados que identificaban a La Habana se apagaron, mientras la rebeldía y la chusma se fundieron en un mismo esperpento contra todo lo que oliese a “burgués”.

Lo que había se dejó al abandono, a la inclemencia, mientras lo “novedoso” prometido no pasó jamás de plazas desoladas y urbanizaciones frías como esos repartos de la periferia donde se alzan en desorden edificios como cajones grises que hoy se caen a pedazos y donde debió nacer, crecer y formarse el “hombre nuevo” pero que terminaron por parir lo bueno y lo malo que todos sabemos.

Al pasado se le intentó ocultar bajo brochazos de lechada y así se obró cada vez que se quiso hacer borrón y cuenta nueva con la historia reciente.

Aquello de lo que no se habla no existe. Bajo tal premisa se apedrearon vidrieras, se taparon promociones comerciales con propaganda política, se destruyeron parquímetros con la misma rabia con que echaron abajo la disciplina ciudadana, se derribaron estatuas, se expropiaron negocios y viviendas y hasta se “nacionalizaron” los famosos trenes de lavado y puestos de frituras y helados tan típicos de la comunidad china en Cuba.

“Nacionalizar” es evidentemente un eufemismo, una ironía, porque luego de intervenidos por el nuevo gobierno jamás volvieron a abrir. Con muchos de aquellos establecimientos (pequeños negocios familiares que jamás enriquecieron a nadie), se esfumó una tradición de laboriosidad amén de un pasado y una cultura de los buenos servicios.

Me gusta creer que en las fachadas de los viejos edificios abandonados o descuidados que tanto abundan en Cuba, detrás de las suciedades, cuarteaduras, grietas, humedades, capas de pintura abofada o desprendida, siempre aguarda uno de esos fantasmas del ayer.

Las siluetas de una figura, los bordes de un letrero donde cualquiera adivina parte de la infancia e intuye un fragmento de la historia “olvidada” del lugar donde intenta vivir una vida normal, aun cuando casi todo conspira para que resulte imposible.

De aquella acera verdiblanca de granito, cercana a las calles Neptuno y San Rafael, por donde antes se paseaba el Caballero de París, hoy apenas quedan fragmentos invadidos por la inmundicia y la “provisionalidad”.

En lo que fue la famosa tienda Fin de Siglo, emerge fantasmagórico su viejo rotulado tal como ha pasado con aquella fábrica de helados Guarina en Cerro y Vía Blanca, de la que apenas queda un paredón en ruinas.

En una casa de Centro Habana aún se puede ver lo que fuera el anuncio de una lavandería de los años 50, mientras en medio de la Habana Vieja pocos saben cómo lograron sobrevivir tanto las letras de bronce del frontón de la antigua Cámara de Representantes como el anuncio lumínico más vetusto que se conserva en la ciudad, el del restaurante-bar Lafayette, del que aún enciende solo una parte. Aquel célebre cine del barrio chino no corrió la misma suerte y su exótico cartel desapareció hace apenas un par de años.

Todos son de cierto modo fantasmas que se niegan a abandonarnos y quizás estuvieron y están entre nosotros no por casualidad, mucho menos por divertimento de porfiados. Hay algo que intentan decir después que tanto andamos para llegar al mismo lugar. Quizás haya una deuda con el pasado que pretenden cobrar.
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